La vida es injusta

No. La verdad no. La vida (“Vida”, con mayúscula y contenido místico), no es nada. Es imparcial. Como el río que alimenta y destruye. Pasan cosas horrendas que no tienen nada qué ver con el mérito de las personas afectadas. Cualquier enfermedad de esas estrepitosas, accidentes, fenómenos naturales… de todo. Simplemente pasan.

La justicia y la equidad y la misericordia y todos esos valores que pareciera tenemos grabados en nuestro código existencial, sólo existen y sirven en la interacción con otras personas. Sólo puedo ser bondadoso hacia alguien. O ser cruel con alguien. Claro que podemos describir los conceptos en abstracto, para algo sirve nuestro hemisferio izquierdo del cerebro. Pero si se quedan allí, no son más que ideas.

Las personas son injustas. Y eso sí es objetable, sobre todo porque actitudes poco amables erosionan los cimientos de las relaciones personales, familiares, comunitarias, sociales, mundiales. Nuestra existencia como especie se funda sobre el consenso de lo que consideramos bueno o malo y de la falta del mismo han surgido todos los conflictos de nuestra historia. La vida es sólo lo que es. Nos toca a nosotros remediar sus carencias.

Una mente propia

Virginia Woolf quería un cuarto propio. Tan de su época y tan adelantada a ella. Sin mucho qué necesitar de verdad. Pero eso tampoco es cierto. Todos necesitamos un espacio que sea nuestro.

Los humanos somos sociables. El estar solo era morir en la prehistoria. Tanto así que registramos el rechazo como un dolor físico que tiene consecuencias graves para nuestra salud. Pero también sucede que sólo entendemos el mundo dentro de nosotros mismos. No hay nadie que nos ayude a interpretarlo. Así que somos solos y acompañados.

Necesitamos que nos agrupen. Y necesitamos una mente única. Todos nos quedamos jugando a cambiar de estado como niños que pasan saltando de un lado de la línea a otra, de la tierra al mar. Tal vez no sea un espacio físico, pero sí una forma especial de pensar. Como una mente propia.

Volver a conocerse

Cada vez que conozco gente nueva, la que me interesa por lo menos, les hago las preguntas que me parecen vitales: qué sabor de helado es su favorito, si han leído a Dumas, si les gusta Borges y si saben quién es Iñigo Montoya. Lo básico. Luego vienen las incidentales.

Estar con gente nueva permite presentar uno mismo el lado que mejor le quede. No es duplicidad, es oportunidad. Uno no es el mismo todo el tiempo ni con todo el mundo, simplemente porque así debe ser. Las mutaciones de la persona ante estímulos distintos es lo que nos permite navegar en una sociedad que también cambia. La facilidad de adaptarse es el sello de un ser verdaderamente exitoso.

Lo difícil es volver a conocer a la gente que uno ya cree conocer. La de todos los días. Se nos olvida que ellos también cambian. Damos por sentado su existencia como un cuadro que lleva mucho tiempo colgado en la pared. Nada más equivocado. No somos ornamentos estáticos. Somos caleidoscopios, siempre cambiantes. Tal vez sólo es necesario enfocar de nuevo para vernos otra vez.

Todas las cosas que no digo

Escucho con fascinación a las personas y luego escribo la historia. Es una forma de regalarles su vida con otra perspectiva. Me gusta.

Lo difícil es escoger qué no decir. Siempre hay que dejar algo fuera. No importa qué tan buena sea la frase. Si no ayuda a la narrativa, no sirve.

Igual la vida. No importa qué tan bonito se escuche algo, si no sirve, mejor no decirlo. Cualquier cosa. Sobre todo las más divertidas. Casi siempre hieren. ¿Qué vale más? La historia. Siempre la historia.

La constancia le gana al talento

Mañana, (hoy jueves que publico esto) es mi examen para segundo dan en el karate. Me ha llevado 8 años, que se escucha como mucho, pero no es nada comparado con mis compañeros que algunos llevan 50. Estoy nerviosa, aunque no preocupada. He hecho lo que estaba en mi alcance para prepararme y ahora sólo queda confiar que la memoria muscular haga lo suyo.

