Cosas Ajenas

Vivo en la casa de mis papás, cocino con las ollas de mi mamá, coso con las máquinas, telas, hilos, encajes y patrones que ella dejó. La mitad de los trastos son más viejos que yo. De adorno, encuentro regados los instrumentos de ingeniería de mi papá, sus diplomas y medallas. Dos retratos antiguos sobre latón de antepasados (a quienes, con cariño irónico llamaba mi mamá las «cacatúas») presiden una pared. Pienso en esas cosas en función de «eran de mi xx». Todavía no las habito. Todavía me atan.
Porque, mientras no sean mías, no puedo disponer de ellas, como si a mi mamá muerta de hace más de ocho años le importara un ápice que yo use sus cosas o no. Me cuesta pensar en «desperdiciar» un centímetro del encaje español que guardaba ella, porque le costó mucho conseguirlo, porque lo apreciaba, porque es de ella. Y como lo hacía ella, le he cosido vestidos a mi niña (un poco torcidos), porque eso hubiera hecho mi mamá. Les confieso con mucho cargo de conciencia, que no me gusta. Lo hago, porque de todo hay que saber hacer, pero no me encanta. Y siento que la traiciono.
Literalmente hay docenas de plumas fuente guardadas en sus cajas, porque eran de un hombre que odiaba que le quitaran ni un pedazo de tape. Prefería comprarte una caja de rollos antes de darte del suyo. Me hace imposible usar sus cosas.
Y siguen siendo, entonces, «suyas». El peso de la presencia de objetos de los cuales no puedo disponer es grande y me cuesta quitármelo de encima. Porque yo no tengo nada pegado y si me dicen que algo mío le gusta a alguien, es muy probable que lo regale, porque para esos son las cosas, para compartirlas.
Necesito liberarme del sentimiento de atadura y encontrar la felicidad de repetir tradiciones que sirvan de puentes, no de amarras. En el momento que me apropie de lo que hay a mi alrededor, encontraré mi libertad, no para deshacerme de las cosas, sino para dejar ir al resto de fantasmas que todavía rondan por estos lugares.

El Precio de la Belleza

Ese día no me desperté imaginando que me fuera a tener que empelotar tres veces ante extraños, dos de los cuales me manosearon. Según yo, la cita donde el doctor se iba a desarrollar como una plática entre gente civilizada: «¿Qué tenés?» Yo: «Me duele la cintura desde hace dos meses, pero ahora sí ya no la aguanto.» Él: «¿Has estado estresada?» Yo: «Sí.» Él: «Está bien. Tómate/Inyéctate/Inhala esto y vas a estar mejor.»
Ah, pero no. Allí estaba yo, más destapada de lo que me siento cómoda, caminando de un lado al otro de la clínica, porque tenía que ver qué onda con mi espalda. Y después, la radiografía, donde no pueden ponerle a uno una mujer que lo acomode, me tocó un patojo. Y por último el utrasonido, menos mal esta vez sí una doctora. ¿Todo para qué? Para que, al final de cuentas, resulte que tengo una curvatura especial al final de mi columna, que hace que en momentos de tensión presione ciertos discos. ¿Tratamiento? Ejercicio.
Alagranmellevantodaslasmadresdelosdiputadosypolíticosdelpaís. Y me acarrean de regreso.
«El precio de la belleza» me dijo el doctor. Resulta que esa curvatura hace que las caderas se vean mejor, pero chingan la existencia. Ni modo, no es algo voluntario, pero sí es algo con lo que hay que lidiar.
Así pasa uno por la vida, pagando el precio de lo que tiene. Y de lo que no tiene también. Porque a veces son por cosas involuntarias: que si uno es alto, que si uno es bajo, que si tiene el pelo rubio, negro, café, verde… Otras, es por la pura gana de meternos a lo que queremos: si escogemos una carrera, nos aguantamos las clases que no nos gustan. Si queremos estar delgados, nos tragamos el no poder tragarnos el pedazo de pastel.  Lo que uno paga por estar con una persona, es renunciar a la posibilidad de estar con otras.
Y, aunque no se puede escoger todo en esta vida, sí se puede tomar una decisión de qué vale más. Bien podría acostarme a lamentar mi destino y volverme una inútil, porque en serio me duele. Pero quiero cargar nietos y jugar con ellos. Po eso los dejo, porque, encima del Insanity, el karate y el yoga, tengo que ver qué más hago.

