La medida de la importancia

Tengo examen de karate hoy en tres horas. Siempre me pongo nerviosa. No sólo porque ya me rompieron una mano una vez, sino porque es algo importante para mí. Y, obvio, así pasa con todo. Con la gente, con las cosas, hasta con la comida. Me afectan las cosas que me son cercanas.

Tenemos una capacidad limitada para brindarle atención a las cosas que nos rodean. Inclusive cuando hacemos algo que queremos, perdemos el enfoque durante algunos segundos. Nos volveríamos locos con tanta información que tenemos a nuestro alrededor. Lo mismo con nuestros afectos y cuánto nos volcamos en las cosas.

Mientras más distantes nos mantenemos de lo que tenemos a nuestro alrededor, menos ocasiones de estresarnos. Pero, ¿cuándo hemos podido lograr nada importante sin involucrarnos emocionalmente?

La vida se vive sintiéndola. Preocupándonos por lo que hacemos. Queriendo dar lo mejor de nosotros. Alegrándonos cuando podemos, frustrándonos cuando no. Tal vez lo más importante es aprender que el entusiasmo lo ponemos nosotros y que siempre podemos sentirnos emocionados.

O nerviosos. Como si nos hubiéramos comido un animal con uñas y dientes y aún siguiera vivo dentro de nosotros. Así como me siento. Ya veremos cómo salgo.

No todo se puede al mismo tiempo

Soy fan empedernida de Mafalda. Desde pequeña, era de mis premios preferidos. Mi mamá no la aguantaba mucho, pero entendía el mérito de entender humor para una niña. Una de las tiras que más se me quedó grabada es cuando uno de los personajes le dice a otro que se imagine que todo estuviera «aquí». Así, todo. Sin espacio. Sin tiempo. Todo. Por supuesto, el otro se desmaya y el que hace la pregunta dice: «Sí, entendiste», o algo por el estilo.

La teoría unificadora de la física, esa que trata de explicar la contradicción entre un mundo newtoniano y uno einsteineano, pareciera querer decir eso. O por lo menos así la entiendo. Que todo lo que puede suceder, efectivamente ha sucedido o está sucediendo en universos paralelos y que lo único que tenemos qué hacer es poder navegar entre esas dimensiones. O sea, el argumento de muchas historias de ciencia ficción.

Es la mejor expresión de uno de los anhelos fundamentales de los humanos: lo queremos tener todo. Aunque sea mutuamente excluyente. Queremos estar en forma y comer lo que se nos ponga enfrente. Queremos los beneficios de la experiencia sin las cicatrices de las vivencias. Y, lamentablemente, así no se puede. Nos toca escoger entre dos cosas buenas todo el tiempo y eso es lo que nos desgarra, nos llena de conflictos, nos hace humanos empáticos. Porque el caminar entre la justicia y la misericordia es poder ponerse en los zapatos de la persona que tenemos al lado y tratar de entender sus circunstancias. Y las nuestras.

Yo siempre lo quiero todo. Pero en forma absoluta, no necesariamente inmediata. Estar presente en cada momento. Sentir con fuerza, aunque duela. Darlo todo. Si bien no es un todo al mismo tiempo, sí es un todo poco a poco. Hasta que no quede nada.

¿Y ahora para dónde?

Mi vida se vuelve a regir por las vacaciones de los colegios. Esa interrupción a una rutina bien establecida con días llenos de actividades que no se pueden eludir. Y los horarios ya no son míos. Aunque sí. Recuerdo que mis últimas vacaciones del colegio, antes de entrar a la universidad, se sintieron como nadar en un río calmado y tibio, con la corriente lo justo de rápido como para llevarme apaciblemente a una parte a la que quería llegar. De allí en adelante, he tenido muy pocos momentos así de reflexivos y tranquilos.

Vivimos tan preocupados del día a día, que se nos olvida cuestionarnos a dónde vamos con tanta prisa. Es muy fácil cuando uno está estudiando, porque la meta es muy fácil de identificar. Pero el diploma que uno recibe cuando termina la vida es el certificado de defunción y, pues, pocos tenemos mucha prisa por llegar allí. Tenemos momentos de crisis, fechas de cumpleaños con números redondos y fatales, pérdidas de seres queridos, que nos hacen cuestionarnos la dirección que le estamos dando al barco que navegamos. Está bien. Parte de crecer es precisamente no andar como zombie, sin consciencia de lo que hacemos.