Yo no soy buena para el karate. Me faltaría haberlo empezado hace 40 años. Pero lo que me quedo corta en talento, lo he tratado de compensar con perseverancia. El dojo me ha visto entrenar con dolor de pie, de espalda, de cabeza, desvelada, de goma (una vez todavía borracha), con una mano rota, el pie recién operado, la niña en el intensivo, de lunes a sábado, por Zoom, en vivo… es un lugar que me llena, en donde siento que no hago bien las cosas, pero sí mejor, en donde tengo amigos con los mismos intereses y en donde siento que mi cuerpo tiene una función.

Agradezco a todos mis compañeros con quienes he entrenado, porque he aprendido de todos. Espero poder seguir entrenando así toda mi vida. Porque, aunque no soy particularmente buena, me gusta lo suficiente para continuar. Tal vez precisamente porque me cuesta es que me esfuerzo más. Ahora sólo espero que no me revienten la cara como en el último examen.

Lo nuevo sin lo viejo

Hace miles de años ya dijeron que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Campbell describe la historia de la humanidad que cuenta cuentos como una única: la del viaje del héroe. Aunque todos sentimos lo propio, las emociones se nos manifiestan de igual forma a todos en la cara. Y, aún así, aunque sea repetido, todo es nuevo.

Al momento que nos entierren, ni una sola de nuestras células será la misma con la que nacimos. Además que seremos un porcentaje desconcertante de bacterias con las que convivimos y que necesitamos hasta para ser felices. El cambio está codificado en nuestra impronta. Por eso es extraño que le tengamos tanto miedo. Tal vez perdimos nuestra capacidad de adaptarnos cuando dependimos de la primera cosecha. No por nada he leído a Diamond asegurar que la agricultura ha sido “el peor error en la historia de la humanidad”.

Viniendo de mí, a quién le centran sus rutinas, exaltar las virtudes de la apertura al cambio parece hipócrita. Pero, si algo he aprendido, es que las cosas jamás son iguales y que la vida nos cambia, no las piezas del juego, sino hasta la casa donde lo estamos jugando. El cambio es inevitable y es mejor separar lo viejo de lo nuevo, quedándonos con lo que nos permita continuar inventando otras formas de ver las mismas cosas.

A las 8 ya es mediodía

Despierto tan temprano, que la mañana se me alarga puro resorte. Y, tal cual, me revienta en la cara tipo 10am que ya sólo quiero hacer siesta.

Tenemos el privilegio de ahuyentar a la oscuridad con luces artificiales. Pero como con todo lo bueno, lo abusamos y ahora la humanidad entera padece de trastornos del sueño. No es normal decir que uno no es “morning person”, si nuestros antepasados sólo hacían su vida con el sol. Los seres humanos somos animales diurnos, pero nos detestamos y pasamos despiertos la mitad de la noche.

En días como hoy, que del sol ni un rayo y sólo hay una frazada de nubes permanente en el cielo, yo sólo quiero dormir. Tal vez mi antepasado lejano fue un pollo y no un mono.

Historias que nos quedamos

Todos tenemos un pedazo de la historia de nuestras familias. Porque la vivimos de una forma particular y nunca nos trataron igual a todos. Para los que tenemos familias con generaciones mezcladas, escuchar lo que los mayores saben es como que nos cuenten la precuela de la película.

La historia de la humanidad se cuenta de persona en persona y cada uno la mira tan lindo como quiera. Ahora tenemos accesos digitales a registros. De tantas formas. Tantas fotos, textos, grabaciones. Y ni así recopilamos todo. Porque sólo plasmamos una parte.

Yo he escrito todos los días en este espacio como un ejercicio personal. De autoconocimiento. Pero poco a poco me he dado cuenta que también les dejo a mis hijos un bosquejo de quién soy. Queda en ellos venirme a buscar o no. Y de entenderme. Que tampoco es fácil.

Era a otra hora

Lo apunté, te dije,

pero mentí, nunca apunto.

Creo que lo voy a recordar,

a ti nunca te he olvidado.

Hasta que le pasó a ese nunca

lo que sufren los siempres. Se acaban.

Tal vez no te olvidé,

sólo dejé de pensarte.

La próxima lo apunto.

O te olvido para siempre.