La Emoción Lógica

Por la edad que tengo, los cuentos de hadas, princesas rescatadas, amores a primera vista, bodas que terminan en un «y fueron felices para siempre» y demás fantasías torcidas fueron lo que le dio alguna forma a mi idea del amor. Luego crece uno y resulta que eso no existe. Claro que te puede gustar alguien desde que lo miras, pero eso no es amor, es calentura. Y está bien, nada tiene de malo que haya química, al contrario. El problema viene cuando se confunde la campanita que suena por lugares inmencionables con amor.
Para los que, además, nos enamoramos con el cerebro, toda la historia esa del amor ciego y estúpido es traumatizante, porque no nos podemos sentir así. Como ejemplo, la «mejor historia de amor del mundo»:  Romeo y Julieta. 1. Romeo venía de llorar cual buen adolescente porque una chava no le había hecho caso. 2. Conoce a Julieta cuando se cuela en una fiesta y se enamora inmediatamente de ella. 3. Par de ishtos calientes, se casan como a las 3 horas de verse por primera vez para poder cuchiplanchar sin remordimientos. 4. En vez de decir que ya se casaron, el Romeo se echa al primo de Julieta y tiene que huir. 5. Por último, no se les ocurre mandar una pinche notita diciendo que Julieta va a hacerse la muerta, el mula de Romeo mira lo que cree que es su cadáver y se mata, la chava se despierta y se mata también.
Par. De. Estúpidos.
¿Para cuándo una historia de amor en donde un par de buenos amigos, que se gustan muchísimo, encuentran que lo tienen todo en común, se sientan a diseñar cómo quieren su familia, tienen excelentes noches (y mañanas y medios días, lo que se pueda), se respetan y sea admiran y se aman?
Si sacamos la lógica fuera de la ecuación de una relación y sólo se deja la «emoción», estamos condenados a fracasar. Tampoco sirve al revés, porque, al fin y al cabo, se trata de que también le palpite a uno el corazoncito.
Me da especial gusto ver que ahora los cuentos que le enseño a mis hijos ya no sólo hablan de ese tipo de relaciones, que incluso la heroína ni siquiera se queda con un príncipe y menos necesita que la rescate. Y qué bueno que se hayan muerto ese par de mulas, así es más fácil decir: «¿Viste? No hay que ser así de babosos?»

El Síndrome del Avestruz

«Mama, ¿qué es ese calzón que sólo cubre la raya?», pregunta mi hijo de 7 años hace poco. Menos mal estábamos parados en un semáforo, porque hubiera podido chocar de la sorpresa. 
Entonces comenzamos con el protocolo de respuesta ante ese tipo de inquisisión: 
P. ¿En dónde lo viste?
R. En una valla anunciando baterías.
P. ¿Qué te llamó la atención?
R. Que sólo le cubre la raya y ¡qué incómodo! ¿Por qué usan esas cosas?

Hay una diferencia abismal entre darles las herramientas a los hijos para caminar (más o menos) protegidos por el mundo y otra querer creer que nunca van a enfrentarse a lo que está allá afuera. Imposible que un niño en esta época no mire nalgas y chiches por todos lados, cuando están en las vallas anunciando escaleras, en la tele vendiendo filtros de aire y en otras partes igual de inesperadas.

