A veces es el olvido
otras es el dolor.
Se paga en moneda líquida
que se escapa de los ojos
Se siente como un vacío
que ocupa el lugar del corazón.
Le sacrificamos silencios
y suspiros y sollozos.
Y nos decimos:
«Lo pagaría mil veces.»
A veces es el olvido
otras es el dolor.
Se paga en moneda líquida
que se escapa de los ojos
Se siente como un vacío
que ocupa el lugar del corazón.
Le sacrificamos silencios
y suspiros y sollozos.
Y nos decimos:
«Lo pagaría mil veces.»
A pesar de los días grises, fríos y lloviznosos, estamos en verano. Evidencia de eso las jacarandas reventadas de morado y los matilisguates ruborizándose por toda la ciudad. Es de las pocas cosas bonitas que tenemos para ver, pero ¡son tan bonitas! Es un momento tan precioso y efímero del año, que dan ganas de tomarles foto a cada árbol, como si no fueran a volver a florear en doce meses.
El recuerdo de un día feliz, de una comida entre amigos, de la risa de nuestros hijos, de una mirada llena dd amor. Vivimos pequeños pedazos de perfección que no se pueden atrapar para siempre.
Y continuamos nuestras vidas normales, con raíces y ramas y hojas verdes. Que no por no estar floreciendo dejan de ser hermosas. Sólo no son perfectas.
Porque lo perfecto no se queda. Por eso lo tenemos que aprender a apreciar cuando llega, vivirlo al máximo y dejarlo ir. Para continuar con lo que sí es permanente. Hasta que nos toque el siguiente destello de algo maravilloso que adorna el verde de todos los días.
Me fascinan las jacarandas en flor. El morado, después del negro, es mi color favorito. Pero también me gustan todos esos árboles verdes en la ciudad.
Hace ya varios años me gustaban los Cheetos. No comía muy seguido, pero cuando lo hacía, me acababa la bolsa grande entera. Obvio me enfermaba. Es demasiada cochinada junta. Pasaban meses antes que yo quisiera volver a comer un Cheeto. Y así, ese ciclo tonto de comer hasta dejarme impregnado el anaranjado hasta en lo blanco de los ojos.
Ya no como nada de eso. Ni siquiera se me antoja. Y lo que como no puedo comer hasta rebalsarme. Pero nunca se me deja de antojar.
Hay cosas que pareciera que no se pueden dejar de hacer, por mucho que uno sepa que va a parar lamentándolas. Todas son deliciosas cuando pasan y nos dejan un vacío después. Luego hay otras que, si bien no son tan espectacularmente llamativas, igual son ricas y que se pueden aprender a apreciar.
No podemos alimentarnos de Cheetos. Es más, es muy probable que los lleguemos a detestar. Pero a veces necesitamos ese estrago para darnos cuenta que no son buenos.
Supongo que hay un momento para todo. Yo recuerdo hasta con cariño esos dolores de estómago. Pero me gusta más no tenerlos. Hasta que me ponen un plato de sushi enfrente y tengo que comer, aún cuando sé bien que me va a doler mucho el comer arroz. En fin.
Me cuesta estar sin nada qué hacer. Como si la vida me fuera a pasar factura de cada segundo desperdiciado. El problema es que mi definición de «desperdicio» es muy estricta. Pareciera que, si no tengo algo qué me ocupe la mente, las manos, el cuerpo, no estoy cumpliendo mi propósito en esta vida. Resulta que no siempre es así el asunto.
Uno de mis entrenadores «famosos» favoritos es Shaun T (el de Insanity, con el que mantengo una relación amordio de la cuál él obviamente no está ni enterado). Por él comencé a hacer ejercicio recién nacida Fátima y gracias a él no lo he dejado hasta el día de hoy. Resulta que el hombre, al que se le marcan hasta los pensamientos, recomienda hacer por lo menos tres días de descanso entre ciclo de entreno y ciclo. Eso para mí es impensable.
Pero totalmente necesario. Ya no doy. Y no sé si son mis músculos o mi cerebro o mis emociones. Lo cierto es que me siento vacía, seca, lista para romperme a la menor mala mirada. Eso sí es un desperdicio. Mi mente necesita dejar de dar vueltas, mi cuerpo necesita un día de no levantar mil quinimil veces una pesa y mi corazón necesita dejar de sentir que lo tienen ahogado.
