El tiempo es la moneda de todo. De la vida misma. Compramos con tiempo lo que queremos alcanzar y lo intangible de las emociones se refuerzan o desvanecen con su paso. Acostumbrarnos a nuestra realidad cuando cambia, toma días, meses, años y luego vuelve a cambiar y por eso nunca estamos adaptados, aunque siempre lo intentemos.
No hay forma de medirlo linear, porque no transcurre como una acumulación matemática de segundos, aunque lo podamos contar. ¿Quién le dice a un corazón que ya es tiempo suficiente de estar triste? ¿O a una madre con un hijo enfermo que ya pasaron los meses necesarios para adaptarse? ¿Cómo aseguramos en una relación que a cierta cantidad de años ya no van a tener más contratiempos?
Sólo sabemos que ya pasó el tiempo necesario, después. Cuando estamos sentados en un lugar cómodo y no sentimos la necesidad de movernos. Mientras no lleguemos allí, aún tenemos qué pagar.