El café no estaba frío

Pedí un café con leche

Llegó tibio, peor que frío

Los casis son peor que un fin

Nos dejan insatisfechos, buscando algo más

Que no nos llega, pero que podemos ver

Así se han destruido amores,

Perdido barcos, olvidado fortunas

La piel que casi deseamos

Los ojos que casi nos hechizan

Los te amos que casi decimos

Nos dejan el sabor del café

Casi caliente. Casi.

La siguiente vez, lo pido sin leche.

Las noches son para

Hubiera contestado que para dormir hace tres meses, pero últimamente no me han servido para eso. Los días sí, y no me son suficientes.

Me gusta hacer las cosas cuando tocan. Por eso tengo horas para comer. Para entrenar, para escribir. Soy poco flexible y eso me está matando.

Un amigo me dijo que tengo que soltar lo malo. ¿Por qué uno se lo queda? Somos acumuladores que no queremos dejar nada ir, ni lo que nos lastima.

Así que debo aprender a dormir cuando pueda. Poco a poco regresarán las noches a tener su propósito.

Que las cosas vengan a mí

Quisiera no tener que salir jamás a hacer mandados. Los detesto. Pero no me gusta pedir cosas del súper a domicilio, porque prefiero ver qué necesito. Entonces me quedo en ese estado intermedio de odiar lo que hago, pero preferirlo a cualquier otra alternativa. No sirve, yo sé, para bajarme la ansiedad mediana con la que se convive en una ciudad llena de tráfico.

Así que me hago favores como ir muy temprano, cuando aún están llenando los anaqueles. Igual con el banco, igual con las instrucciones por correo. Todo se puede hacer desde mi casa. Preferiblemente en un lugar pequeño en el que me gusta trabajar.

Lastimosamente no. No todo. Hay que salir al mundo, compartirse, probar ver el sol. Y así me tienen recorriendo los pasillos llenos de gente que se queda parada con la carreta a la mitad, porque todos vamos pensando en lo propio. Es un lugar en el que se aglomera la gente, pero no socializa.

Tal vez en un futuro sí vendrán las cosas a mí y yo sólo saldré por personas.

Eso ya lo escuché

Las historias más viejas del mundo son las que más se repiten. Ya sea gustos por colores en familias, adicciones lamentables que se pasan de generación en generación, hasta las grandes sagas humanas de emociones que escuchamos y leemos en todas las culturas del mundo.

Estamos condenados o bendecidos a repetir las cosas importantes, tanto en nuestros ciclos como en sociedad. Sólo así podemos volver a enamorarnos. Si no, no habrían poemas que cuentan todo de nuevo, de forma nueva. Tal vez es por eso regresamos a escribir y a leer y ver cosas que ya conocemos, porque nos las presentan de forma diferente.

Ver crecer a los hijos nos da la oportunidad de volver a ver de nuevo el mundo como por primera vez, aún cuando ya conocemos a dónde van. Es el privilegio de haber pasado ya por allí. Y la responsabilidad de no arruinarles la sorpresa.

Hoy cumpliría 92 años mi papá

Y, pues, no creo que hubiera llegado a esa edad de todas formas.

Lo vi llegar a ponerse viejo sin estarlo realmente. No lo conocí. Creo que uno no conoce nunca a sus papás. No llegamos a ser adultos juntos, a compartir experiencias, a tener puntos en común. Entre padres e hijos puede haber amor incondicional, es más, creo que es en la única relación en la que lo hay, pero nunca amistad. Uno escoge a los amigos por esa sensación de paridad y camaradería. No se puede ser compinche de alguien que ejerce autoridad sobre uno. Tampoco se puede ser padre de alguien con quien debería uno ser compadre.

Los que ya no tenemos vivos a nuestros padres, vamos descubriendo en dónde se aprende de muchas cosas y comprende algunas de las actitudes que tuvieron con uno, sin el beneficio de corroborarlo con ellos. He visto cómo maduran las relaciones entre ambos con mis conocidos y es un regalo extraño. La vida permite a los hijos cuidar de los padres y hay un cambio de peso de responsabilidad, un sube-y-baja que nos pone en la posición contraria siempre, con muy breves instantes de equilibrio.

Hace poco escribí un relato acerca de mi padre que no salió fácil, pero que me ayudó a revisitar algunos aspectos de nuestra relación. Como no está él, he decidido que puedo moldear mis recuerdos a mi mejor conveniencia y hacerlos más felices para mí.

Tal vez así también se quiere incondicionalmente.

En un olvido

Encuentro la fecha del día después

Como cuando está el lápiz que uno buscaba en la mano

Me salté de lunes a miércoles, repitiendo un día en medio

Para no fijarme en la fecha. Supongo.

Pero el tiempo no retrocede para enmendar olvidos.

Ya hoy son dos días después y me alejo del aniversario.

