Esperar un bus

Me cambiaron el bus

En donde viene el niño

Por otro bus distinto

Que no es el que siempre lo trae.

Tuve que salir a esperarlo

Sin conocer cómo será

Ni a qué hora viene

Con mi niño que sí es mío y no otro.

Esperar sabiendo que vendrá

Sin tener más detalles que la certeza

Igual que vivir

Sabiendo que esperamos la muerte.

Quiero nadar

No he nadado en lo que va del año y creo que ya es tiempo de hacerlo. Aunque haya frío y me dé pereza. Pura cuestión de agarrar de nuevo la rutina. Lo cierto es que esa sensación de falta de peso me está haciendo demasiada falta, siento que llevo el mundo encima y nadando lo olvido. Pienso en cualquier otra cosa menos en mi cuerpo, la gravedad que lo atrapa a la Tierra, el esfuerzo por poner un pie detrás del otro.

Agarrar una actividad que nos eleve de nuestro paso normal por la vida, lo que sea que nos saque un ratito de ser nosotros mismos, nos permite estar bien el resto del tiempo. Ser algo separado de lo de siempre, olvidarnos del día a día, aunque sean diez minutos y luego regresar a los que nos rodean, renovados. Actividades de personas con tiempo, supongo, pero también es un estado mental que se puede tener en cualquier momento.

Para mí es nadando. Pocas cosas me sustraen de lo que me ahoga como el agua. Y me tiraré con gusto el sábado, aunque me convierta en un témpano de hielo.

Me escondí todo el día

A veces me da dolor de cabeza. Me devora un animal pesado, que se posa sobre mi cráneo y me anuncia que piensa empollar una tortura. He aprendido a esconderme de él, entre la sombra de mi cuarto. Pero siempre me descubre. Se disfraza de mandados qué hacer, niños qué atender, trabajo, artículos, vida. Estoy muy quieta, creo que esta vez sí me le escapé, sólo para sentir una garra que me sujeta.

Aprendemos a vivir con el dolor. Hay estudios que indican que después de una enfermedad y luego de recuperar alguna rutina, cualquiera puede regresar al nivel de felicidad normal que manejaba antes de sufrir. La satisfacción base es íntima y, aunque tiene picos y valles, la mantenemos en alguna escala constante. Anticiparse a lo negativo también ayuda a sobrellevarlo. Como ver cuando viene el pinchazo. O saber que, al menos un día al mes, me va a doler la cabeza.

Es cuando nos sorprenden que verdaderamente nos duele. El choque que nos agarra desprevenidos, el adiós que no logramos ver venir, la pérdida súbita. Y, aún así, terminamos sobreponiéndonos. Como yo espero hacerlo mañana, mientras ignoro al animal que tengo asentado sobre mí.

Lo viejo que no conocemos

No sé por qué siempre me ha caído mal el dicho de lo viejo conocido y lo nuevo por conocer. Como si sólo pudiéramos pasar en lo viejo toda la vida. Si no descubrimos cosas nuevas, no crecemos. Luego está el otro que dice que no hay nada nuevo bajo el sol. Cada vez que me siento a escribir, entiendo que probablemente ya hablé del tema y que simplemente le estoy dando una vuelta más al círculo en donde me meto.

Pero no siempre es así. Es cierto, todo ya fue dicho, hecho, visto, sentido. Entre la gama de experiencias humanas, lo básico no cambia, sólo el escenario. El amor es más viejo que el mundo, si creemos en esa forma de creación, pero para el que se enamora por primera vez, es nuevo y nadie lo ha sentido así antes.

Teniendo hijos, esto es aún más sencillo de identificar. Basta ponerles una película con el final retorcido, que no se puede volver a ver porque ya no tiene gracias y vivirla con emoción porque ellos no conocen cómo termina y es nueva. La vida se nos marchita desde el momento en que no podemos reconocer una cosa nueva, aunque ya la hayamos visto antes. Porque, si bien es cierto todo es repetido, cada vez que lo vivimos estrenamos ese momento.

Me queda la satisfacción de reconocer en dónde puedo volver a sentir.

La noche de anoche

Sonó la alarma. Cuando realicé qué estaba haciendo, ya miraba por la ventana de la cocina, descalza y en piyama, como si pudiera proteger mi casa y a los míos a punta de cara de dormida y pelo de loca. Un gato. O que se fue la luz. Cualquier cosa tonta. Me espantó el sueño. Pasé más de una hora dando vueltas en la cama, escuchando la respiración pausada del durmiente a mi lado. Me dieron ganas de despertarlo, por indecente de dormir mientras yo no podía.

Nuestros primeros impulsos no son siempre edificantes. Queremos romperle la cara al que nos atraviesa el carro, salir corriendo después de un accidente, ir primero en todo. La preferencia primaria, si la siguiéramos en todo, haría imposible nuestra vida en sociedad. Por eso nos pasamos años amaestrando a los niños para que piensen dos pasos más allá de sus acciones y sopesen las consecuencias. Porque somos seres sociales, nuestro propio bienestar emocional lo hace necesario. Así que no podemos ir pateando a los demás, por muchas ganas que tengamos. Ya somos “civilizados”.

