Tomarme fotos es de todos los días. Con mis hijos, con los gatos, el patio con plantas nuevas, los zapatos… tengo una estúpida necesidad de documentar los días y no dejarme fuera, porque no tengo fotos de mi mamá, más que en ocasiones especiales y en ninguna de esas poses tiesas y forzadas está la mujer con quien yo reía a carcajadas.
Entonces me tomo fotos. Y pido a otros que me las tomen. Pero… no miro lo que miro en el espejo. Tengo la cara muy cuadrada y hago cara de espanto cuando sacan la cámara. O el teléfono distorsiona la imagen.
Ninguno somos a quien vemos al espejo. Porque esa imagen es estática y plana. Porque hay un filtro. Porque no podemos vernos interactuar con los demás. Debemos conformarnos con saber que lo que nosotros tenemos idea de lo que proyectamos, es una parte nada más. Así como no hay una sola persona en el mundo que nos conoce en nuestra totalidad. Es la naturaleza de nuestro carácter cambiante. Siempre es distinto y tal vez sólo tiene una esencia inmutable muy en su centro. Para eso, supongo, existe la terapia, para llegar a ese fondo.
Mientras tanto, debo aceptar que tengo la cara más cuadrada que en las selfies y que se me caen los cachetes.