¿Y qué puede hacer uno? Yo sólo sé qué prefiero hacer en mi casa: responderles exactamente lo que me preguntan, teniendo en cuenta su edad. Incluso, en algunos casos, me adelanto a la pregunta, dando la información que quiero que tengan de primero, antes que alguien más llene esa silla en el teatro de su cerebro. 
No todos somos así. Hace poco comenté que sería bueno recibir, como padres, una charla con un buen psicólogo de cómo hablarles acerca del sexo a nuestros hijos. Ustedes creerían que tuvieron a sus hijos por ósmosis del horror que vi en sus ojos ante la palabra mágica. Y después están lamentándose que el neneco anda por allí feliz cantando la canción del serrucho… No se puede. 
El mundo no va a hacer una burbuja alrededor de nuestra realidad para no dañarnos. Es nuestro trabajo prepararnos y nuestra obligación preparar a los que tenemos a nuestro cargo, para salir a la calle y no embarrarnos demasiado.
La conversación terminó así:
«Pues, hijo, eso es una tanga, una ropa interior que usan las mujeres para que no se les marque el calzón debajo del pantalón. No es para andar así por la calle. Porque es ropa INTERIOR.»
Espero que la próxima vez no me agarre cortando algo en la cocina, o con el carro en marcha, no me gustaría tener un accidente.

El Miedo a Uno MIsmo

Pareciera que hay dos corrientes de concepción de la naturaleza humana. En una esquina, los que creen que el humano es bueno, que tiende al bien y que simplemente el pobrecito es tentado más allá de sus fuerzas y se corrompe. En la otra, los que estamos convencidos que, muy en el fondo, los seres humanos somos malos, tendemos al vicio y nuestra virtud redentora está en trascender ese impulso.
Toda la conducta y la forma de llevarla a algo «deseable», depende de en dónde se encuentre nuestra propia imagen de qué somos capaces de hacer.
Me encanta ver personajes maquinadores, amorales, desprovistos de la más mínima empatía, calculadores, que obtienen lo que quieren sin tener el menor remordimiento por los métodos utilizados. Extremadamente inteligentes, piensan diez o cien pasos más allá de los demás y se anticipan a lo que pueda venir. Me gustan, porque veo una parte de mí misma en ellos, la reconozco, le tengo pavor y la tengo bien encadenada.
Saberme capaz de hacer cabronadas me da la medida del miedo que me tengo que tener a mí misma. Yo sé a qué soy vulnerable y le huyo cual la peste a las tentaciones que me parecen más atractivas. O sea, por eso se llaman «tentaciones», porque son sabrosas (shic´sabros´ diría una amíga), porque se antojan, porque dan ganas. Y pues no. De nuevo, me tengo demasiado respeto en mis defectos.
Cuando una sociedad se maneja bajo la idea de que somos buenos, dejamos las arcas abiertas y todos sabemos qué hacen hasta los santos en esos casos. Pero, si nos conocemos sin idealizarnos y aceptamos que somos como niños, las reglas claras y de pronta aplicación nos mantienen civilizados.
En una pelea, siempre ganan los que saben hasta dónde son capaces de llegar.

5 Segundos Antes

Quiero saberlo todo. Todo de todo. Cómo se formó el universo y qué había antes de que existiera el tiempo y qué pasó con los dinosaurios y de dónde vienen los humanos y para qué servimos y en qué vamos a parar y si existen otras dimensiones y si hay extraterrestres y… me cachan. Todo.
Pero sólo quiero saberlo 5 segundos antes de morir. Porque no creo que mi cerebro lo aguante durante más de 5 segundos sin reventar. Y si, como creo, existe una trascendencia eterna después de esta realidad, verdaderamente espero que me pele todo eso, entonces, aunque lo sepa, no me va a servir. (Y si no existe, peor aún).
¿Se dan cuenta qué sería saberlo todo? Pero en serio, no como va alguna gente por la calle creyendo que sí lo sabe. Si muchas veces ni siquiera me sé a mí misma. Y así va uno por la vida, tomando decisiones sin tener toda la información, simplemente porque ésta no está disponible, porque es imposible tenerla absolutamente. Me he arriesgado muchísimas veces, porque no se puede vivir de otra forma. Dejar un trabajo sin estar cien por ciento seguros que no tener ese ingreso va a ser mejor para nuestra familia, pero con la esperanza que educar a los niños como queremos paga el sacrificio con creces. Entregar el corazón en manos de otra persona, sabiendo que está uno abierto y vulnerable y sólo pidiendo que no se lo devuelvan hecho carne molida. Hacer un examen médico que puede o no determinar la posibilidad de tener cáncer en un futuro.
Lo único que uno puede hacer es educarse lo mejor que uno puede y dar el salto, porque hasta no avanzar es una forma de movimiento.
Si llego a saberlo todo y me da tiempo y alguno está cerca, tal vez les cuente algo. Estén pendientes.

