El mango de la tarde

Partí un mango que escondía el sol entre la cáscara

me lo comí con un tenedor, no necesité lavarme la cara

igual me supo a la fruta que comía de pequeña

sentada en un puesto en el mercado, esperando a mi mamá

el jugo resbalándose entre mis manos.

Así un mango también puede ser una máquina del tiempo

me devuelve a una niña feliz

que tenía todo lo que quería entre las manos,

y que sabía que regresaría a tenerlo la semana siguiente.

La felicidad puede ser eterna de tantas veces que la sintamos

bocado a bocado.

Para que todo fluya, debe haber un cauce

Mi papá decía que las cosas se hacían «suave», refiriéndose a enroscar una tapa o a meter una pieza en donde correspondía. Si hay que forzar algo, generalmente es porque no va allí. La lógica es impecable.

Ahora dicen que hay que dejar que las cosas «fluyan», pero creo que no tienen idea de todo el trabajo que hay detrás de eso. Porque, para que una pieza cace o un líquido fluya correctamente, debe haber una planificación, horas de trabajo, ejecución adecuada y escoger el momento. De lo contrario, por mucho que se permita correr el agua, se va a ir para lugares donde tal vez hace más daño que bien.

Las mejores relaciones son las que parecen fáciles. Una pareja que baila lindo junta. Pero eso es sólo una ínfima parte de la verdad. Para llegar allí, hubo muchos pies pisoteados y muchas pérdidas de ritmo. Ningún atleta de alto rendimiento, por talentoso que sea, logra llegar a su pico sin practicar. Ya allí encuentra el «flow», claro. Como deslizarse por una montaña. Primero hay que escalarla. Y volverla a escalar.

Sí, hay que dejar que las cosas fluyan. Pero no por un caño.

Venado lampareado

Estoy bien equipada para reaccionar en emergencias. ¿Cómo será que una emergencia nunca es buena, siempre mala? De cualquier forma, me corre hielo por las venas y las cosas salen. Se hace lo que se puede con lo que se tiene.

Las buenas noticias me dejan sin aliento. Tengo que procesarlas y creo que reacciono mal: me congelo. ¿Será que nuestros cerebros están mejor equipados para lidiar con cosas malas?

Como sea que funcione, tengo que aprender a respirar.

Más sencillo. No más fácil

“Para qué hacer las cosas fáciles si se pueden hacer difíciles” era un lema que solía decirme, medio en broma, muy en serio. Aún ahora eso de “dejar que las cosas fluyan” sólo me parece adecuado para lo que se llevan las cañerías. Lo que sale bien, de forma sencilla, lleva detrás horas de hacer cosas mal y con dificultad.

Detrás de esos matrimonios de décadas que uno admira, hay noches de negociaciones, redefiniciones de lo que es amar, compromisos, acuerdos y muchas muertes de egos. Nada fácil. Pero luego se va sobre ruedas y todo parece como que así fue siempre. Las cosas que queremos nos cuestan y eso está bien. No se trata de aguantar daño, pero tampoco de huir de los retos.

Me gustan las cosas sencillas. Pero no fáciles. Hasta un huevo bien hecho lleva horas de práctica.

No hice nada

Con el desayuno preparado desde ayer, almuerzo pedido y niños atendidos, poco me quedó por hacer hoy. Se me juntaron las ganas de platicar en silencio con mi cama, con la falta de deseo de hacer otra cosa. Hacer nada es, por definición, estar en un estado específico, ilógico hasta cierto punto.

Siento la compulsión de ocuparme, porque me rindo cuentas de cada momento y pocas veces me satisface mi reporte. ¿Por qué perdimos el sentido de la nada como algo bueno? Es allí cuando se asientan los sabores de la vida, ingredientes en una salsa que necesitan conocerse mejor para bailar bien juntos.

No estoy segura si lo que hice sea bueno. Es algo, sin ser algo. Ha sido rico. Me dará un poco de cargo de consciencia mañana, por tantos minutos desperdiciados. Espero apreciar la suspensión de ansiedad que me regalé. Tal vez lo repita alguna otra vez.