O me acerco al siguiente. Siempre hay un siguiente.

Lamento haberme olvidado de tu muerte. No te he olvidado a ti.

El otro año no me salto el día.

¡Gané!!

Bueno, no. Llegué de finalista en un concurso de relatos cortos en España. Recibir ese correo me llenó de energía eléctrica todo el cuerpo y fui lo más feliz que he estado en por lo menos dos meses.

Escribir me ha salvado de mí misma, me ha regresado a estar con mis papás y sanar lo que quedó sin resolver. Me ha dado lugar para sentir cosas que no me suceden y para articular mis propias emociones.

Yo sí escribo para que me lean. Que me digan que lo hago bien no es algo menor, para mí, que de esto quisiera vivir. Ese relato ha sido el más difícil de poner en papel, por personal. Supongo que todo lo que nos cuesta sacar, puede tener una forma bella.

Lo cierto es que estoy feliz. Y se los quería contar.

Ahora le pongo cebolla a los frijoles

A mi papá le daba alergia la cebolla. Al menos eso decía. El vegetal estaba exilado de mi casa de forma absoluta. Crecí oliendo las cebolla frita de la vecindad, justo antes de poner los frijoles y siempre quise llegar con mi plato.

Hay cosas de otras casas que se nos antojan. Los juguetes de los amigos que son iguales que los nuestros pero que están en otros cuartos. La comida, el sofá, la tele. Tal vez de pequeños sabemos que la casa de nuestros papás, aunque nuestra, no la hicimos a nuestro gusto y queremos cosas distintas.

Recuerdo haber detestado la profusión de adornitos que sólo servían para acumular polvo. La cocina pequeña. La falta de cebolla. Me gustaba mucho más, aún me hace falta tener casa de mis papás a dónde regresar. Pero soy feliz teniendo una propia. Y le frío cebolla a los frijoles.

Se me olvidó publicar

Porque supongo que más de cuatro años haciendo lo mismo todos los días no ha sido suficiente para instaurar la costumbre, que más que eso debería ser necesidad. Me senté a escribir la entrada ayer, tranquila con un vasito de ron con soda de mandarina y me quedó bien, al menos me salió algo y ahora que me senté a escribir para mañana, me di cuenta que no la publiqué. Siempre lo hago a las 5:30a.m., porque a esa hora tengo casi siempre un momento de respiro y puedo apachar «enviar», en mis redes. Quién sabe. Ya lo publiqué.

Escribir se me ha convertido en un momento de terapia. La pantalla me rebota las ideas de regreso y las puedo ver en todo su ridículo esplendor. Es como uno de esos espejos que aumenta hasta la última de las arrugas, pero que sirve para quitarse los pelitos de las cejas sin quedar con un agujero. La precisión de ponerme en palabras y poder leerme me ha ayudado a darle un cause a las cosas que me pasan, a los sentimientos que me envuelven y a las ideas que a veces no son tan malas. Es un testigo de mi vida interior, por mucho que no cuente intimidades, porque son innecesarias.

Publicar es una decisión de compromiso. Conmigo. De mantener alguna coherencia en mi vida aún cuando está fuera del camino que me gustaba. Las palabras, el lenguaje, tiene como primordial causa el comunicar y para eso se necesitan dos personas. Cuando escribo quiero que me lean, aunque sólo sea yo misma al regresar unos días más tarde.

Hoy no lo hice a la hora acostumbrada, aunque sí lo hice de todas formas. Espero no olvidarlo mañana.

A las cuatro se regresa a casa

No importa el uso horario en el que me encuentre (y ahora que escribo, no sé si es con h o no eso del uso, pero no lo voy a buscar), las cuatro de la tarde es hora de irme de donde esté. A mi casa. Al lugar donde no hay gente que no sea mía, que no huela a mi comida, en donde no pueda encontrar mis libros. Allí está el vino que quiero tomar, la soledad que me rodea en cualquier esquina y los gatos que me persiguen.

A las cuatro de la tarde, agarro el reloj y lo señalo como si fuera un mandato. Ya es hora. Me ha pasado en museos al otro lado del mundo, cuando las cuatro de la tarde son las ocho de la mañana en el lugar en donde está mi casa. Quiero irme de donde sea que esté. Hay un imperativo de huída hacia lo familiar, no lejos de lo que conozco. Tal vez mi barrilete no tiene una cuerda tan larga y quiero siempre volver a las manos que me aseguran.

Quisiera que mis hijos no tuvieran una alarma interior que les diga que ya tienen que irse, no importa cómo se sientan. Quisiera que ellos decidieran quedarse volando, no ser barriletes, ser aves sin cuerdas, dueños del viento. Yo tengo los pies muy enraizados y me gustan mis espacios. A ellos les quiero dar el mundo entero. Y que no quieran regresar necesariamente a las cuatro de la tarde, pero sí alguna vez.