Por eso hoy estoy escribiendo con una chela en la mano, una bandeja de brócolis tostados y una bolsita de yuquitas (todo lo cual se traduce en la gloria para mí. Me voy a dar vacaciones. Esta semana. No creo aguantar más. Pero, enfermarme, sí sería un desperdicio de vida.
Todavía se me antojan un par de cosas: el baklava y los relámpagos. Del primero me comí un pedazo en CdMx que me sacó las lágrimas de la nostalgia. Los segundos, he encontrado en varias panaderías/pastelerías en Guate y siempre me regresan a mi infancia de niña consentida con mamá que cocinaba como los dioses.
Sentarme en la silla de cabecera del comedor de la familia. Cantarle a los peques las canciones de cuna con las que me dormía mi mamá. Hacer tradiciones con mi familia que repetimos año con año. Darles a mis hijos un lugar seguro a dónde puedan regresar, aunque sea en el recuerdo cuando sean adultos. Es de las mejores cosas que puedo pensar en darles.
Como adultos nos toca encargarnos de la vida, la propia y a veces la de nuestros hijos pequeños. Nos quedamos sin un momento para sentirnos que podemos entregar la maleta, sentarnos y dejarnos consentir. Por lo menos eso me pasa a mí desde hace diez años. Como me gusta decir con una mueca que no sé si es una risa o un puchero, “It is what it is.”
Todos necesitamos un lugar para descansar emocionalmente. Yo me he construido el mío frente a una pantalla y un teclado. En una cocina en la que hago lo que me gusta. Incluidos unos profiteroles de poca madre con helado de vainilla con los que consentí a mis hijos hoy al desayuno. Ellos también tienen mamá que cocina bien.
Hay palabras que nos quedamos, porque sacarlas destruirían nuestro mundo.
Otras que guardamos como si fueran un tesoro que no queremos enseñar.
Otras que callamos porque no queremos darle sustancia a nuestros miedos.
Otras que escondemos para no recordar nuestras culpas.
Las palabras que nos quedamos nos queman, nos corroen, nos iluminan, nos sostienen. Nos las susurramos por las noches. Se las gritamos al eco. Las tiramos en un papel. Las dejamos volar al viento.
De todas las palabras que nos quedamos están hechos nuestros sueños.
Ni avanzo escribiendo. Ni me para de dar vueltas hámster de la cabeza.
Todavía no me aprendo bien mis katas. Me sigue saliendo mal la patada. No se me marcan los cuadritos.
Continúo despertándome de noche. Me enojo, bastante. Me canso corriendo y no logro aumentar la distancia.
Hay muchas etapas en las que nos quedamos estancados. En una relación que no podemos dejar. O no logramos perfeccionar algo, por más que lo practiquemos. La dieta no nos ayuda. Todavía sacamos esos recuerdos que nos lastiman.
Nos quedamos patinando como carros sobre lodo. Dando vueltas en círculos. Y a veces todo eso está bien. Porque repetir ciclos significa que aún tenemos algo qué sacarle a la situación. Que necesitamos aprender (o desaprender) lo que nos da la lección que tenemos en repetición.
La vida pareciera un juego de video en el que se aprenden habilidades diferentes para poder avanzar de nivel. Hasta que no las tenemos, no pasamos al siguiente mundo.
Es triste quedarse estancado. Sobre todo porque a veces nosotros mismos nos detenemos en el camino, porque nos da miedo lo que pueda venir.
Yo quisiera avanzar. Me cuesta más olvidar que aprender. Supongo que todavía le puedo sacar algo al dolor, aunque sea la certeza de no volver a querer estar allí.
Yo sé que esto lo leen en miércoles, pero ahora que lo escribo es martes por la tarde y yo siento que ya pasaron tres semanas desde el lunes. El niño está enfermo (gripe, fiebre, tos, niñez al fin) y eso viene a cambiar el flujo normal de mis días. Le inyecta una dosis extra de preocupación y potencia el sentimiento de impotencia que yo de mamá siento frente a mis hijos.