Derretir el chocolate

Sentados frente al café

hay un momento de espera

hasta que huele como debe

antes sólo es agua

tomar café sin sabor

un remedo de beso sin fuego

¿cómo aprendimos a aceptar menos?

quiero tomarme una tormenta

que se derrita el chocolate al morderlo

sentirle el sabor a la comida

y quemarme entre otra boca.

Otra de esas conversaciones

Me toca estar ahora del lado de los papás en las conversaciones incómodas. Sentar al recién entrado en la adolescencia en el comedor y preguntarle cosas es un estudio en caras de aflicción. Es instintivo, supongo, que el joven crea de primera impresión que va a ser sumamente puteado. Aunque no sea así la mayor parte del tiempo.

Nos toca modelar para los hijos las actitudes que quisiéramos que tuvieran. Lo difícil es que necesitamos que se comporten como gente decente, precisamente cuando no están en frente nuestro. Y, como es imposible estar completamente enterados de lo que hacen todo el tiempo, sólo nos podemos encomendar a la deidad de nuestra convicción para que los ilumine un poco.

Me pasa además, que lo que mis hijos viven en sus vidas es radicalmente distinto de lo que yo tuve como normal. Hay más en común entre la forma en que se criaron mis abuelos y yo, que entre yo y mis hijos. Hasta los aparatos de comunicación son distintos. Y es allí en donde tenemos simplemente que confiar en que el cariño, la apertura, la firmeza y la claridad, sean suficientes para que no se pierdan entre el universo de posibilidades modernas. Y, claro está, siempre lo podemos sentar en la silla del acusado y verlo fijamente hasta que confiese. No falla.

De mandados pendejos

Salí a comprar jabón para la niña. Y regresé a darme cuenta que no hay sal. Lo cual significa otra salida a un mandado pendejo. Que está bien, tal vez, las cosas tienen sus ciclos y toca llenarlos.

Me está pasando cada vez más que veo transcurrir mis días en ocupaciones pequeñas, cotidianas, que sólo se aprecian cuando faltan: las sábanas limpias, la comida hecha. Y, de nuevo, está bien. Porque la vida es más llevadera cuando todo eso está. Los vacíos de cosas pequeñas minan los fundamentos de las construcciones grandes.

Así, salgo a hacer mandados y doblo con diversos grados de éxito las sábanas con elástico. Para poder sentarme a escribir sin temor a que se me caiga el edificio encima.

Iba a apuntarlo todo

Me dieron ganas de hacer amargos. Esas mezclas que suenan exóticas y se les agregan por gotas a los tragos. Tengo un par de semanas de estar macerando distintos ingredientes y hoy hice mis mezclas. Me había propuesto apuntar con cuidado cada mililitro de qué se iba dónde. Terminé apenas escribiendo con letra de asesino en serie lo básico en las etiquetas.

A veces, por querer que todo esté perfecto, nos ponemos tantos pasos qué llenar, que no damos ni uno. Porque, seamos sinceros, no siempre dan ganas de dejar salir al obsesivito que llevamos dentro. Sobre todo porque tiende a amargarnos la fiesta. Se vale no hacerlo todo perfecto, mientras salga bien y nos guste el resultado.

Así que ya están embotelladas mis mezclas y huelen bien. No creo poder replicarlas. Y tampoco estoy preocupada.

Comer pizza

No sé cuánto comí. Supongo que eso es una buena medida de lo rico que estuvo mi domingo. Entre las cervezas, la pizza y el helado, ahora remojo mis galletas en el whisky que aprendí a tomar hace poco y siento que fue un día bien invertido. Tal vez todos necesitamos un momento de soltar. Las expectativas, los horarios, las ganas de hacer.

Sigo a filósofos estóicos y dicen que todo tiene que tener una intención. Hoy mi intención fue la nada. Y está bien.

Así que hoy, comí. Y tomé (sigo haciéndolo). Hasta el próximo domingo.