Escribir es mi forma favorita de transmitir lo que quiero decir. Puedo medir mis palabras, encontrar la que mejor le queda al sentimiento, amarrar las que pueden causar daño. Van sin muecas, sin tonos, sin inflexiones. Y también ese es un problema. Porque se van sin la espontaneidad que mantiene viva una buena conversación.
Hablar por teléfono nunca me ha gustado. “¿Qué quieres?”, aparentemente, es una pregunta que se puede considerar grosera, mientras a mí siempre me pareció que le ahorraba a quien me llamara muchos minutos de conversación preparatoria. Me gusta el preámbulo, pero en otro contexto.
Admito que soy mala conversando casualmente porque hablo demasiado y demás. Como si el silencio fuera un pichoncito con hambre al que hay que alimentar constantemente. Y no. No todo el mundo me tiene que caer bien. Estoy completamente consciente que yo no le caigo bien a todo el mundo.
Pero, si lo tengo que confesar, las pláticas que más me llenan son en las que me olvido de mí. De ser algo. De contar algo. En las que a veces hay silencios para verse y respirar. En las que un chiste puede cambiar la forma de escuchar una frase para siempre. En las que me pierdo.
De ésas hay pocas y las guardo en la memoria.