Hoy no estoy triste

Me encanta despertar con el sol. Poner música y sentirme feliz. El humor se me va agriando durante el día hasta terminar tirada en la cama pidiendo que la gente no se me acerque porque muerdo. Supongo que así va la vida.

Supuestamente las emociones no las podemos controlar. Pero siempre podemos darles un nuevo significado. Hacer ejercicios emocionales para darle más valor a las cosas buenas nos ayuda a pasar días mejores. Fijarse en un lindo atardecer (obvio, es noviembre), ponerle atención al vino, las cositas esas de siempre que nos gustan pero que ya no nos mueven.

Lo más importante tal vez es aportarles algo nuevo a los recuerdos viejos. Porque siempre tenemos información, preferiblemente sabiduría también, nueva. Es como ponerse filtros diferentes en los ojos, verlos de otros colores.

He pasado un par de años complicados. Lo único bueno que recuerdo es la pérdida de peso que lamentablemente ya recuperé. Días que no recuerdo haber visto el sol. Días tristes.

Pero no hoy. Hoy no voy a estar triste. Tal vez, si lo logro, pueda ser que mañana lo repita.

Las piezas sueltas

A mi hijo le encantan los sets de Lego. Mientras más complicado, mejor. Le hemos regalado desde carritos hasta bestias mitológicas complicadas. En mi mente, con las figuras íbamos a decorar su cuarto, como paisajes tridimensionales. Por supuesto que les tendríamos qué aplicar pegamento, si no, se desarmarían. Y, claro, uno tiene planes. Resulta que el niño se tarda lo que se tarda en armar sus juguetes y luego los desarma. Enteros. Tenemos cajas (grandes) de piezas de Lego.

Hacemos planes en la vida, armando nuestras etapas como rompecabezas cada vez más complicados. Los colgamos. Y el paso del tiempo se encarga en tirarlos y dejarnos las piezas regadas por el piso. A veces logramos rehacer el paisaje, tal vez con un par de agujeros en las orillas, pero aún se distingue el diseño original. Otras, simplemente no se puede volver a armar el asunto. Porque perdimos demasiados pedazos. Porque no encontramos las instrucciones. Porque ya no nos gusta.

Todo eso no está mal. Lo único que no podemos dejar de hacer es tratar de construir algo con las piezas a nuestro alcance. De vez en cuando encontramos otra y se la agregamos, aunque hasta las adiciones nos cambien todo el cuadro. No pasa nada. Así como con los Lego de mi hijo. Ya no son lo que se suponía que tenían qué ser. Pero hace cosas nuevas maravillosas.

Todo me duele y está bien

Estoy… sensible desde el jueves. Como si me hubieran arrancado una capita de piel casi imperceptible pero que me deja expuesta. Eso me aumenta lo irritable. Todo me parece un poco más ruidoso, un poco más molesto, un poco más de todo.

Pasamos recibiendo estímulos externos todo el día. Es necesario para nuestra (poca) sanidad mental que no le pongamos atención a todo. Hay estudios que demuestran que ni siquiera nos fijamos en las facciones de la cara de la gente cercana. Parece ser que tenemos una “imagen base” que grabamos al principio de la relación y no la modificamos mucho. Tal vez por eso uno sigue viendo lindo al viejito de al lado. Eso suena lindo.

Pero no lo es. Porque resulta que pasamos por allí sin fijarnos, envueltos en una burbuja de indiferencia que, si bien es cierto nos protege un poco, también nos aísla. Falta airearse un poco, dejar entrar el sol, que se salgan todas las ideas que llevan un poco de moho. Aunque moleste y duela e incomode.

Como yo ahorita. Porque, al lado de la irritación, también me he gozado más el sabor del vino, la melodía de una canción, la belleza de un cuadro. Y la compañía de la gente agradable.

Las cosas a medias

Las canciones o hablan de la maravilla de estar enamorado o del dolor del corazón roto. Extremos. Como si sólo hubiera sol al mediodía. Noche sin estrellas. Nada más entre los dos.

Confieso que lo entiendo. Soy binaria. Sí o no. Bien o mal. Blanco o negro. Es bonito, porque los picos son fáciles de identificar. Así, o está uno feliz, o tira todo por el caño.

Pero resulta que la vida no se puede llevar en columpio de un extremo al otro. Pasan días, la mayoría de ellos, en los que no pasa nada. ¿Acaso no se nos junta un lunes con otro, sin poder destacar un momento en especial?

Las historias nos enseñan muy bien qué pasa después del amor. Todo termina. Se cierra el círculo. Se desata el nudo. Pero eso no es la realidad.

Hay más vida en planicie que en abismos y montañas. Sobre todo, hay que aprender a vivir en esas etapas intermedias luego de los extremos. Aunque sea más rico tirarlo todo.

También hay belleza en el medio. Los amaneceres de sonrisas verdes en las comisuras del cielo y las puestas de sol como caricias rosadas son la mejor prueba.

El cajón de las palabras

Alimentamos el cerebro con lo que percibimos de afuera y lo procesamos para volverlo un producto final con lo que tenemos adentro. Es tanta la simbiosis, que nuestras percepciones de cosas objetivas, son subjetiva, porque no tenemos otra forma de tomarlas que desde nosotros mismos. Emociones y recuerdos y sensaciones. Todo nos dice qué y quiénes somos.

