Promover

«¿Hoy no tienen clase de yoga? ¿No tienen quién se las dé? Tenga, éste es el user de una amiga que da clases buenísimas.» «¿Ya probaste las donas de XX?» «¡Conseguí el mejor shampoo!» Y así. Fantástica para promocionar a otra gente, jamás me he podido vender (en buen sentido), ni las pocas cosas que he intentado hacer de negocio.

Crecí en una familia de gente «bien venida a menos», lo cual es simplemente otra forma de decir que éramos pobres con ínfulas. Nosotros no éramos comerciantes, ¡uy no! Cosa más ridícula.

Todos en la vida necesitamos vendernos de alguna forma. Si queremos pareja, hay que enseñar los atributos que podemos ofrecer. Si queremos convencer a alguien, nos tiene que comprar la idea que estamos transmitiendo. No digamos conseguir un puesto. Siempre estamos proyectando lo que queremos enseñar, lo sepamos o no. Y eso que ponemos allá afuera determina quién se nos acerca y con cuáles intenciones.

Tal vez yo no sirva para vender cosas que yo hago, pero seguro soy la mejor promotora de las cosas que me gustan de otros. A lo mejor tendría un futuro en relaciones públicas. El problema es cómo consigo clientes.

La bendita condicionalidad

Supongo que todos, sin depender de nuestras convicciones religiosas, hemos escuchado alguna vez el pasaje del amor en el que dice cómo es. Que si es servicial, que si todo lo aguanta. Que si es paciente, no se enoja, todo lo puede. Que si es más fuerte que cualquier otra cosa.

Los griegos distinguían entre el «eros» y el «agape». El primero describe ese sentimiento que existe entre una pareja, que podríamos describir como pasión. El segundo es ese ideal de fraternidad en el que debemos vivir como humanos. «Quiere a tu prójimo como a ti mismo.» «Trata a los demás como te gustara que te trataran.»

Las relaciones interpersonales, esas que son uno-a-uno, necesariamente tienen condiciones y límites. Es parte de establecer una buena convivencia, de mantener el respeto, de conservar la admiración. Pretender que alguien al que maltratan tiene que seguir amando al otro, porque «el amor nunca pasará», no sólo es ingenuo, sino injusto. Pero, lo que no se puede perder jamás es el amor general por la humanidad. Por ese amor uno tiene hijos y los cría para ser personas de bien. Por ese amor uno se mejora a sí mismo. Por ese amor hay avances e inventos y progreso. Si perdemos ese amor, mejor nos retiramos de la sociedad. Apaga y vámonos.

Yo no amo incondicionalmente ni a mis hijos. Los amo precisamente por eso, porque son hijos míos, esa es la condición.

Lento

Este año se me está pasando lento

como aletargado, amodorrado, arrastrado.

Un día le pide permiso al otro para amanecer.

Tal vez no quiero que terminen mis treintas.

Tal vez he saturado mi vida de mil cosas.

Tal vez se me está multiplicando.

Pero ya casi es junio.

Tal vez, después de todo, no va tan lento.

Mi cansansio

Tengo un amigo médico que turna y va al karate (sí, tú LP). Frecuentemente se mira cansado, como es obvio y lógico. Hace poco le comenté que yo me sentía cansada y creo que por poco me lanza por las gradas. Y, es cierto, yo no paso noches en vela en un hospital.

Mi mamá decía que «mi catarro siempre es más fuerte que el tuyo». Y es que no tenemos forma objetiva de medirlos y ponerlos en una escala. Es como el dolor. Si te duele, pues te duele. ¿Cómo saber si te duele más o menos que a mí?

Parte de la inteligencia emocional (una buena parte), estriba en la capacidad de sentir algún tipo de camaradería con los sentimientos de los demás. A eso se le dice empatía. Pero, para poder tenerla, yo creo que debemos agregarle la imaginación y el respeto.

La primera sirve para proyectarnos a una situación que tal vez nos es ajena y que seguro no hemos pasado de igual forma que otra persona, porque cada quien vive sus experiencias de forma única. Lo segundo es primordial para darle el espacio de sentirse como se le dé la gana, sin juzgar su reacción desde nuestro propio lugar. ¿Por qué va a tener que sentirse igual que yo en circunstancias similares?

La imaginación la tengo. El respeto… Me cuesta más, sobre todo cuando pretendo que mis hijos se sientan y actúen como yo quiero, porque así lo quiero. Y, LP, si de hacer cuentas de cansancio se trata, mi hijo tiene 8 años. Eso equivale a estar de turno 24/7/365 desde hace 8 años, por 2 desde hace 5.