Los Círculos

Son posiblemente la figura geométrica más perfecta, completa, dinámica. Significan eternidad y movimiento y protección. Ponlos a girar y te llevan a donde quieras. Dales vueltas sobre su eje y son una esfera, que es un mundo, o un sol, o un universo. Los que estamos casados los llevamos como signo y a los que les gusta quitárselos, los delata la marca.
Pero dejemos un círculo abierto y nos queda algo más parecido a una «c», como de «cagadales». Cuando no unimos los extremos de nuestras vidas, terminamos recorriendo una espiral que inevitablemente nos lleva al mismo punto, sólo que un poco más abajo. O se quedan recordándonos que dejamos algo sin concluir, como tener la espinita de no haber podido madurar mi relación con mi papá.
Poder cerrar una etapa, darle una conclusión a una historia, libera para lo que pueda venir. Una conversación en un restaurante perdido me ayudó a recuperar el recuerdo de mi mejor amigo y abrir la puerta para una llamada que, años después me traería al hogar que tengo hoy. No siempre es fácil tomar esas decisiones. Me costó siete años sentarme a la orilla de una cama y decir «hasta aquí». Mis pesadillas recurrentes son escenarios en los que no dí ese paso.
Muchas veces necesitamos perdonar a otras personas para salir adelante. Otras, tal vez las más complicadas, debemos perdonarnos a nosotros mismos y darle fin a un vicio. Las más tristes son cuando no queda nada qué hacer.
En estos momentos las historias de mi vida aún están en movimiento y tengo pocos círculos cercanos a cerrarse. Espero que, cuando llegue el momento, tenga la oportunidad de unir todos los extremos. No me gustaría dejar gente con cosas pendientes.

Me Ofende Que Te Ofendas

Porque si yo digo un insulto pesado, cortante, no es para que te pongas así. No es personal. Estoy sólo expresando mi opinión. Es mi derecho. Es problema del que se molesta, del que se lo toma a mal. Feo tu modo de contestarme una patanada. Ya nada puede decir uno.
O, nos vamos al otro extremo, utilizando un lenguaje tan blando que parece mosh sin sal.
La belleza del lenguaje es que sirve para comunicar más allá de cosas básicas. Tenemos como humanos la singular habilidad de conectar sentimientos a palabras, cada uno haciendo una mezcla propia entre las experiencias vividas alrededor de lo que representa el concepto y lo que comúnmente significa.
Por eso es cierto que no somos del todo responsables del sentimiento que podamos provocar con lo que decimos, pero tampoco nos podemos hacer las momias de lo que queremos decir según el lenguaje común. Decirle «imbécil» al vecino significa lo mismo para todos, además de las atribuciones propias que le pueda dar el fulano (quién sabe si así le decían de cariño en su casa, de todo hay en la viña del Señor).
Sólo podemos asegurarnos de estar comunicando exactamente lo que queremos decir, en los términos más claros y comunes para todos y hacernos responsables del resultado de esa comunicación. O sea que si yo te quiero ofender, me voy a tomar la molestia de hacértelo saber. Si lo hago por equivocación, me gustaría saber por qué y tal vez llegar a un entendimiento. Pero ni puedo hacerme la inocente de haber quebrado el vidrio con la pedrara tirada, ni responsable de la carita que se me atravesó voluntariamente en el trayectorio del proyectil.
Y si no me creen que hay personas que les gusta ofenderse, paséense por Tuiter.