Ser alguien con alta auto percepción sólo sirve para tener un poco más de consciencia del proceso, pero no necesariamente lo hace mejor o más fácil. En donde sí mejoramos es cuando elevamos el nivel de inteligencia emocional. Eso incluye hasta el poder identificar qué estamos sintiendo. Poder nombrar las cosas las hace nuestras y nos da cierto dominio.

La vida está suficientemente fuera de nuestro control como para no poder ponernos nosotros mismos bajo cierto sosiego. Lo que sentimos no podemos evitarlo. Pero sí podemos darle un giro. Atenuar nuestras palabras. Alimentarnos de lo que nos hace bien.

Para mí, aprender a calmar las explosiones de ira implicó aceptar mi incapacidad para aceptarme errores. La empatía comienza desde uno. Aunque seamos la persona que más nos cueste perdonar.

Me gustaría ser perfecta, a veces, luego pienso que qué aburrido y se me pasa.

Esa pregunta estúpida

Esa, la de «¿De que te arrepentirías más el día de tu muerte? ¿De lo que hiciste o de lo que dejaste de hacer?»

Como si uno de verdad pudiera medir en este momento lo que va a ponderar desde un plano más alto el día en que esté cerca de morir. Y eso sólo si tiene uno la oportunidad de hacerlo.

Siempre he escuchado que la gente se arrepiente de dejar de hacer cosas. Pero creo que es un poco engañoso. Porque no hacemos una cosa, por hacer otra que nos parece mejor en el momento de tomar la decisión. Y así no se puede.

Además, en mi vida sí hay cosas que he hecho que preferiría no. Eso de «no me arrepiento de nada» no es lo mío. Bien sé las estupideces que he hecho. Así que, la pregunta al final del día no nos puede ayudar a decidir el hoy.

Hoy, con lo que sé y siento, tomo algún camino que pueda me lleve a puerto seguro o a un precipicio, o a un final sin salida del cual tenga qué regresar. Mañana tomaré otro. Porque soy diferente y sé más.

De lo que espero no arrepentirme es de no haber intentado tomar la mejor decisión en su momento.

El pavo está en salmuera

Literal. El pavo de mañana jueves lleva en salmuera desde el lunes. Es un paso adicional a las ya trabajosas horas que el animal lleva en el horno. Sobre todo el de este año. Es primera vez que lo preparo así. Porque nunca repito receta. Y no es por especialista de siempre querer hacerlo diferente. Es que, frecuentemente, no me acuerdo cómo lo hice el año anterior.

Supongo que es parte de la evolución de todo lo que hacemos. Repetimos costumbres, como los buñuelos para acompañar el fiambre, pero este año la miel se hace con cardamomo (sobre todo porque no encontré el anís, pero esos son otros veinte pesos). El chiste es que conservamos una tradición y la vamos adaptando. Añadimos puestos a la mesa. Quitamos algunos. Compramos un pavo más grande hasta que toque regresar a sólo preparar una pechuga.

Tengo en mente desde siempre en uno de esos mis loops a lo Nascar la permanencia constante de las cosas que van cambiando. Como si la vida se moviera siempre en espiral, llevándonos cerca de un punto conocido, cerca, pero no del todo igual, no del todo en el mismo sitio. No me estoy inventando nada nuevo, ya se ha derramado suficiente agua con eso del río y no poder cruzar el mismo dos veces.

Pero no es lo mismo pensarlo que experimentarlo. Tenemos el mismo cuerpo, pero sin fuente de la juventud y, pues, no es igual. Los mismos hijos, y no son iguales.

Y está bien. Porque le podemos agregar cosas a la receta, que nos quede fantástica y cambiarla el otro año. Al final del día, el chiste es comer juntos.

La locura no es igual

Todos hemos escuchado la definición de locura como “hacer las cosas iguales esperando resultados distintos”. Y, pues… supongo que funciona muy bien para procesos con resultados constantes: estudiar, hacer ejercicio, dieta, sumar. Todo eso que es medible y cuantificable.

Seguro que en esa ecuación no metieron las relaciones humanas. Porque uno nunca reacciona igual ante los mismos estímulos, por mucho que se parezca el impulso. Si no me creen, traten de obtener siempre el mismo resultado, con el mismo niño, haciendo la misma cosa y me cuentan cómo les va.

Cambiamos. Siempre. Creemos que no, o no nos damos cuenta. Y vemos los cambios en los demás aún menos que en nosotros mismos. ¿De dónde sacaste esa palabra/expresión/canción? Preguntas frecuentes en casa con niños en colegio. Y allí va uno, tratando de no quedarse atrás.

Sería lindo, cuando tratamos con los demás, que nuestras acciones tuvieran una reacción predecible siempre. Poder lograr cierta estabilidad en nuestras expectativas aplana mucho el camino que a veces se pone borrascoso con las emociones.

Pero la clave principal, no está en los demás, sino en uno. Porque sólo podemos controlar nuestras propias reacciones y allí es en donde encontramos la estabilidad para no sembrar la locura en nuestro entorno.