volver a decidir cada 24 horas
sólo así se puede vivir
porque las fuerzas para eso alcanzan
para 24 horas
volver a decidir cada 24 horas
sólo así se puede vivir
porque las fuerzas para eso alcanzan
para 24 horas
Desde cualquier punto de vista, el de uno propio es la primera referencia. Yo no puedo ver a través de los ojos de otra persona y casi sólo puedo identificarme con lo que me cuenta, ya sea por experiencias similares, o proyectándome en lo que estoy escuchando. Y a veces allí está el meollo de todo desastre. Porque tendemos a ponerle nuestros pensamientos y a interpretar lo que nosotros queremos en los gestos y voces y palabras y miradas de los demás.
Hay que ser muy evolucionado para entender que no todo lo que hacen las personas a nuestro alrededor, incluso las más cercanas, es personal. ¿Cómo no va a ser personal si me afecta? Y tal vez tomaron decisiones que no tenían qué ver con nosotros.
Eso no exime de afrontar las consecuencias de las decisiones que se toman, ya sea tomando en cuenta a terceros o no. Aunque no somos responsables de las reacciones de los demás, tenemos que tragárnoslas cuando son provocadas por lo que hacemos.
La vida es complicada. Las interacciones humanas van cargadas de un montón de cosas que no son sólo las que están en ese momento. Y, muchas veces, tenemos que aprender a ver a través de los ojos de la persona que tenemos al lado. Sobre todo cuando queremos seguir compartiendo espacio.
Hacer maletas siempre es un ejercicio de autocontrol para mí. Quisiera llevar dos mudadas para cada día, porque no sé qué me voy a poner, o cómo va a estar el clima, o a cómo va a estar la demás gente. Ni qué decir la ropa de los niños. Tres mudadas me parecen pocas. Un amigo me acaba de contar que se va a la playa ocho días y lleva dos trajes de baño. Casi muero.
Siempre tomamos decisiones. Lo que implica escoger una cosa que nos parece mejor que otra. Comer carne o postre. Hacer ejercicio o dormir. Seguir en una relación o estar solos. Todo tiene ventajas y desventajas y sólo nosotros sabemos qué pesa más en nuestras balanzas personales.
Muchas veces las decisiones son duras, porque sacrificamos mucho de lo que queremos en lo personal por lo que nos parece mejor en su conjunto. La clave es aceptar que hay cosas que trascienden a uno mismo y encontrar satisfacción en eso. Lo bueno de escoger conscientemente es que sabemos valorar las cosas que tenemos, sobre todo cuando lo que dejamos de hacer también tenía valor.
Me gusta pensar que uno se hace el destino con cada paso que toma. Hay un rumbo que tiene el camino. Y siempre podemos cambiar la dirección. Así como siempre puedo comprar cualquier cosa que se me haya olvidado. La maleta puede llevar menos cosas.
Cuando era pequeña me encantaba hacer «mantelitos» de papel. Doblaba un cuadrado varias veces y le recortaba figuras. Para mí, quedaban lindos y los ponía por toda la casa. Dudo que mi mamá haya compartido mi entusiasmo y los adornos desaparecían misteriosamente en cuestión de horas, pero yo era feliz.
Pareciera que uno comienza la vida como una hoja de papel en blanco y la termina un poco más arrugada, manchada, agujereada y torcida que un pergamino al sol. Hablamos de corazones «rotos», de heridas del tiempo, de cicatrices en la memoria. Hay recuerdos que nos duelen, palabras que nos matan por dentro, sentimientos que nos hunden. Todo eso nos va cincelando tanto como lo dejemos, pero es innegable que nos transforma. No podemos pretender tener experiencias de vida sin dolor. Hasta para aprender a caminar hay que caerse un par de veces.
Lo que no debemos dejar de hacer es desdoblar nuestra vida para apreciar el entramado que van dejando todas esas lluvias de meteoritos. Cada nuevo color que adquirimos, cada agujero que obtenemos, cada arruga que nos dobla es un testimonio que estamos vivos y que somos complejos y que seguimos adelante.
Los agujeros dejan pasar la luz. Las manchas nos dan color. Las arrugas un borde en dónde recostarnos. Y todo, todo, nos hace hermosos en nuestra humanidad. Este año ha dejado más marcas que otros en mi vida. Se lo agradezco. Puedo decir que soy mucho más interesante. Al final, ¿quién quiere llegar a la muerte como una hoja en blanco?
Cuando mi marido cumplió 35 años, le pedí a mis suegros favor de hacerle fiesta en su casa y yo cociné (hamburguesas, quedaron ricas). El año que cumplió 40, me pasé haciendo cosas para su piñata (sí, piñata de superhéroes) nueve meses antes. Tengo la ¿mala? costumbre de no conocer grises y colores, sólo blanco y negro.