El problema es no saber. No saber a dónde ir. No saber qué se quiere. No saber cómo obtenerlo. No saber si podemos. No saber si nos lo merecemos. Hace 15 años decía con toda certeza que el fin de la vida es ser feliz. Y eso se escucha precioso. Pero no me pregunten, por lo que más quieran, qué es «ser feliz». Cambia.

Hoy, es escribir. Tomar un gin. Escuchar música. Gozarme las vacaciones de los bichos. A veces no sé decir más que eso. Y está bien.

(Abs)Traerse 

De pequeña, mi actividad favorita era leer. Ocupación estimulante, emocionante, llena de aventuras, romances, decepciones, venganzas (todo eso se encuentra en El Conde de Montecristo junto, por ejemplo). Pero eminentemente solitaria. Me podía separar de una realidad que no me era del todo agradable y me metía a la que quisiera. Nunca dejaba un libro sin leer y poco era lo que me sacaba de mi concentración. Es difícil ponerle atención a una adolescencia medio solitaria (bastante) si en la mano se llevan mundos enteros.

Pareciera que, como humanos, necesitamos esas actividades que nos sacan de nuestro día a día. Algunas personas pintan, otras toman fotos, otras arman rompecabezas. Actividades sin muchos réditos económicos en su mayoría, pero que redondean vidas que, de otra forma serían grises como los días de junio. Uno sabe que está el sol detrás de las nubes, pero las últimas ganan la partida y llueve todo el día.

Lo interesante es que, bien llevadas, esas cosas que nos dan un respiro de nuestras vidas, muchas veces nos ayudan a continuar con esas realidades de mejor forma. Uno encuentra respuestas a problemas emocionales en una novela. O recuerda que le gusta la pareja cuando la retrata. O regresa la calma al cuerpo en vez de descargarla con los hijos. Un irse para volver. Un salirse para entrar. Un perderse para encontrarse.

Me sigue encantando leer, pero ya no lo hago con esa avidez de escapismo. Es una necesidad de rebotar las ideas que me rondan en la cabeza contra seres abstractos que me dicen cosas que necesito escuchar. Porque, al final del día, uno lleva el interior a cualquier parte que va y se fija en lo que lo refleja mejor. Y, si no lo han leído aún, vayan ahora mismo a agarrar El Conde de Montecristo.

Poseer el universo

El color de la noche que llevas en los ojos

absorbe la luz que sale de los míos.

Nos envolvemos en un olvido voluntario,

fuera de nosotros no hay nada más.

Juntos, tenemos al universo, porque nos tenemos.

Desperdiciar la genialidad

Me paso buena parte de mi día pensando en lo que voy a escribir, lo que estoy escribiendo, lo que quiero editar, lo que se me ocurre tuitear… Las ideas no siempre son lo suficientemente largas como para desarrollarlas en un artículo. A veces no dan ni para un tuit. Pero allí están y hay que atraparlas en el momento en que aparecen.

Se supone que Dalí pedía que lo despertaran cuando tuviera movimiento rápido de ojos (R.E.M.), para poder acordarse de sus sueños y pintarlos. Si es cierto, explica muchas de sus marcianadas geniales. Hay muchos artistas que se dejan llevar por algún tipo de estado alterado para crear. Los atletas de alto rendimiento hablan de estar en la «zona».

Creo que la inspiración sólo se aprovecha cuando tenemos costumbre de hacerle un espacio. Yo escribo siempre. Todos los días. No siempre es bueno. No todos los días. Pero siempre estoy preparada para que alguna buena idea caiga en la red de mi cotidianidad y la pueda plasmar. Algo así como aprenderse las tablas de multiplicar para poder hacer ecuaciones de tercer grado.

Los mejores resultados no siempre los obtienen las personas más talentosas, sino las más constantes. Cosa difícil de aprender, porque uno sólo mira el resultado final de años de entrenamiento. Como ver la punta de un iceberg. Por eso trato de escribir. Alguna vez mi persistencia estará a la altura de un pensamiento genial. Y yo estaré preparada.

Posiciones complicadas

Yo hago yoga. No con la regularidad que me gustaría, pero procuro entrenar una vez a la semana y soy muy disciplinada para estirar bien los músculos después de cualquier ejercicio. Y, aunque hace muchos años lo hago, aún hay muchas posiciones que no me salen. Ni porque tuviera que salvarme la vida. El cuervo es una de ellas. Requiere mucha concentración (que medio tengo), fuerza abdominal (que sí tengo) y confianza (…). Estoy con la nariz a poco espacio del suelo y siento que voy a enterrarla. Sinceramente, no tengo ganas.

