El Cargo de Conciencia

Hay momentos de mi día que me da pena que alguien sepa que existen. Me parecen casi vergonzosos y no se los cuento a nadie. Los disfruto como un vicioso que debe esconderse para llenar su cuota, como el infiel que busca a su amante, como el niño que se come un dulce robado. Esos cinco minutos extra que paso bajo la ducha, porque está rica. Los 30 minutos que tomo a media mañana para meditar (y hacer una siesta). Una ida de perdida al salón. El masaje de la semana que me pide a gritos el cuerpo agotado por tanto ejercicio. Cualquier momento que me lo dedique a mí, para hacerme algo o no hacer nada, siento que se lo estoy robando a alguien. Tal vez es consecuencia de diez años de un trabajo extremadamente demandante. O simplemente se debe a algún sentido pervertido del deber.

De alguna forma, he equiparado el volverme «adulta» con olvidarme que yo también debo preocuparme de mí misma. Tal vez es consecuencia de lo que hago todos los días, en los que me siento responsable de dos niños, tres gatos, un hámster, una casa y un marido (que dice que tiene 8 años, cumplidos varias veces). Mi vida se puede resumir en que tomo decisiones y no hay una forma concreta de medir mi productividad, porque nadie me da un sueldo por hacerlo. Y, a falta de convertirme en una Martha Stewart a la Tortrix, tampoco es que esté forrando mis propios muebles, ni cultivando mis propias hortalizas de forma orgánica, ni haciéndole la ropa a mis hijos… ¿Cómo medir el resultado de lo que hago todos los días?

No sé. Sí estoy segura que, cuando me dedico un poco de tiempo para mí, hago todo el resto de cosas de mejor modo. Y tal vez allí está la justificación que mi consciencia necesita.

El Camino de las Palabras

Generalmente, no doy mi opinión en redes sociales. Tampoco en grupos de conversación. No es que no la tenga, ¡vaya si no las tengo! Pero me pasa frecuentemente que, por lo segura de mí misma, o engreída si lo prefieren, digo lo que pienso de forma tan contundente que dejo poco espacio para que alguien más me comparta lo suyo. Y como no siempre expreso todo lo todo que tengo en la mente, sino que doy la versión abreviada de mi proceso mental, suelo meter la pata. Unan eso con que yo necesito hablar para pensar y se podrán dar una buena idea de por qué me amordazo en situaciones cotidianas.

Vivimos en una época en la que todos tienen una opinión y un estrado desde el cuál emitirla, para eso existen los medios masivos Tuiter, FB, los blogs… Pero nuestra tolerancia y empatía hacia los demás no ha crecido con estas plataformas, al contrario, cada vez paracemos más delicadas flores de invernadero a las que el más mínimo cambio de clima las marchita. Tenemos todo el respeto y consideración por nuestras propias intenciones, pero ¡ay de aquél que diga una palabra ligeramente negativa! Cero tolerancia para ideas que no se alinien con las nuestras.

Imposible construir buena voluntad en una sociedad en la que nadie está dispuesto a darle el beneficio de la duda al vecino. Todos tenemos puntos de vista que son válidos para nosotros, pues nacen de nuestras propias circunstancias. Puede que estén errados, pues no se tiene siempre toda la información. Pero el camino para compartir hechos que otros desconocen no es con el mazo del trolleo. Mientras más atacamos, más se defienden. No es así como se dialoga, hasta donde yo me acuerdo.

Vigilar lo que uno dice es parte de vivir en sociedad, porque no se puede ir por la vida hablando sin filtros. Pero tampoco se puede subsistir caminando como una llaga abierta a la que todo le lastima.

De mi parte, sabiendo que meto la pata a cada rato, seguiré procurando mantener mis votos de silencio.

Exponerse vs. Esconderse

En la casa dejamos de comprar periódicos hace algunos años. Nunca veo canales de noticias (salvo cuando sale mi marido). Soy trágicamente ignorante de los nombres de los que ocupan cargos públicos. Acepto que hay mucho de la «realidad» que hago a un lado. Es el mismo mecanismo de defensa que no me permite ver películas de terror. No me gusta alimentarme de cosas negativas.

Pero tampoco vivo con la cabeza entre la arena. Sé bien qué puede pasar fuera de las paredes de mi casa. No ignoro los peligros a los que se exponen mis hijos todos los días, ni lo jodido que está nuestro país. Mi burbuja es transparente y trato de ensancharla lo más posible.