El Soundtrack De Mi Vida

Tengo una excelente memoria para olvidarme de todo. Hay muchas cosas que recuerdo sólo de ver las fotografías. Partes enteras de mi vida que están bloqueadas, o que me salto en el recuento de mis años. La caña que pesca los momentos que quiero sacar a la luz, para mí, es la música.
La Navidad de mi infancia suena a los villancicos del himnario de mi abuela, que ahora es un documento venerable que sólo se saca cuatro domingos al año. Mi adolescencia angustiosa se mueve al ritmo de los gunners y alguna que otra de Bryan Adams. Les puedo dar el playlist entero del camino a la Antigua cuando volvimos a salir de novios. Under Pressure me sirvió para molestar a un muchachito en Nueva York. Frank Sinatra acompañó mis embarazos cuando «I´ve Got You Under My Skin» tomó un significado completamente diferente al original. Bailaba por toda la casa escuchando «Me Pongo Triste y Sentimental» con un canche que apenas puedo cargar ahora y bañaba a una pulguita amarilla y arrugada con «Just The Way You Are» (creo que es la única de Mars que me gusta).
Otras canciones entran furtivamente y me atacan. «Eres Tú» es un gancho al hígado que casi rompe el dique detrás del cuál guardo a mi mamá, porque todavía no sé si puedo navegar su recuerdo, o quedar ahogada de tristeza.
Creo que una vida llena de música tiene una dimensión adicional. Que mis hijos me pidan que les cante «sus» canciones de Alux crea un puente entre mi yo adolescente y su ellos niños y tal vez es más fácil que se entiendan.
Y tal vez, como encantador de serpientes que las saca de la canasta con una flauta, yo desenrosque mis recuerdos, una canción a la vez.

Tener y Demostrar

Una cosa es tener un busto de museo y otra estarlo enseñando. O peor, no tenerlo, finjirlo y querer aparentarlo. Las demostraciones públicas de afecto demasiado efusivas me dan un tipo especial de alergia: o son genuinas y entonces mejor se van al Primavera Suites (o al OVNI, no he tenido el gusto de visitar ese venerable establecimiento, entonces no tengo punto de comparación), o no lo son, entonces para qué están manoseándose en público.
Entiendo que es cuestión de gustos personales y que no me debería importar, pero como aquí desahogo el enredo de mis pensamientos, ténganme paciencia. Tampoco me entra en la cabeza tener carros que no pueden pagar ni el repuesto, o salir a la calle a comer y sólo tener frijoles en la despensa. Ya viví así. De apariencias. Bien feliz, obvio.
La persona que encuentra una fuente de satisfacción interior, pocas veces va a proclamar a los cuatro vientos las cosas que posee. Le es indiferente si se nota o no. Quiere compartirlo, no demostrarlo.
Como vivimos ahora, es difícil llegar a tener este «zen», porque las cosas externas brillan muy bonito y dan ganas. Pero así como se puede uno reeducar a encontrar satisfacción en una manzana y no querer una dona, también así debería uno poder no desear el último grito de la moda, el carro más lujoso que el del vecino, la mejor foto de familia para subir al FB.
No sé ni siquiera si eso sea realmente lo que quiero hacer. Sobre todo porque pienso en términos de «sacrificio», «abandono», «renuncia», todo negativo. Habría que cambiar el lenguaje y decirse cosas como «libertad», «transformación», «trascendencia». Ush. Me da vértigo sólo de pensar subirme a esa montaña.
Quedémonos con no andar sacando por allí el escote.