A veces nos encontramos en situaciones complicadas en nuestras vidas, que requieren de un set de habilidades que no necesariamente completamos. Que si tenemos empatía, pero no facilidad de comunicación. Que si sabemos manejar, pero no conocemos la dirección. Que si queremos besar, pero no tenemos con quién. Hasta para vestirnos necesitamos varias capas. Y no siempre tenemos la combinación correcta.

Creo que lo mejor que nos puede suceder es darnos cuenta que no es necesario hacer lo más complicado, sino lo que más nos conviene. Simplificar las relaciones sacando el drama que nos causamos con nuestras propias inseguridades y egos frágiles. Comer mejor porque regresamos a lo básico. Quitar capas de maquillaje. Buscar usar ropa más sencilla.

El problema viene cuando uno no es el que escoge, sino que la vida le pone el momento duro y no queda más que aceptar la complicación y hacerle ganas con lo que uno tenga a la mano. Así como cuando en la rutina toca hacer el cuervo y sólo queda intentarlo, rezando no partirse la cara.

Los pensamientos que consentimos

En días como hoy, en los que no se asomó el sol ni de casualidad, sueño con playas y hamacas y calor. Me visto como si quisiera que me adoptaran: pantalones flojos, camisas grandes, suéter de viejita. El pelo se me esponja como si fuera un gato asustado y ya no sé si tengo hambre o sueño o frío o qué. Entonces, me siento en una esquina del comedor y trato de sentarme en una hamaca a la orilla de una piscina, con una margarita en la mano, un buen libro en la otra, música que no es reaguetón y la posibilidad de un beso en la hamaca de al lado.

Pasamos mucho de nuestro tiempo despiertos, imaginándonos cosas. Tenemos conversaciones con gente que no está, planificamos cosas a futuro que tal vez nunca lleguen, nos escapamos a lugares fantásticos que sólo existen dentro de nuestras mentes… Creo que es parte de lo que necesitamos para tener alguna medida de sanidad mental. Hasta la forma en la que manipulamos nuestros recuerdos tiene qué ver en cómo lidiamos con nuestras vidas cotidianas.

Los pensamientos que consentimos, ésos que más queremos y sacamos una y otra vez, no son necesariamente los que mejor nos hacen. Porque a veces alimentamos todo lo que más daño nos causa. Sin fijarnos. Como si viviéramos con un monstruo adentro que sólo tenemos que dejar morir para que nos deje en paz, pero que, por cualquier tipo de incapacidad de contenernos, seguimos visitando y dando de comer.

A mí me cuesta muchísimo no hacer crecer todo lo negativo. Pero tengo mis refugios personales: un bosque, una playa, el recuerdo de la risa de mis hijos… Trato de sacarlos más seguido. Tal vez logre algún día olvidarme de la bestia que me lastima cada vez que le pongo atención. Comenzaré con buscarle un bozal.

Vulnerabilidades inesperadas

Supongo que todos hemos soñado que estamos desnudos frente a un grupo de personas. Esa sensación de vulnerabilidad siempre la asociamos con una pesadilla. Y es que mostrarse así, indefenso, es algo que aterra a cualquiera. Tal vez por eso es que una de las mejores escenas de peleas de películas sea la de Vigo Mortensen en Eastern Promises (véanla, ya). El tipo está en bolas y se las puede contra cualquiera.

La vulnerabilidad, he aprendido, no es un signo de debilidad. Muy al contrario. Ser abierto en nuestros puntos más tiernos, admitir que tenemos un lado sensible, saber llorar ante un dolor, es parte de la sanidad emocional y mental que cuesta años de pruebas aprender. Si no sabemos por dónde nos duelen las cosas, resulta que no estamos preparados para sobreponernos a ellas. Sólo hacerse la bestia de lo que nos puede afectar no lo anula. Al contrario, lo magnifica porque lo que se ignora también tiene poder.

Generalmente nos afecta más a lo que le damos importancia. Lo que más queremos. Lo que tenemos más cerca. Por eso nos duele que una amiga se enoje con nosotros. Que nuestros papás nos rechacen. Que nuestra pareja nos diga algo hiriente. Si un insulto del tipo del carro de al lado al que jamás voy a volver a ver, sinceramente, me tiene sin cuidado. Pero que uno de los niños me hable en tonito insolente me enfurece como a Hulk.

Cuesta admitir que una no es de hierro. Que tiene partes (muchas) blandas. Y que sí sangra cuando lo puyan. Y llora. Y, pues, mejor saber dónde me duele. No es que me pueda defender cual Vigo, pero por lo menos ya sé por dónde taparme.