Organizada/Ordenada/Metódica

En la mañana, me tengo que poner las cosas en el mismo orden siempre, si no se me olvida más de algo. Cuando hago el maletín para la nata, siempre tengo que meter la ropa de la misma forma, porque suelo dejar algo. Hace un par de años fue el brassiere.

El orden obsesivo, ese que exige tenerlo todo formado y clasificado y medido, no es para mí. Lo mío es lo metódico, porque tengo el alma desordenada. O saco todos los ingredientes para las recetas antes de empezar, o no hago nada. Eso de toparme con que no tengo azúcar a media batida me puede enfermar.

La organización ayuda a promover la inventiva: permite liberar la mente de la necesidad de fijarse en detalles. Da espacio para no perder tiempo. Pero, si la organización se vuelve más importante que el producto, allí muere la inventiva. Por el otro lado, una pila de desorden es veneno para la sanidad mental. ¿Cómo poder pensar en medio de un chiquero?

Aunque mi tendencia siempre es a los extremos, procuro mantenerme en un «sano» intermedio: ni bomba atómica en mi casa, ni la ropa medida para colgarla. Pero ese puesto al filo me es difícil. El viernes pasado, sacando la ropa después del sauna, estaba muy feliz porque había llevado falda (tenía que hacer un par de mandados). Con satisfacción saqué el brassiere, ése ya no se me olvida. Blusa y zapatos después, me di cuenta que no llevaba calzón…

(Re)Conocerse

Verse a un espejo no es lo mismo que verse en una foto. En el espejo uno está en movimiento, la foto está estática. La vida es una mezcla de momentos fluidos y ratos en reposo. Tal vez por eso me está costando encontrarme de nuevo cuando me busco. La vida se me está pasando muy rápido y no he tenido tiempo de hacerme una foto.

Cambiar es estar vivo, pero hay que tener uno un poco de idea de para dónde va. Saberse uno a veces implica sacarse de los lugares en donde uno se ha escondido. Hay cosas que uno no se acuerda, o convenientemente ha olvidado que le gustaba. Tal vez de pequeño uno cantaba y los papás le dijeron que de eso no iba uno a vivir. O dibujaba bien y alguien se burló de nuestro trabajo. O nos daba vergüenza confesar que uno sí era sensible.

La personalidad, esa que nos da nuestra auto-imagen, como la que tenía la mara en The Matrix cuando los metían al programa, está formada de pedazos inamovibles y formas sin paz. A veces me acuerdo que me gustaba contar chistes y ahora ya no me sé ni uno. Mi marido me cantineó sacándome a comer sushi y ahora ya no lo puede ni oler.

La cuestión ahora no es sólo volverme a conocer. Es gustarme de nuevo. Tal vez voy a pedir que me tomen fotos.

Mentes alteradas

Hay pocas cosas que me dan tanta ansiedad como la pérdida de control. Hasta cuando decido delegar, lo hago sintiendo que tengo el control de dejarlo ir. Eso implica también el uso de sustancias que cambian las conexiones del cerebro.

He escuchado varias veces una historia sobre los Beatles: la primera vez que les ofrecieron drogas, les dijeron que sus cerebros nunca iban a ser iguales. John no lo pensó dos veces, Paul fue el último en convencerse.

Más allá de usar algún psicotrópico, todos deberíamos tener la disposición de cambiar la forma en la que pensamos, darle un vistazo a las cosas desde un ángulo diferente, comparar experiencias contra datos inusuales. Los cerebros se nos atrofian cuando usamos siempre la misma calle para pensar. Obvio que es más cómodo, pero estamos matando el resto de vías.

Las soluciones más geniales casi siempre vienen cuando expandimos nuestras mentes. Yo no necesito de ayudas químicas para hacerlo, pero sí requiero de un «dejarme ir» que aún me cuesta.

La juventud me espera cada día que acepto experimentar nuevas ideas. Y, más que perder el control, me da pánico envejecer.

El peso del recuerdo

Mañana sábado se cumplen 10 años de muerto mi papá. No sé cómo sentirme. De verdad. Con mi mamá el sentimiento de pérdida está clarísimo. Con mi papá… No tanto. Chingaba demasiado. Era ofensivo. Pocas veces escuché algo cariñoso salirle de la boca y, en esas raras ocasiones, era como que se le escapaba. Como hombre tenía muchísimas cualidades, que he aprendido a encontrar y fomentar en mí: era perseverante, honrado, directo, trabajador, responsable, perspicaz. Pero, como papá, tenía muchísimas carencias, probablemente derivadas de haber perdido al suyo a los seis años. (Aunque, de lo que me han contado, tampoco fue mucho lo que perdió, mi abuelo era un zángano.)

