Vacaciones

Creo que las últimas «vacaciones» que tuve fue ese período mágico entre terminar el colegio y comenzar la universidad. Sin responsabilidades, ya habiendo ganado, con un mundo de posibilidades esperándome en enero.

Para los que ya llegamos a ese estado llamado «adultez», no hay un regreso a momentos de una completa desconexión de la realidad. Porque, como una melodía que acompaña la acción de una película, nuestra vida real, esa que está llena de responsabilidades y trabajos y cuentas y relaciones, siempre nos manda mensajes que nos recuerdan nuestra realidad.

Pero eso no es malo, es un hecho que no podemos olvidarnos por completo de todo. Que todo está interconectado. Y que la vida es una entera. Lo que sí es malo es que no nos permitamos dejar que las preocupaciones descansen un rato y nos dejen disfrutar de otras cosas.

Las verdaderas vacaciones ocurren en nuestras mentes. Surgen de la capacidad que adquiramos en enfocarnos en lo que está sucediendo aquí y ahora, dándole toda la importancia a lo que podemos solucionar en ese momento.

Así como las buenas relaciones se alimentan de la atención que les brindamos, igualito nuestras neurosis y cansancios crecen en la medida que sólo pensamos en ellos. Yo verdaderamente trato de borrar del barullo de mi mente todo el ruido de las cosas que no tengo inmediatas. Me es muy difícil, porque a veces siento que tengo, no uno, sino varios hámsters dándole vueltas a las ruedas de mis preocupaciones. Respirar, escribir, ver a los ojos a mi marido y ya me puedo reconstruir para seguir. Aunque no se me quitan las ganas de agarrar avión e irme a alguna parte.

Verte

Por mucho tiempo

escondí hasta de mí misma

mis rincones más oscuros

pensando que si tú los mirabas

ya no me ibas a querer.

Y ahora que se me escaparon

por alguna puerta que dejamos abierta

y, aterrada, te los tuve que mostrar

tú me miras destilando amor por los ojos

y me dices: «siempre lo supe.»

Abrir las ventanas

Bajo protesta del paciencia-de-santo de mi marido, no tengo cortinas en mi cuarto. Me encanta despertarme con el sol, incluso antes. Cuando vivíamos en el apartamento teníamos una cortina metálica que tapaba la mega ventana de dos pisos que había y la detestaba con toda mi alma. Nada tan feo como despertarse uno y no saber si es de día o de noche.

Los seres vivos tenemos relojes internos que nos indican si debemos estar despiertos o dormidos. Habemos seres diurnos, adaptados especialmente a actividades que impliquen luz y nocturnos, que se desenvuelven mejor en las sombras de la noche. Y luego estamos los humanos que logramos complicarlo todo, como siempre. Resulta que, antes del advenimiento de las luces artificiales, nos teníamos que acostar a puro tubo con el sol y despertarnos igual. No era inusual que la gente incluso se despertara a media noche, hiciera sus «cositas» y volviera a dormirse.

Obviamente estamos hablando de otro ritmo de vida, de otros propósitos y de otras ventajas. Y tampoco estoy nostalgiando por «tiempos pasados mejores», prefiero mil veces la luz eléctrica, nunca hubiera podido leer lo que he hecho sin ella. Pero es innegable que todo este progreso que tenemos encima nos ha atropellado un poco la naturaleza y la preferencia de nuestros cuerpos.

Claro, el que mis hijos sigan mis pasos, tiene como seria desventaja que no existen domingos de despertarse a las 8:00… Pero me abundan los días, duermo cansada y feliz y puedo ver amaneceres espectaculares. Aunque me toque consolar al hombre, quien felizmente se quedaría en la cama hasta las 12…

Ataques de pánico

Mi hijo, el primero, el responsable, el buen estudiante, el estresado, tiene su última clase del año el jueves y le dan sus notas el viernes. Todo el año le ha ido súper bien y no está ni cerca de perder. Al contrario que en cuestión de modales y horarios, yo no lo chingo con las notas, mientras él esté esforzándose y entendiendo, el numerito sobre el papel me tiene sin cuidado. Aún así, está hecho un manojo de nervios. A tal punto que creo que ayer le dio un ataque de pánico, porque le costaba respirar.

