Niveles de comunicación

Escribir es mi forma favorita de transmitir lo que quiero decir. Puedo medir mis palabras, encontrar la que mejor le queda al sentimiento, amarrar las que pueden causar daño. Van sin muecas, sin tonos, sin inflexiones. Y también ese es un problema. Porque se van sin la espontaneidad que mantiene viva una buena conversación.

Hablar por teléfono nunca me ha gustado. “¿Qué quieres?”, aparentemente, es una pregunta que se puede considerar grosera, mientras a mí siempre me pareció que le ahorraba a quien me llamara muchos minutos de conversación preparatoria. Me gusta el preámbulo, pero en otro contexto.

Admito que soy mala conversando casualmente porque hablo demasiado y demás. Como si el silencio fuera un pichoncito con hambre al que hay que alimentar constantemente. Y no. No todo el mundo me tiene que caer bien. Estoy completamente consciente que yo no le caigo bien a todo el mundo.

Pero, si lo tengo que confesar, las pláticas que más me llenan son en las que me olvido de mí. De ser algo. De contar algo. En las que a veces hay silencios para verse y respirar. En las que un chiste puede cambiar la forma de escuchar una frase para siempre. En las que me pierdo.

De ésas hay pocas y las guardo en la memoria.

Tenemos que hablar

De la forma en la que te miras. Cómo te hablas. Las cosas que te dices. Tenemos que ponerle límites a tus críticas, a tu ojo que sólo mira los defectos, a la voz insistente que apunta en dónde hace falta. Hay cosas que debemos tener claras, como que tu verdad no es la única, que hay muchas otras maneras de tratar a la gente cercana y que no todo es malo sólo porque no es como te lo habías imaginado.

Vamos a tener que establecer reglas claras de conducta, para quitarte la aguja con la que constantemente desinflas la felicidad, para bajarle a la agresividad y la ironía, para ponerte en el contexto de todo lo que estás criticando. La relación se nos está agriando y, te cuento, nos queda mucho tiempo por recorrer sin separarnos. Así que, sería mejor que lográramos llevarnos lo mejor posible, apoyarnos mutuamente, sernos de beneficio, hacernos bien.

¿Te recuerdas cuando estábamos felices, nos queríamos, nos hablábamos bonito? Es cierto que no siempre va a estar todo bien, pero no puede ser que todo esté siempre mal. Debe haber algo en medio. Fíjate en lo que sí puedo hacer, en las cosas que me salen mejor que antes, en todo lo que he logrado.

Si no, voy a tener que volver a quitar todos los espejos de la casa, ponerle mordaza a mi voz interior, separarme de mí misma. Y eso es demasiado doloroso. Mejor agarremos la onda.

Las cosas que importan, vale la pena hacerlas

Aunque sea mal hechas. Como mi libro. Ya mandé a imprimir 30 y estaba mal diagramado. Porque no sabía. Porque no se me ocurrió. Por babosa. Pero ya está publicado y soy feliz y ya vendí de las copias mal editadas. No importa. Es una bellecita de novela (menos mal lo digo yo porque yo la escribí y me gusta lo que hice). La gente que compró esas primeras copias podrá decir que tienen las muy malas ediciones de un muy buen libro. Quién quita y hasta tienen más valor por lo artesanal.

Roy H. Williams dice que todo lo que merece hacerse, se debe hacer aunque se haga mal. Esperar a tenerlo todo perfecto es no hacer nada. Tirarse al agua, aunque sea de panzaso es la única forma de entrar de lleno en algo que nos aterra pero que nos llama. Ese primer choque con el mar frío nos asusta tanto que nos quedamos parados a la orilla de la playa.  Pero allí nunca comenzaron las buenas aventuras.

Hay que arriesgarse. Que salgan mal las cosas y volverlas a hacer hasta que salga bien. Aunque nunca lleguen a la perfección que quisiéramos. Igual haremos más que la mayor parte de espectadores que se quedan cómodos en sus sillas, viendo el mar pasar y sin mojarse. ¿En dónde está el chiste?

Los vacíos

Mi mamá decía que a ella seguro la habían consolado con pan y que por eso ella buscaba sentirse bien comiendo. No hay forma más inmediata de disparar químicos reconfortantes con sustancias legales como con la comida. Por algo se les dice a ciertas tapaderas de arterias “confort food”.

Yo me siento mal y dejo de comer. Como si el vacío se alimentara de sí mismo y no me dejara espacio para nada más. Sólo emociones de las que nos dejan en la cama y pesan.

Todos tenemos vacíos. Nos hace falta alguien, tenemos un trabajo insatisfactorio, quedamos cortos para lograr algo que queríamos. Hay una atracción inmensa en quedarse rellenando esos agujeros, agarramos nuestras palas emocionales y nos bachamos, porque no soportamos esa sensación de falta.

El inconveniente es que hay agujeros que simplemente no se tapan. Son como pozos de agua que a veces están llenos y otras no. Y es mejor aprender a vivir con nuestras faltas y avanzar con ellas, que quedarnos varados en el camino, neceando por conseguir una plenitud perfecta. La perfección no existe y la plenitud sólo es parcial. Creo que estaremos completamente satisfechos cuando ya no querramos nada, lo cual, en mi caso, seguro vendrá después de la muerte.

Superar nuestros vacíos, construirnos puentes para superar los que definitivamente no podemos llenar y continuar. Sería mi meta. Al menos agradezco que a mí no me hayan consolado con pan, porque el relleno de los hoyos sería yo.