Uno nace sabiendo recibir. Eso es fácil. Parte de la inteligencia emocional es aprender a dar. Y uno da lo que le es natural.
El problema es cuando uno sólo sabe dar de una forma y eso no se recibe por parte del destinatario. Es como escribir la carta de amor más conmovedora de la historia, en un idioma que el otro no entiende.
Aprender a hablar varios idiomas emocionales es una de las claves del éxito en la vida. Si uno entiende que no a todo el mundo le gustan los masajes en los pies, pues no anda como enajenado queriendo quitarle los zapatos a todos los seres humanos que se cruzan en la vida.
Dar, de forma que agrademos. Es un aprendizaje que no siempre es intuitivo. Como en todo, nuestra referencia somos nosotros mismos y cuesta ajustar ese punto miope de vista.
Todo cambia.
La vida sigue.
Entre lo que hago, siempre cambio tiempo por actividades. Así es la vida entera, le metemos tiempo y esfuerzo a las cosas que nos interesan. Incuyendo relaciones.
Las personas que me importan, reciben mi atención.
En general, siempre «sacrificamos» algo de nosotros para obtener lo que queremos. La clave está en determinar qué vale realmente la pena.
Cuento las cosas que hago y casi siempre me terminan diciendo que me tengo que calmar. ¿En serio? ¿La gente tiene idea de cómo sería si no me entretuviera y cansara y ocupara? Si de por sí ya me cuesta acallar la mente.
Lucho constantemente contra mi natural inclinación a sentarme a observar crecer las hojas de los árboles. Si por mí fuera, dejaría que me llevaran la comida, preferiblemente a la boca, me vistieran y me trataran como gato egipcio. Pero, como al lado de ese ser huevón existe un motorcito que no para, resulta que me lleno de actividades, como si estuviera compensando.
Y así, termino cansando. Cansando a la gente a la que monto a mi barco de actividades, a la que embauco con hacerme caso de mis horarios descabellados, a la que tiene que vivir conmigo. Porque nunca es suficiente. Si corro dos kilómetros, la vez siguiente tengo que poder correr cuatro. Si hago tres veces karate, tengo que poder hacer cinco. Si horneo una docena de galletas, aprovecho y hago cien. Docenas.
Nunca es suficiente. No sé si eso me ayude a vivir más cosas en la vida, o simplemente a gastármela más rápido.
Alguna vez, me gustaría no tener ese impulso. Y no hacer nada. Pero no hacer nada como nadie jamás en el mundo lo ha hecho. Obvio el problema.
Todos los años hago algo para regalar en Navidad. Desde jalea de tocino, hasta chocolate para beber en cubos, y por supuesto galletas. Muuuuchas galletas. Tantas galletas. Este año decidí hacer caramelos. Con una receta que jamás había probado.
No se puede pasar por la vida haciendo siempre lo mismo. Primero porque qué aburridísimo. Segundo, porque siempre se puede descubrir que algo diferente nos gusta. Y por último, porque sí.
Nosotros no somos los mismos, me atraevería a decir, semana con semana. ¿Por qué insistimos en seguir iguales? Nos peinamos como cuando éramos adolescentes, comemos siempre la misma comida, vamos a los lugares conocidos. ¿Y el resto de la vida? La vida no nos alcanza para probarlo todo.
Seguro van a haber cosas que nos queden mal, que no nos gusten. Muchas veces vamos a cometer errores. Y, aunque nada es irreversible, todo se puede superar. El miedo a no sentir dolor jamás nos paraliza y nos lleva a que, de todas formas, nos duela habernos quedado atrás.
Los caramelos fueron un fracaso. Jamás se endurecieron. Estaban deliciosos, pero hubiera tenido que reunir a mis amigos alrededor de la bandeja con una cuchara cada uno para que los pudieran probar.
Ni modo. Mañana haré galletas. Tantas galletas.
Hace tres o cuatro Navidades teníamos un hámster. Era hermoso y yo le daba mazapán y lo puse obeso. Tuve suerte de no matarlo de un infarto. Esos animalitos necesitan constante movimiento y por eso se les pone una ruedita en la que se montan y corren sin llegar a ninguna parte.
Algo así me pasa con todos los pensamientos negativos que rondan en mi mente. Me engancho con una cosa y le doy vueltas y vueltas y vueltas. Soy tan masoquista que hasta pareciera que me premiara cada vez que regreso a urgar algo que sé que me hace daño.
La voz interna con la que nos hablamos tiene mucho qué ver con cómo nos exigían de pequeños. Yo tenía papás muy estrictos para quienes las cosas simplemente bien hechas no eran suficientes, tenían qué ser excepcionales, porque su hija era excepcional. Es un fardo pesadísimo de llevar. A cualquier edad.
Ahora tengo como mil hámsters que se encargan de hacer girar la ruedita de mis inseguridades una y otra vez. Mi propósito firme para mi vida es dejar de alimentarlos.