Y, pues, no creo que hubiera llegado a esa edad de todas formas.
Lo vi llegar a ponerse viejo sin estarlo realmente. No lo conocí. Creo que uno no conoce nunca a sus papás. No llegamos a ser adultos juntos, a compartir experiencias, a tener puntos en común. Entre padres e hijos puede haber amor incondicional, es más, creo que es en la única relación en la que lo hay, pero nunca amistad. Uno escoge a los amigos por esa sensación de paridad y camaradería. No se puede ser compinche de alguien que ejerce autoridad sobre uno. Tampoco se puede ser padre de alguien con quien debería uno ser compadre.
Los que ya no tenemos vivos a nuestros padres, vamos descubriendo en dónde se aprende de muchas cosas y comprende algunas de las actitudes que tuvieron con uno, sin el beneficio de corroborarlo con ellos. He visto cómo maduran las relaciones entre ambos con mis conocidos y es un regalo extraño. La vida permite a los hijos cuidar de los padres y hay un cambio de peso de responsabilidad, un sube-y-baja que nos pone en la posición contraria siempre, con muy breves instantes de equilibrio.
Hace poco escribí un relato acerca de mi padre que no salió fácil, pero que me ayudó a revisitar algunos aspectos de nuestra relación. Como no está él, he decidido que puedo moldear mis recuerdos a mi mejor conveniencia y hacerlos más felices para mí.
Tal vez así también se quiere incondicionalmente.