El tiempo que se llena

Los espacios vacíos en donde uno no puede escapar a otra parte, como las salas de espera, las colas en trámites, los carros parqueados en el tráfico, se sienten como si la vida se le escapara a uno por un grifo abierto que no le sirve a nadie. Cuestión, supongo, del enfoque se le dé a ese estar sin hacer. He leído que todo acontecimiento tiene la importancia que uno le asigna y la carga emocional que se le da.

Todo eso suena lindo. Pero no es fácil de lograrse, sobre todo en situaciones como en la que estoy: parada desde hace más de una hora. El dolor de espalda ya es el menor de mis molestias. He sentido empujones, olores diversos y frustración.

Pero tengo un libro y puedo escribir (ya hice una columna larga y esto). No es que esté disfrutando la experiencia, seguro preferiría hacer lo mismo en la comodidad de mi hogar. Pero, ante la inevitabilidad de estar aquí, si no me enojo, me va mejor.

Sólo espero salir de aquí antes de las semifinales del mundial en Quatar. Me sería muy triste gastarme los últimos años de juventud que me quedan, sentada en una silla de oficina pública.

Lo más lindo del mundo

Mi bebida alcohólica favorita es el vino. Como muchos, empecé tomando de esos vinos blancos súper dulces que parecen fresco de uva. Y me gustaban. Ahora es lo último que buscaría para tomar. Pero me gustaban. Alguna vez escuché decir que el mejor vino es el que a uno le gusta y me sirvió para apreciar lo que. me estaba tomando y disfrutando en ese momento y para bajarle un par de rayas a cualquier tipo de esnobismo que pueda tener ahora.

El axioma se aplica para cualquier cosa, sobre todo para lo que no le incumbe ni le hace daño a nadie. La ropa, el pelo, la comida, cualquier tipo de posesiones materiales… Las actividades que uno no entiende que hacen con satisfacción los demás. Pareciera que el problema de uno como humano es que sólo puede ver lo que mira con sus ojos. Lógico. Es imposible usar el cerebro de alguien más. Pero definitivamente sí podemos pensar que lo mismo que nos pasa a nosotros, se repite en las personas que tenemos al lado: si a mí me gusta algo, aunque objetivamente no sea lo más bonito, eso que le gusta al otro, aunque a mí me parece espantoso, le es lindo. Y el resto no debe importarme.

El mejor vino es el que le gusta a uno. Y generalmente me gusta el que me estoy tomando.

El mejor pegamento

Con la niña tenemos un par de costumbres simpáticas. Nos gusta, sobre todo, ver programas de cocina. Ahora estamos fascinadas con uno que se llama «Nailed It!» que enseña cómo personas a las que se les queman hasta los poporopos de microondas, tratan de recrear postres complicadísimos. Yo misma he tratado de hacer pasteles con mayor o menor grado de fracaso y entiendo el tiempo y la destreza involucrados en el asunto. Igual me río. Las dos nos reímos mucho.

Se habla bastante de las cosas que mantienen unidas a los núcleos sociales/afectivos/familiares. Que si el cariño, que si la comunicación, que si el respeto. No digo que todo eso no tenga su valor, claro que sí. Pero se deja del lado que muchas veces, lo que nos une muy fuertemente a otra persona, es nuestra capacidad de reírnos de lo mismo. Esa diversión que cae como un vaso de agua fresca en un día caluroso. Si uno encuentra el lugar en donde ambas personas son felices y se ríen, hay una probabilidad enorme que eso los mantenga unidos más tiempo.

Tal vez por eso, ahora que la niña está un poco difícil y yo tengo menos paciencia, aprecie tanto esos momentos de desternillarnos juntas de la risa. Pobre gente que no puede ni hervir agua. Pero nosotras nos reímos.

Una poza en la playa

Que se llena y se sumerge,

se confunde con el océano

y es piso y tope

sin aire, ni cielo.

Pero se va el mar

y queda casi vacía

apenas un poco de agua

y peces y estrellas.

Esperando el momento

en que el mar regrese.

Las cosas que olvido

Cada vez que cambio de cinta en el karate, tengo que hacer katas nuevas. Las aprendo, junto con las que hagamos en clase, las presento y las olvido. Muy rápido. Es como si cada kata nueva empujara una anterior por el precipicio del olvido. Es horrible porque no es como si no me acordara de lo que me costó aprenderlas.

Sherlock Homes decía que no le interesaba aprender que la Tierra era redonda, ni ese tipo de información, porque consideraba que su cerebro tenía espacio limitado, el cual debía ser utilizado sólo para lo que le servía. Resulta que no podía estar más equivocado. La mente y la memoria son plásticas, se pueden expander de forma casi infinita y son capaces de almacenar universos. Eso es genial, porque nos libera del viejo pensamiento de ser demasiado viejos para aprender cosas nuevas. La mayor parte de veces, es una simple comodidad en lo que ya sabemos y no queremos cambiar. Los pensamientos e ideas viejos son como las t-shirts llenas de hoyos que no tiramos aunque sean traslúcidas. Siempre podemos recordar cosas nuevas. Sólo es cuestión de querer hacerlo. Y puede que sí cueste un poco más, pero es simplemente porque hay que hacer conexiones nuevas.

Eso, y repetir demasiadas veces las katas viejas que a veces me piden hacer y no me sé porque me estoy aprendiendo las que vienen.