Todos tenemos cosas que nos preocupan más que otras. Obviamente son a las que más importancia les damos. Y está bien. El aguijón que nos empuja a ser mejores tiene una punta y duele. Pocas veces nos moveríamos si no fuera porque nos incomoda donde estamos y queremos llegar a un mejor lugar. El problema viene cuando esa espuela no nos empuja, sino que nos destaza.

El esfuerzo que podamos invertir en ser mejores debería de darnos calma en igual proporción y no aumentar la ansiedad que le metemos al resultado. Hacer lo mejor que podamos y dejarlo ir es algo que, yo llevándole 32 años a mi pulgo, aún me cuesta noches de sueño.

Hoy ya estuvo mejor, pero sí necesitamos una tarde de siesta, muchos abrazos y algunas lágrimas para calmarlo. No me parece mala receta para cuando me suceda a mí.

Pertenecer

Toda mi vida he sido una especie de «loba solitaria».  Ser hija única, con escasas habilidades sociales y casi nula inteligencia emocional, no era el set de cualidades que hacen fácil hacer amigas. Lo suplí teniendo novio desde los 14 años, el cuál me duró todo el resto del colegio. Y así. Amigas mujeres fueron pocas o nulas.

Por alguna razón, se tiene un concepto de las relaciones que sostienen las mujeres entre sí como altamente tóxicas. Llenas de pequeñas intrigas, resentimientos y competencias mezquinas, pareciera que somos incapaces de querernos y ser fieles.

Cosa más estúpida. ¿Quién mejor que otra mujer va a poder entender todas esas pequeñas y grandes cosas que le suceden a uno, desde un cólico menstrual, hasta un pezón partido por dar de mamar y tantas otras cosas fisiológicas similares. Ni qué hablar de la forma de sentir, de enamorarnos, de desear.

Tener amigas que lo quieran a uno por ser uno es un tesoro invaluable. Pocas veces hay un apoyo tan incondicional como el que se siente entre un grupo de mujeres que verdaderamente ha hecho amistad. Y si se logra compartir más que un simple «café», esas relaciones son parte de la estructura de la sanidad mental.

Aprender a hacerme una familia de amigas y serles fiel, es de lo mejor que me ha dejado el paso del tiempo. Las llevo en mi corazón y me hacen ser una mejor y más verdadera yo.

Ceder / Romper

Siendo mi papá ingeniero civil, yo crecí pensando en términos de estructuras, líneas rectas y soportes. No era raro que viéramos programas de cómo habían construido un edificio imponente o un puente espectacular. Dentro de eso, me impactó especialmente uno acerca de las técnicas japonesas para contrarrestar los movimientos provocados por los constantes terremotos. Resulta que un edificio vertical rígido es mucho más susceptible de romperse con un temblor, que uno que se mueva y adapte y absorba el meneadito.

Yo creo que hay cosas en las que uno tiene que ser firme e inconmovible: cuestiones de principios, de lealtades, de confiabilidad. Debería uno siempre ser generoso con las personas que tiene a su alrededor, ser más empáticos. Puras cuestiones de carácter hacia adentro, ésas que nos dicen quiénes somos cuando cerramos los ojos por la noche y nos quedamos con nosotros mismos.

Pero cuando trasladamos ese dureza hacia afuera, sobre todo en el trato con la gente que nos quiere, la cosa se comienza a resquebrajar. Peor si en lo que nos enfocamos es en el «cómo» hacer las cosas y no en el resultado que uno quisiera obtener. Hay muchas formas de lograr que un niño haga su tarea en el momento en el que debe, incluso algo que funcionó hoy no funciona mañana Y esos cambios me matan. Porque yo quiero hacer las cosas como yo quiero. Y punto. Y todos los demás se tienen que alinear. Y pues… no mucho me funciona para la paz de mi vida.

Aprender a ceder, a moverse con los cambios que le tira a uno la vida, a adaptarse para salir íntegro. Porque sólo así nos mantenemos enteros. Si queremos seguir rígidos, nos rompemos y a saber si podemos regresar a lo que éramos.

