Me miras como un gato al canario.
Y yo me dejo atrapar.
Me miras como un gato al canario.
Y yo me dejo atrapar.
Me estoy comiendo medio aguacate. Medio. Yo quisiera uno entero. Pero la medida aceptada de aguacate por persona es medio. Y me cuestiono seriamente la capacidad de empatía del burócrata pálido y encerrado que determinó tan tajantemente que medio era suficiente.
Existen medidas «estándar» para todo. Es más. Los muebles, las alturas de las islas de cocina, el ancho de las puertas y hasta los teclados en los teléfonos se ajustan a manuales que nos reducen como humanos a expresiones numéricas «normales».
Y luego están las de conducta: cuántas horas dormir, cuántas veces comer, cuántas veces coger… Por lo menos para ser un ciudadano promedio. Cuando no existe tal cosa como el promedio. Todos somos diferentes y las únicas reglas firmes que deberíamos aceptar son ésas que nos ayudan a convivir con los demás desquiciados que nos rodean.
Pero resulta que todo el mundo sabe cómo se deben comportar los demás. Cuándo tener pareja, casarse, hijos, no separarse jamás… Como si la vida y la felicidad se obtuvieran con receta química. Ni que fuera la poción mágica del amor. Que tampoco sirve.
El promedio nos sirve de pálida referencia. Está perfecto a la hora de tomar una medicina para no envenenarnos. O de base para comenzar una rutina de ejercicios. Pero no para encuadrar toda la vida. Y menos para conformarse con medio aguacate.
Comenzamos el día haciendo un recuento de las cosas que los niños han dejado olvidadas en el colegio. Digamos que no les alcanza su mesada para pagar hasta los tenis que han perdido. Me toca hacer consciencia. Me toca no dejarlos llevar suéter que no es del uniforme. Me toca recordar que no se habla con la boca llena. Me toca exigir que no se saquen la yo entre ellos. Me toca ser la tóxica.
Aprendemos a base de repetición. Todo. Hasta a caminar. Porque podremos «saber» las cosas, pero no las sabemos hacer. ¿Han tratado de cantar? Como si uno no usara la voz todos los días. Resulta que hasta eso hay que practicar.
Los hábitos se nos vuelven nuestras realidades. No sonreír, fruncir el ceño, bajar las comisuras de la boca en una mueca de desagrado. Poco a poco nos vemos como sapos ponzoñosos. Y se nos olvida el último día en el que fuimos felices.
Tal vez por eso me esfuerzo por encontrar a los niños en el bus con una sonrisa, preguntarles al almuerzo si se la pasaron bien, tenerles comida que les guste. Aunque se me vaya la amabilidad por un caño a la primera conversación llena de pasta en la boca.
Llueve desde hace una eternidad, o sea, desde esta mañana. Del sol, ni la sombra. Tuve que sacar ropa de frío, mis vestidos y shorts viéndome con melancolía desde el clóset. No recordaba que tuviera esta blusa de manga larga, al menos no es negra. Los colores del mundo se miran como a través de un filtro en grises. No he salido de mi cuarto.
Los humanos poblamos toda la Tierra, aún los lugares más inhóspitos en donde necesitamos ropa y hogares especiales para no perecer. Parecemos una plaga necia que insiste en sobrevivir a pesar de los mejores esfuerzos de la naturaleza. ¿Nieve? Esquiamos. ¿Sol abrasador? Somos morenos. ¿Tierras desérticas? Tenemos camellos. Y así, sobrevivimos. No, es más, prosperamos.
Porque eso es nuestro llamado. Transformar lo que tenemos a nuestro alrededor y hacerlo nuestro de tal forma que nos dé sustento. Hasta una tienda de campaña la volvemos un palacio con un par de alfombras y música inventada. La imaginación nos saca de donde estamos, hasta cuando la usamos para languidecer entre la melancolía de las cosas deseadas y la nostalgia de las cosas perdidas.
Escribir que estoy apachurrada por el clima me hace hacer algo más que estarlo. Imaginar que podría estar en la playa bajo un sol que me acaricie, me saca del letargo en el que me siento metida. Y, ver la lluvia caer en esta constante húmeda, me da un día perdido para guardarlo con otros. También de ésos está hecha la vida.
Alguna vez mi papá, tratando que yo conectara una raqueta con la bola de tenis, me dijo que todo estaba en el «timing». Palabrita por lo demás sin traducción satisfactoria en el español. En el dojo, nos hablan del «kime», esa unión de movimientos en el momento preciso. O sea, «timing».
En la vida parecen haber momentos escritos para ser agarrados. El trabajo que escogimos sobre otro. El beso que robamos porque era nuestro. El viaje antes o después de una tormenta.
