Hay momentos de mi día que me da pena que alguien sepa que existen. Me parecen casi vergonzosos y no se los cuento a nadie. Los disfruto como un vicioso que debe esconderse para llenar su cuota, como el infiel que busca a su amante, como el niño que se come un dulce robado. Esos cinco minutos extra que paso bajo la ducha, porque está rica. Los 30 minutos que tomo a media mañana para meditar (y hacer una siesta). Una ida de perdida al salón. El masaje de la semana que me pide a gritos el cuerpo agotado por tanto ejercicio. Cualquier momento que me lo dedique a mí, para hacerme algo o no hacer nada, siento que se lo estoy robando a alguien. Tal vez es consecuencia de diez años de un trabajo extremadamente demandante. O simplemente se debe a algún sentido pervertido del deber.
De alguna forma, he equiparado el volverme «adulta» con olvidarme que yo también debo preocuparme de mí misma. Tal vez es consecuencia de lo que hago todos los días, en los que me siento responsable de dos niños, tres gatos, un hámster, una casa y un marido (que dice que tiene 8 años, cumplidos varias veces). Mi vida se puede resumir en que tomo decisiones y no hay una forma concreta de medir mi productividad, porque nadie me da un sueldo por hacerlo. Y, a falta de convertirme en una Martha Stewart a la Tortrix, tampoco es que esté forrando mis propios muebles, ni cultivando mis propias hortalizas de forma orgánica, ni haciéndole la ropa a mis hijos… ¿Cómo medir el resultado de lo que hago todos los días?
No sé. Sí estoy segura que, cuando me dedico un poco de tiempo para mí, hago todo el resto de cosas de mejor modo. Y tal vez allí está la justificación que mi consciencia necesita.