Logré volver a dormir hasta la 1:30 am. Un sueño ligero, que me tiene medio mareada, sin estar muy segura de estar escribiendo algo coherente. Pero no desperté a nadie más.

El bien común

Nada tan poco normal como el bien común. Ése que hace que todos queden medio satisfechos, o al menos así lo veo con mis hijos. Cuando uno quiere hacer algo diferente del otro, sólo queda encontrar un compromiso que medio deje contentos a los dos, irse por lo que uno quiere o simplemente no hacer nada. Problemas que no tenía para nada como hija única, pero que me dejaban en una situación binaria: o sí o no. Casi siempre era no.

Para lograr que alguien deje de hacer lo que quiere, hay que convencerlo que eso es bueno y que le va a reportar beneficios mayores a lo que quería hacer. A él, dentro de su singular cosmovisión, que bien puede ser que la persona sea completamente altruista y su satisfacción personal venga de hacer felices a los demás. Da lo mismo. La escala de felicidad es completamente personal y no hay nada externo que sea definitivo. Así que, la primera cosa que uno debe lograr es cantinearse a quien quiere cambiar de parecer. Tarea nada fácil cuando se está muy convencido que uno tiene la razón y el otro debería darse cuenta. Nada es evidente, todo hay que justificarlo y hay que tomarse la molestia de convencer, no de imponer.

En casa creemos en la democracia, la república, la participación ciudadana, el bien común y todas esas cosas. Salvo cuando se trata de tomar decisiones que involucran ir en contra de la voluntad de los niños. Allí el bien común somos nosotros.

Ampliar los límites

La niña está empezando a aprender piano. Practica cinco minutos todos los días. Y yo quisiera hacer lo mismo. Lamentablemente mi día ya no tiene suficiente tiempo para hacerlo.

Y no tengo ganas de probar. Es una cuestión de asignación de recursos. Tengo mucho de rutina qué llenar mi tiempo y todo me es importante. Hasta el no hacer nada en algún momento.

Cada cosa nueva que incorporamos a un día común, nos amplía el horizonte de lo que somos capaces de hacer. Una habilidad que queríamos, un instrumento, hasta una relación. Todo nos enseña que hay algo más allá del límite entre el que vivimos. Después de todo, sólo conocemos lo que conocemos. Dichosas las personas que están conscientes del universo desconocido al que se pueden acercar poco a poco, aunque nunca abarcar por completo.

Pero no tengo ahota mismo tiempo para incorporar el piano.

Buena forma

Yo creía que ya sabía cómo pararme en neko dashi hasta que me dijeron que no. Cinco años de sentir cada semana que ya sé dónde poner los pies con respecto a las rodillas, a las caderas, a los hombros y no. Siempre no lo hago perfecto.

La buena forma en las cosas es indispensable. Son las bases sobre lo que construimos todo lo complicado. Por eso les remachamos a los niños que saluden y se despidan, mastiquen con la boca cerrada, se bañen todos los días. Por eso cuidamos la ortografía y nos lavamos los dientes, somos amables y no nos pasamos un alto.

Las cosas pequeñas bien hechas, mantener las buenas formas, nos lleva a mantener una línea más fácil. Igual que hacer planas para escribir. Las cosas que comienzan bien, se aprenden bien y terminan bien. O al menos eso espero mientras termino de aprender cómo pararnos.

No me pidan la contraseña

Me salta el corazón cuando una de las ventanas que abro me pide la contraseña. No la recuerdo. Aunque la acabe de poner hace cinco segundos. Es una de esas cosas que me entra en una neurona y me sale por la otra. Confieso que no me sé el cumpleaños de mi cuñada y mi suegra, apenas me aprendí el de mi papá (el de mi mamá era muy fácil, 24 de diciembre). Tengo que revisar mi argolla para verificar el año. Hacer cuentas para saber cuándo nacieron mis hijos. Simplemente hay datos que no se graban. Entre ese limbo, las caras y los nombres.

Recuerdo con exquisito detalle lo que estaba comiendo la noche que murió mi papá. Lo que tenía puesto la primera Navidad que pasé en mi apartamento. Cómo se sentía el pelaje de mi gata cuando murió. Se me queda impreso lo que le gusta a mis amigos comer. Cómo olía mi mamá. Las partes importantes de los libros que me gustan.

Todos tenemos lugares en donde guardamos la información relevante, la que queremos atesorar. Neurológicamente, apenas están entendiendo cómo funciona la memoria y durante muchos siglos existen técnicas para guardar los hechos que queremos conservar. Pero el cerebro es plástico y nuestros recuerdos cambian con cada revisión, así que todo eso que creemos que pasó como lo tenemos guardado, es posible que no haya sucedido así.

Hay cosas que necesito no olvidar. Por eso me pongo alarmas para avisarme de cumpleaños de gente querida. Lo demás, los pequeños detalles que no son determinantes en mi vida, pueden escapárseme. Ocuparían espacio que tiene reservada la sensación de la mano de mi bebé de tres meses sobre mi mejilla izquierda una noche de darle de comer. El sonido de mi niña prematura pidiendo de comer con exigencias en vez de llanto. Qué más da que tenga que buscar las demás cosas en una libreta.