Cuando se habla de alguien que vive «fuera de la realidad» generalmente se llama la atención hacia una falta de conocimiento de lo malo a su alrededor. Pero, sólo fijarse en lo malo y nunca en lo bueno, también es una especie de negación. El mundo está administrado por seres humanos, fallidos y llenos de defectos, pero también de virtudes. Negar que dentro de nosotros habitan mounstros que mantenemos enjaulados nos hace avergonzarnos de nuestros pensamientos oscuros. No reconocer que junto a lo malo, también estamos llenos de potenciales maravillosos que iluminan a la humanidad, es sumirnos en la depresión.

Yo elijo alimentarme de lo que me recuerda por qué pertenecer a la raza humana es un privilegio. No dejo de recordar que entre esa raza hay algunos que parecen mutantes y que somos nuestros propios depredadores. Pero no necesito de un periódico para hacerlo.

Otra Vez

Hay elementos diferentes en algo que siempre es igual: una iglesia, un comedor, un jardín, el escenario cambia. El sentimiento no. Esa angustia combinada con cólera que me optime entre la garganta y el estómago. Esa impotencia de sentir que regreso a una tortura de la que ya me había liberado. Pienso: «¡Pero si yo ya no estaba aquí!» Y mi lógica dormida trata de enderezar los hechos torcidos de mi subconsciente. Vuelvo a estar con alguien más. ¡Tantos años de esfuerzo por salirme y vuelvo a estar con alguien más! Quiero llorar, pero no sé si salen las lágrimas con los ojos cerrados. Quiero correr y mis pies se arrastran. Quiero pegarle a alguien, gritar, luchar y sólo hay gente extraña. ¿Por qué me persigue esta angustia que sólo aparece cuando estoy dormida?

Tal vez es porque todavía no me creo que mi vida sea feliz. Y pienso que lo pasa cuando estoy despierta es un sueño. Y tengo que regresar a vivir en la «realidad». Desgracia de mente que no acepta las cosas buenas sin querer compensarlas.

Despierto con la tristeza entre los ojos. Casi no quiero abrirlos, por si es cierto lo que soñé. Y me envuelve tu olor. Y es tu calor el que me abraza. Y eres tú quien me saluda. El universo está en pie y yo soy libre.

¿Para Quién?

Los sábados me arreglo menos de lo usual (que es mínimo en el mejor de los casos). Cuando hace calor es peor aún, porque saco shorts que ya no tengo la edad de ponerme en la ciudad. «Estoy en mi casa», es mi excusa. Y resulta que un sábado cercano, salimos a comprar un helado al bendito autoservicio y me tuve que bajar en las fachas más tristes con las que he salido de mi casa. No me topé a nadie conocido, menos mal, pero eso no me quita el malestar.

La época esa de pasar horas probándose uno «outfits» para salir a la tienda de la esquina se vive bien con toda la angustia de la adolescencia. Nada peor que navegar esa fina línea entre encajar y estar a la moda, pero no estar igual a todos los demás, que se fijen en uno, pero no demasiado, en sacar cosas nuevas, pero no muy diferentes. Es una especie de tortura psicológica. De algo tienen que comer los profesionales de la salud mental. Luego viene la época de arreglarse para un trabajo. Aunque uno no lo crea, todas las ocupaciones tienen una especie de uniforme que las distingue. No tienen idea de la inversión en trajes sastres negros que tengo colgada de mi clóset. Es un disfraz, una especie de escudo con que uno se «enviste» para poder jugar el papel que le corresponde. Luego pasan los años y resulta que también cada década tiene su vestimenta. Que si las faldas muy cortas, o el pelo muy largo, o los colores muy claros, o los zapatos muy llamativos, ya no se miran bien a «cierta edad».

Total que está uno jodido, navegando entre reglas no escritas de comportamiento que ni siquiera son constantes, sino plásticas. Porque no es lo mismo ponerse uno ropa juvenil cuando se está menos cuidada que la vecina. Y pocas veces nos detenemos a pensar ¿para quién demonios hacemos todo eso? Porque puedo apostar que los botox, implantes, colágenos, ácidos, fajas, maquillaje, tintes, alisados, colochos, tacones y cuanta vaina más, incómoda, dolorosa y cara, NO es siempre para nosotras mismas.