Despegar

Me dan pánico las aventuras fuertes. Subirme a una montaña rusa, hacer canopy, deslizarme por un rappel. Sólo de pensarlo se me eriza la espalda y me dan ganas de hacerme una bolita. Voy todo el camino sudando frío, pensando que no lo voy a hacer, que prefiero el clavo de regresarme.

La vida entera es una constante toma de riesgos. Hasta salir a la calle implica que ya sopesamos un beneficio mayor a quedarnos encerrados, a pesar de que existe la posibilidad de resultar lastimados. Igual hacer cosas nuevas, ésas que nos llenan de mariposas el estómago de la ansiedad. Igual dejar entrar gente nueva a nuestras vidas.

Hay formas de tener una vida más controlada, claro. Y casi todas implican un permanecer estáticos. También es cierto que hay momentos oportunos para saltar a la nada. Lo esencial es tener una buena plataforma desde dónde hacerlo: una relación satisfactoria, un acerbo suficiente de conocimiento, una preparación adecuada. Pero ya con todo eso, hay que dar ese paso y tirarse, porque no hay de otra, porque la vida no se vive sin moverse, porque hay riesgos que valen la pena. Aún si nos diéramos contra el suelo, estuvimos un momento en el aire. Y toca volver a encaramarse e intentarlo de nuevo.

Así como me pasa con mis aventuras extremas: voy arrastrada, pero una vez allí, soy feliz.

Esforzarse

El niño acaba de venir de tragedia: su proyecto del sistema solar con botones fue el peor de la clase. Y pues, sí, estaba súper chereto. Pero le estuve diciendo los cuatro días seguidos que lo hiciera, que lo midiera, que dibujara las líneas, escribiera los nombres de los planetas… Prefirió jugar y el resultado fue predeciblemente mediocre.

A parte de despejar alguna duda, comprar los materiales y estar físicamente presente, nunca he ayudado a ninguno de los dos a hacer sus tareas. Yo ya pasé el colegio. Les toca a ellos hacer sus cosas. Eso nos ha traído como consecuencia que, en trabajos manuales como el de ayer, les va considerablemente peor que al resto de sus compañeros. Pero su nota es sólo suya.

Estar dispuesta como mamá a dejar que el niño sufra porque sus acciones tienen consecuencias, me cuesta. Por supuesto que no me gusta verlo en tragedia, llorando amargamente. Pero, más que consolarlo y contarle un cuento para que se ría, no hago más. No me toca.

A él le quedan dos cosas de aprendizaje: no le gusta llevar malos trabajos a la clase y entiende que no siempre es el mejor sólo por su linda cara. Y yo aprendo a simplemente estar allí para él.

Crisis y más crisis

Resulta que tengo indicios de comenzar temprano la menopausia. Cosa que no es ni buena ni mala, es un simple hecho biológico que implica algunos cambios y ya. Pero también resulta que viene encima de un montón de cambios que han pasado este año y que sólo se siente como la guinda en el pastel.

Para alguien a quien planificar le da paz, las crisis y evoluciones de los últimos doce meses me han dejado más zarandeada que gato en secadora. Así como estoy terminando de sacar cosas del estudio y volviendo a tirar aquel chunchero inservible, también estoy volviendo a descubrir tesoros que tenía guardados y a los que ahora sí les voy a dar un uso.  Pues así en mi vida, tener un poco revueltas las emociones y las circunstancias me está haciendo encontrar un nuevo punto de equilibrio, en un lugar diferente, cierto, pero no por eso menos bueno.

Tener la posibilidad de ver la vida desde un nuevo punto, nos regala un paisaje al que le encontramos bellezas que estaban ocultas por lo cotidiano. Ver a la gente que queremos como la primera vez, nos hace apreciarlas otra vez. Y sentir que todavía hacemos algo diferente, bien, renuevan las ganas de seguir con lo de siempre.

No niego estar cansada y necesitar urgentemente un descanso conmigo misma, lejos hasta de mi sombra. Pero tampoco me quejo de lo que estoy viendo va a ser el resultado de atravesar esta confusión: una nueva y mejor vista.