Nunca logramos un acercamiento de película, de esos en los que se borran todas las heridas y el papá le deja claro a la hija lo mucho que la quiere y lo orgulloso que está de ella. Creo que hasta su muerte, mi papá consideró que había desperdiciado mi vida estudiando derecho y no una matemática pura (inserte gif de vómito aquí, por favor). Me hubiera gustado tener una mejor relación con él, por supuesto. Escuchar sus historias de patojo, entender esa infancia truncada que lo (de)formó en el hombre duro que comenzó a tener hijas a los 19 años y terminó con 6 en 9 años primero y una 18 años después. Aunque era fuente de martirio en la casa, hasta hubiera encontrado simpático escuchar sus puterías, que eran muchas.

Me veo los mechones rubios y sé que soy parte suyo. Siento mis arranques de cólera y lo encuentro por allí. Y me levanto a perseverar en todo lo que quiero y lo tengo a mi lado.

El recuerdo de mi mamá es un vacío. El de mi papá es como un peso de lo que no quiero ser, de lo que no entiendo, de lo que tengo que apreciar. La historia de mi familia paterna es una maraña de «casis» que pocos lograron superar.

Diez años después, necesito dejar esa maleta por algún lado. Lo que yo cargo ya debe ser completamente mío. Y Dios me guarde de pasárselo a mis hijos.

El ¿valor? de la nostalgia

Compramos la 7a película de Star Wars «The Force Awakens» y la vimos y la podríamos volver a ver muchas veces más. No engaño a nadie. Seguro la vamos a ver muchísimas veces más. También regresamos a las tres primeras (4, 5 y 6), pero vemos mucho menos las siguientes (1, 2 y 3). De alguna forma, no sólo son malas, sino que me dejan insatisfecha.

Desde los antiguos griegos hemos escuchado lo de «Todo tiempo pasado fue mejor». Que si ahora el NBA ya no tiene jugadores impresionantes, que si en la NFL ya no se juega con la misma intensidad, que si antes las películas sí tenían sentido, que si antes podíamos salir a pasear, que si antes… Cualquier cosa. Pero la nostalgia es un veneno sutil que nos amarga el presente por estar añorando cosas pasadas que probablemente ni sucedieron como nos acordamos de ellas. Esa magdalena que hacía mi mamá, la puedo reproducir yo porque tengo la exacta misma receta, pero no me sabe igual. Porque lo que yo me acuerdo del sabor está atado a lo que estaba sucediendo a mi alrededor en ese momento y todos los buenos sentimientos y emociones que pasaban.

La humanidad, como tal, va aumentando su expectativa de vida, tiene más acceso a información, está más cómoda y conoce mejores medicinas que hace apenas cincuenta años. Y los avances continúan. Tal vez podemos hablar de un pasado personal mejor, como la persona que pierde seres queridos de forma trágica, pero, como grupo, es difícil asegurar que estamos peor que antes.

Por eso, escuché en un podcast, es que nos caen tan mal los «prequels» de Star Wars. Desde el Capítulo IV tenemos la noción que cuando estaba la República y los Jedis, todo era bueno. Que el Imperio Malvado es lo que vino a arruinar todo. Y luego vemos que no es cierto, que también estaban mal durante la República. ¡Qué bueno que se vienen nuevos capítulos, hacia el futuro! Prefiero avanzar.

La inercia

Ya hace unos años me caí estrepitosamente en un parqueo. Al aire libre. Frente a una calle muy transitada. Yo iba en vestido. Digamos que no fue uno de mis mejores momentos. Ni siquiera pude quitar la cara del todo y sí me bajé a saludar al asfalto. Lo más dañado fue mi orgullo, obvio.

Sentir que nos precipitamos con aviada hacia un fin inevitable es una sensación muy fea. Dejamos el control, vemos venir el trancazo, nos duele antes que suceda. La inercia es una de esas fuerzas físicas que son inmutables y que, curiosamente, también se aplican a la vida emocional. Le encaramamos tanto al carrito que lleva el rumbo de nuestras vidas, que nos cuesta muchísimo cambiarle la dirección. Y la velocidad sólo aumenta.

Durante la vida hay señales, momentos clave que sirven, ya sea para hacer desvíos pequeños que repercuten inmensamente en nuestro destino, o para parar por completo y retomar un camino completamente diferente. Pero, para hacer esos cambios, hay que estar muy atentos a lo que nos está sucediendo en el momento de ahora y lo que nos va a pasar si seguimos por donde vamos. Eso de cambiarnos de carril a último momento pasándonos casi que por encima de tres filas de carro porque no nos acordábamos que por allí quedaba la salida, sólo es otra forma de dejar la carita en el asfalto.

Es cierto que no todo se puede prever, pero hay cosas que son más claras que un vaso de agua. Como el hecho que iba a dejar media nariz en el suelo cuando no me fijé que había un tope en dónde tropezarme.