Allí es cuando todo camina sobre rieles, se desliza y nos da la sensación que estamos en donde debemos. Que todo está bien. A veces hasta tenemos una válvula en el estómago que nos dice si es el momento correcto o no. El problema es que no siempre funciona. Y aún menos podemos pasarnos la vida entera esperando sentir que es «el» momento. Porque, aunque parezca contradictorio, el timing sólo llega después de uno haberse preparado durante horas de práctica y de estarlo buscando sin fruto. De arreglarse uno la cabeza y los sentimientos antes de buscar a alguien con quién compartirse. De hacer una y otra vez la plana hasta que corre fácil la caligrafía.
El timing, el kime, el destino, sólo nos llega si lo forjamos. Con sudor y dolor y lágrimas. Lo bueno es que sí llega y allí podemos descansar. Un rato. Hasta el siguiente tramo. Jamás aprendí a conectar con una pelota. Pero ya casi me sale un zuki revienta-costillas. Todo es cuestión de práctica.
– ¿Cuál es tu palabra favorita?
– Todavía.
– ¿Todavía?
– Sí, para siempre.
Tengo una relación amor-odio con pintarme las uñas. Comenzando con que nunca me gusta cómo me las dejan en el salón, siguiendo con que las mantengo cortas para no arañar a los niños y para no lastimarme cuando hago karate… Me tardo mucho tiempo en ponerme todas las capas y quedarme quieta para que no se me arruinen.
Invariablemente, se me arruinan. Es inevitable toparse con algo.
Como seres que pueden pensar que existen más allá de un «mañana», nos gusta planificar. La imaginación nos permite proyectarnos y ver las cosas antes que sucedan. Preparamos los ingredientes para un pastel, invitamos personas a eventos en el futuro, queremos hacer planes de cómo sean nuestras vidas… Y rara vez las cosas resultan como las queríamos.
Nunca emprendemos algo para no poder lograrlo. Pero sí está bien que estemos preparados para que no nos salga todo como queríamos.
No se trata de cambiar de metas. Sólo de saber cómo levantarnos cuando nos caigamos. Porque eso sí es seguro. Nos vamos a caer.
Así como es seguro que me voy a arruinar las uñas recién pintadas. Por eso llevo el esmalte entre la bolsa.
Yo sí quiero que mi país cambie. No es mucho lo que puedo hacer. Pero este espacio también está de protesta.
A veces me cuesta decidirme a dormir. Como si mi cerebro no quisiera perderse de ni un minuto de consciencia. Hay tanto qué hacer, que la vida nos queda debiendo tiempo. Tal vez por eso tantas culturas creen en cosas como la reencarnación, porque parece demasiado injusto que no podamos experimentarlo todo. Todo.
En días de mucha intensidad, como que cuesta desprenderse del mundo. Está uno contagiado de un entusiasmo por lo logrado que lo suspende en un estado casi de euforia. Bajarse de allí toma voluntad. Y no siempre se tiene. Tenemos tantos químicos que nos preparan para situaciones extremas, pero rara vez los usamos en nuestras vidas modernas. Que yo sepa, quedan pocos tigres dientes de sable que nos depreden y hay muy pocas tribus que aún cazan para comer. A nosotros todo nos queda cómodo.
Nuestra descarga de adrenalina más segura es dentro de nuestros carros. Y allí ni siquiera la podemos descargar corriendo por nuestras vidas. Porque tenemos quinimil carros frente a nosotros, moviéndose al mismo paso de tortuga.
Pero, de vez en cuando, logramos tener un día especial o estamos con alguien que nos prende una llama. Y allí comienza a girar la galaxia que llevamos dentro.
Esos son los días en los que no me quiero dormir. Y, por esos días, agradezco una buena cama.
La Tierra da vueltas alrededor del sol, que a su vez da vueltas alrededor de una galaxia, que a su vez da vueltas… (Elipses, yo sé, pero da lo mismo). Giramos. Avanzamos hacia un camino lateral que nos regresa al punto de partida. O eso pareciera. Porque nunca estamos en el mismo sitio. Ni siquiera los recuerdos que visitamos en nuestras mentes son iguales cada vez. Nos hacemos la ilusión de regresar a lugares amados, pero éstos ya no existen y quién sabe si alguna vez lo hicieron como nos los imaginamos.
Uno arma la vida alrededor de rutinas que parecieran mantener un orden. Como si trazáramos el camino con un hilo sujetándonos de en medio y giráramos. Círculos perfectos y cerrados. Pero eso no es la vida. Eso lo hacen los hámsters en sus rueditas de hacer ejercicio: correr y correr y no ir a ninguna parte.
Nosotros, aunque no lo sintamos, avanzamos. Hacia lugares diferentes. Y, si no nos fijamos, podemos llegar a sitios que no nos gustan. No hay opción. Porque así es. Ningún círculo es perfecto y nunca somos los mismos.
Hay que aprender a aprovechar ese impulso que da el mismo giro y dirigir, hasta donde se puede, la dirección de la rueda que nos lleva. De repente se rompe y nos libera.