Soy tan vanidosa, o más, que cualquier otra persona, pero también tengo la ventaja de sentirme lo suficientemente cómoda en mi propio pellejo como para mandar al carajo muchas convenciones sociales que me parecen estúpidas. Tengo muy claro que me visto para mí misma, que tengo la suerte que así le gusto, y mucho, a mi marido y, que la próxima vez que salga sin planes de bajarme del carro, mejor no me voy en shorts.

Si Yo Les Contara

Dentro de mi cabeza, muchas veces, llevo varias conversaciones a la vez. Normal. Creo. No me da tiempo de decir todo lo que pienso. Generalmente, tengo una imagen mental de lo que quiero decir y, como no puedo pasar la foto de lo que estoy pensando, me trabo cuando hablo. Ni modo.

Las palabras se pueden quedar cortas para comunicarnos. Eso lo miro marcadamente con mis hijos, que tienen todas las ideas del mundo, pero todavía no tienen el vocabulario para transmitirlas. Parte de hacer propio el mundo es poder describirlo y eso sólo se logra con la palabra adecuada. Se puede descubrir mucho de la riqueza de una cultura, viendo su lenguaje y por dónde se desarrollan palabras nuevas. No es de extrañar que tengamos que traducir mal conceptos como «empoderamiento» (detesto esa palabra, suena a insulto vulgar y pornográfico, pero no hay otra), o poner «tuitear». Nuestro idioma no se caracteriza precisamente por ser técnico, o ir a la vanguardia de los inventos científicos. ¿Será porque no desarrollamos nuevas cosas en nuestros países?

Es indispensable tener una forma de transmitir lo que habita entre nuestras orejas. De nada nos sirve que quede guardado como una idea. Tal vez necesitemos inventarnos el concepto lingüístico, junto con el invento mismo y mandar a la porra a la Real Academia.

Mientras tanto, yo me seguiré trabando al hablar. Ustedes ténganme paciencia.

Dejar de Ser Niño

La vida de mis hijos está regimentada: se levantan a la misma hora, desayunan siempre en el mismo lugar, almuerzan cuando regresan del colegio, saben qué hacemos de lunes a viernes por las tardes, la cama los espera siempre igual. Tienen la expectativa de ropa limpia, comida, casa, gatos y papás. También están sujetos a creer lo que les decimos, vivir según nuestro mejor entendimiento y renunciar a muchas discusiones.

Así es el asunto mientras se va uno formando sus propios criterios y ganando su propia experiencia (y dinero con qué mantenerla). La ilusión más buscada por el ser humano es la libertad, pero rara vez está dispuesto a pagar el precio que tiene: la responsabilidad. Si no tengo a nadie a quién echarle la culpa de mis actos, tengo que asumir que soy un mal capitán de mi barco porque fui yo mismo quien tomó las decisiones que me llevaron a donde estoy. Ser adulto y no querer cargar con la propia vida es pretender vivir en un limbo en el que, ni quiero que me digan qué hacer, pero quiero que alguien más pague lo que rompo.

Hay muchas, demasiadas, cosas sobre las que no tenemos injerencia. Ni siquiera tenemos poder de decisión sobre nuestra composición genética: así nos tocó la lotería. Pero tenemos toda la obligación de agarrar nuestros tiliches (reales, físicos, mentales y emocionales) y ver qué demonios hacemos con ellos. Todos tenemos historias de traumas personales suficientes como para darles de comer a generaciones enteras de psicólogos y/o psiquiatras. Pero no podemos usarlas de excusa para ser menos de lo que podemos. Un papá infiel no nos da permiso para quemar rancho. Una mamá manipuladora no nos da licencia para ser Maquiavelo. Tener una adolescencia difícil no quiere decir no querernos a nosotros mismos.

Ser niño sin responsabilidades es bonito mientras dura. En lo personal, prefiero encargarme de mis propias cosas, organizar mi vida y tener lo que puedo procurarme, a estar sujeta a lo que otra persona, entidad, o gobierno me quiera dar. Yo ya no soy niña, por mucho que a veces moleste como una.

