El espejo

Toqué mi dedo en el espejo. Frío. Duro.

Me miro, o eso creo, plana, lejos.

Nadie se mira como es. La luz desviada

en la superficie lisa que rebota en nuestros ojos

ya lleva muchas vidas de diferencia.

Somos los únicos que no conocemos

la curva que hace nuestro cuello

debajo de la quijada. El cabello sobre la nuca.

Me tengo que creer que soy

lo que me dicen tus ojos

cuando me sonríes.

El rompimiento

Llegar a ver cómo se derrumba la vida que uno tenía meticulosamente planificada es uno de esos eventos catastróficos. Primero es un ladrillo, luego un balcón y, cuando se asienta el polvo, sólo quedan los escombros. Y uno no sabe si volver a construir con los pedazos, largarse y dejar que otra persona recoja o todo lo contrario.

Nada es como uno se lo imagina y pocas cosas como uno las recuerda. Pretender que la vida puede trazarse sin cambios en el camino es lo más ingenuo que uno hace de joven. Y está bien, al menos un rumbo hay qué tener. Pero de allí a creer que eso va a seguir vigente el resto de los años que nos quedan, sólo causa dolor.

No me gusta el desorden y estoy limpiando lo que queda, escogiendo las mejores partes y retirando el resto. Creo que sólo voy a usar lo que vaya necesitando y, aunque tengo la idea general de qué es lo que quiero, estoy segura que hay muchas formas del cómo. Trataré de ir aprendiéndolas.

Limpiar el clóset

Tiendo a conservar ropa durante mucho tiempo. Décadas, en algunos casos. Me cuesta desprenderme de las cosas que me traen recuerdos y todo me trae recuerdos. Allí está mi blusa favorita con un par de hoyitos que olvidó convenientemente hasta que la tengo puesta. O los jeans de hace 20 años contra los que me mido.

Lo cierto es que las cosas, en sí, no valen nada más que lo que les ponemos de pátina. Y está bien, hasta donde podemos quitarlas porque ya no sirven y no sufrimos. Es lo mismo con el maquillaje y los peinados. Llega el punto que la nostalgia no nos favorece.

Tal vez saque todas esas t-shirts que no uso. O las haga trapos de cocina. Y la que tiene hoyos… seguirá guardada.

Es más fácil escribir de alguien más

Estoy segura que hay partes de mi vida interesantes que podría contar en algo escrito. No puedo. No porque me den vergüenza, aunque algunas tal vez sí deberían darme pena, sino porque no tengo la perspectiva para hacerlo. Escribir las historias que escucho de los demás sí me es fácil. Armo el rompecabezas de las piezas que se les salen a las personas sin fijarse. Mejor que cualquier entretenimiento.

Tal vez lo que me pasa es que mi vida no me parece divertida o porque estoy en medio de ella y yo misma no veo la imagen completa para ordenar las piezas que ocupan mi memoria. ¿Cómo hará esa gente que escribe sus autobiografías y lo hace bien como Agatha Christie? Tal vez la clave es poder contar las cosas cuando dejan de afectar. Pero… hago memoria y todo lo que ya no hala alguna fibra, ya no lo recuerdo y así no sé si tenga mucha gracia.

Escribir, como narrativa, es complicado para mí si tengo que dar mi versión. Por muy interesante que sea contarla.

Una noche sin dormir

En el último año he pasado varias noches sin dormir, despierta con la angustia de compañera y la impotencia agujereándome el espíritu. Anoche tampoco dormí. Y fue una noche feliz. Se quedaron los amigos de mi hijo a celebrar su cumpleaños, ocho seres humanos al borde del cambio, ninguno niño y ninguno adolescente. Cuerpos en crecimiento con risas fáciles y voces medio adultas.

No durmieron. Se la pasaron hablando, gritando, despiertos porque podían. Comieron desayuno sentados en el comedor, porque yo les dije y me hicieron caso. Es una belleza verlos en ese “casi”. Casi inocentes, casi adolescentes. Aún se les mira la dulzura en los ojos, aunque ya no huelan a bebés.

Ver crecer a mis cachorros me llena de sensación de tiempo. Del que miro cómo los transforma a ellos y del que siento atravesarme a mí.