Rompecabezas

Es difícil entender las motivaciones de otras personas. Sobre todo cuando esas otras personas son las que lo criaron a uno. No puedo decir sinceramente que yo conociera a mi papá. Tengo una cantidad de imágenes y sentimientos y recuerdos que no son del todo congruentes entre sí y no logro unirlos para armar a una persona completa. Solía ser violento, aunque no me dio más de una golpiza que tenía merecida. No conocía el concepto de «fidelidad conyugal», pero nunca dejó a mi mamá con la que tenían la más conflictiva de las relaciones. No tenía ni un amigo, pero todos los que lo conocieron lo recuerdan con cariño. No tengo memoria de que me haya dicho que me quería y todavía recuerdo las siestas juntos. Era un hombre duro, pero hasta ya muy entrada en la adolescencia, comíamos helado en el mismo plato, me dejaba tomar de su vaso de agua y por él tomo cerveza (era lo único que tomaba y con media era suficiente para hacer siesta toda la tarde). Me dejaba jugar con su espuma de afeitar. Me compraba los zapatos más lindos. Jamás me dijo que me veía bien. Un trabajador ejemplar, ingeniero genial, hombre recto, intachable, tuvo varios puestos públicos, entre ellos estar encargado de la construcción del Teatro Nacional y traer a la realidad la fantasía de Efraín. Pero nunca logró tener algo permanente ni lucrativo, por un sentido exagerado de lo correcto y por su incapacidad de conformarse con ciertas reglas sociales. Machista hasta el extremo, no dudó en empujarme a tener una carrera y ser autosuficiente, enseñarme a tirar (hasta ser campeona nacional varios años seguidos), reconocer mi inteligencia y afinidad por las ciencias duras. Para su tristeza, estudié derecho y «desperdicié» mi cerebro por no estudiar la astrofísica que él quería.

Nada de todo eso me enseñan a un hombre completo. Jamás le pregunté cómo había sido su infancia, las historias de sus aventuras adolescentes me llegaron tarde y distorcionadas en leyendas. Sus otras hijas tienen una visión tan negativa de él, que he preferido no conocerla, porque no corresponden con lo que viví.

¿En dónde encontramos a la persona real? ¿Conocemos verdaderamente a la gente que tenemos al lado? Casi imposible hacerlo si no preguntamos.

Yo no quiero quedar como una incógnita para mis hijos. De muchas maneras, yo moldeo su personalidad y dejo ecos de mí misma en sus vidas. Me gustaría que me reconocieran en sí mismos y escogieran con qué partes mías quedarse.

Al fin y al cabo, ellos tienen que decidir qué hacer con la maleta de experiencias que les heredamos. Por lo menos les podemos hacer el favor de presentarnos como personas. Me daría mucha lástima dejarles un rompecabezas incompleto.

Mi Mejor Versión

No hay espejo que me enseñe cuál versión existe hoy de mí.

La que todavía salta como niña y rebosa de energía.

La que siente el peso de la adultez en cada decisión que toma.

La que tiene que hacer personas de dos proyectos infantiles.

La sarcástica detrás de un avatar.

O, la que más me gusta, la que se refleja en tus ojos cuando te cambia la cara y me sonríes.

Atajos Mentales

Yo estoy llena de prejuicios: espero que el chofer de la camioneta sea imprudente, abusivo y agresivo. Creo que los políticos tienen malas intenciones y que son corruptos. Desconfío de los policías. Sé que mis amigos me hablan con la verdad.

Los prejuicios son simples mapas preconstruidos que nos ayudan a navegar por la vida de forma más eficiente. Es como agarrar la ruta más corta entre dos puntos. El problema viene cuando no estamos dispuestos a analizar esos esquemas para revalidarlos, o encontrar mejores. Etiquetar a las personas siempre es problemático, porque no nos podemos definir ni a nosotros mismos. Agrupar a una «clase» de gente y esperar que actúe de x o y manera, nos predispone a verla sólo con esos lentes y fijarnos sólo en lo que refuerza nuestra preconcepción.

Clasificar a alguien sin conocerlo es miope. No tener opinión acerca de alguien luego de interactuar es no darle importancia. Cada individuo se merece un análisis propio y, si somos muy iluminados, nos permitimos revisarlo cada cierto tiempo para ver si todavía cabe donde lo colocamos. Parte de ser humano es cambiar, crecer y ver ese avance en los demás. Pero tampoco podemos pasar por la vida deteniéndonos a investigar cada uno de los impulsos que nos guían a actuar en situaciones cotidianas: no haríamos nada. Allí es donde los prejuicios, la cosmovisión, no son nocivos. Sólo hay que evitar que no nos permitan ver al humano detrás de la etiqueta.

Y, en el tráfico, yo seguiré asumiendo que estoy en guerra y que tengo que evitar a camioneteros, taxistas, motoristas y alguno que otro peatón.