Anoche no dormí y estuvo bien.

¿Eso querías?

Dejé de escribir tu nombre entre mis labios

solté el olor de tu piel

los recuerdos los borré frotándome los ojos

se ahogó tu voz con la música.

Llegué al final de lo común

me quedé en el borde de lo propio

deshojé las palabras que guardaba

sólo para ti

las dejé partir. El viento es codicioso.

Te dejé, sin esperarte,

sin voltear a ver atrás,

seguí tus instrucciones,

¿eso querías?

Siempre estamos al borde de algo

Hoy cumple años mi niño. Doce. Como con todo, nos gusta poner límites algo artificiales acerca de hitos de crecimiento: la adolescencia comienza a los 13, por ejemplo. Le digo «todavía eres mi niño» y se sonríe, con un barro en la barbilla y pelos asomándose entre su piel suave. Yo miro al bebé que arrullaba en un brazo mientras comía y se me traslapa con ese cachorro de elefante que ya casi es de mi tamaño.

Las líneas que nos trazamos para poder decir «la pasé» sirven para fijarnos. Muchas veces estamos tan distraídos viendo hacia delante que se nos pasa lo que tenemos al lado. Para eso celebramos cumpleaños, aniversarios, cifras importantes. Lo cierto es que siempre estamos a la orilla del próximo momento de nuestras vidas y vale la pena recordarlo en días ordinarios, que nunca lo son.

Así que, hijo mío, alguna vez que leas esto para volver a conocer a tu madre, ¡feliz cumpleaños! Eres una belleza de persona, por dentro y por fuera y te amo, desde el primer momento que supe que te llevaba dentro, hasta que ya no pueda amar más.

Las causas y las razones

Acabo de descubrir que siempre hay causas, pero no necesariamente razones. Las primeras se responden cuando se pregunta “¿cómo? o ¿cuándo?” las segundas cuando se hace la a veces inútil pregunta de “¿por qué?”. Cuando uno encuentra las causas, las razones dejan de ser importantes, porque uno puede corregir. ¿Cuándo me canso? Cuando no duermo, cuando como mal, cuando…

Me parece que aprendí una lección transformadora para mi vida. No importa por qué.

Nadie es el del espejo

Tomarme fotos es de todos los días. Con mis hijos, con los gatos, el patio con plantas nuevas, los zapatos… tengo una estúpida necesidad de documentar los días y no dejarme fuera, porque no tengo fotos de mi mamá, más que en ocasiones especiales y en ninguna de esas poses tiesas y forzadas está la mujer con quien yo reía a carcajadas.

Entonces me tomo fotos. Y pido a otros que me las tomen. Pero… no miro lo que miro en el espejo. Tengo la cara muy cuadrada y hago cara de espanto cuando sacan la cámara. O el teléfono distorsiona la imagen.

Ninguno somos a quien vemos al espejo. Porque esa imagen es estática y plana. Porque hay un filtro. Porque no podemos vernos interactuar con los demás. Debemos conformarnos con saber que lo que nosotros tenemos idea de lo que proyectamos, es una parte nada más. Así como no hay una sola persona en el mundo que nos conoce en nuestra totalidad. Es la naturaleza de nuestro carácter cambiante. Siempre es distinto y tal vez sólo tiene una esencia inmutable muy en su centro. Para eso, supongo, existe la terapia, para llegar a ese fondo.

Mientras tanto, debo aceptar que tengo la cara más cuadrada que en las selfies y que se me caen los cachetes.

No te entiendo

Muchas de las discusiones entre mis hijos y yo se deben a que no entienden por qué les pido las cosas. Lamentablemente no siempre tienen los años necesarios para hacerlo. Ni yo la paciencia para explicarme.

Frente a una posición opuesta a la de uno, vale la pena tomarse el tiempo para comprender al otro. No sólo porque cada persona tiene un punto de vista propio que puede ser igual de válido que el nuestro, sino que es imposible que alguien que no se sienta escuchado, escuche. No quiere decir ceder. Quiere decir atender.

Aunque al final los niños van a tener que hacer cosas que no entiendan por completo, mi propósito es explicarme mejor. Y comprenderlos a ellos.