Y es que uno de padre siempre sabe que no tiene mucho, o tiene nada, bajo control cuando se trata de los niños, sus golpes, enfermedades, sentimientos y demás. Allí sí toca navegar hacia un horizonte anhelado, esperando que el viento que uno escoge realmente lo lleve allí. O sea, todos queremos que nuestros hijos sean personas de bien, que sean felices, responsables, con habilidades para sobrellevar la vida, que encuentren el amor (en la forma que sea más perdurable), que hagan algo para lo que sean buenos y les guste. En pocas palabras, todos queremos lo mejor para ellos. El detalle está en cómo.
La respuesta, lamentablemente, es «quién sabe». Por lo menos no a ciencia cierta. Porque yo puedo ver los resultados de muchas actitudes que me gustan en mis hijos, pero no tengo la certeza que eso los lleve a lo que me gustaría para ellos. Y también puedo ver todas las cosas que yo hago mal con ellos con mucha más claridad que lo bueno. A veces me dan ganas de renunciar a este chance. Es jodido.
Sobre todo en semanas como ésta, que comienzan con exámenes de sangre y demás sorpresas simpáticas. Y aún no he llegado al miércoles. Miércoles.
Cada vez hablo menos por teléfono. Las voces a través de los aparatos me suenan raras y me da pena molestar a la gente. Me fascina la poca invasividad de un mensaje de texto enviado por cualquiera de los muchos medios sociales que uno tiene a su alcance. Mi círculo de interacción diario es reducido y lo he ido puliendo de tal manera que, la gente que verdaderamente me rodea, es una influencia positiva en mi vida.
Tal vez por eso me choca cuando salen palabras poco agradables de mi boca, hacia mí o hacia gente cercana. Generalmente soy mucho más dura conmigo misma de lo que soy con cualquiera. Como todo, es bueno y es malo. En extremo para ambos lados. Soy capaz de levantarme de la cama a hacer lo que tengo qué hacer, porque lo tengo qué hacer. Eso es bueno. Lo malo es que lo hago aún cuando estoy ardiendo en fiebre.
La voz con que nos hablamos es una mezcla de lo que escuchábamos de niños, lo que nos decíamos de adolescentes y lo que nos susurramos de adultos. Nunca es objetiva. Imposible. Nos sale desde adentro. Lo que sí deberíamos de procurar es que siempre fuera cariñosa, por muy sincera que la tengamos calibrada.
Nuestro mundo está lleno de palabras, lo que no logramos definirnos no tiene una sustancia completa, la existencia misma depende de poder ser nombrada. Así mismo nosotros. Cada palabra con las que nos describimos nos define.
Espero poder definirme de una forma que quiera llegar a ser, aun cuando no haya llegado allí todavía.
Es marzo y uno plancha los vestidos para calor, esos vueludos y livianos que se mueven con cada paso que uno da y que son la envidia de los hombres que tienen qué usar pantalones. Yo siempre me quejo del calor cuando hay, porque creo que no me gusta. Pero ahora he estado deseando sol y playa y agua y calor. De ese que te envuelve como un abrazo y te hace querer quedarte allí donde estás, respirando apenas.
Ese calor coincide con las mañanas deportivas de los niños y allí salimos, armados de bloqueador solar, sombreros, anteojos oscuros… todo para sentir que el clima nos estaba jugando una mala pasada. Todo nublado, todo gris, todo frío. Y el viento. Como para arrancar árboles.
El clima es de esas cosas que son completamente incontrolables en nuestra existencia. Y dependemos de él en muchas más formas que sólo la inmediata de nuestra comodidad y la ropa que escogemos. Lo que comemos y nuestra propia subsistencia están atadas a que cambiemos de temperatura, humedad y todos esos cambios meteorológicos básicos.
Hay dos formas básicas de enfrentar lo que no podemos controlar: o dejamos que nos afecte, o no. Aplica para el tráfico, el humor de la pareja, el barro que nos sale en medio de la frente… Realmente, lo único que podemos controlar son nuestras propias reacciones ante los impulsos externos de los cuales nos rodeamos. No es bueno ni malo, simplemente así es la vida.
Saber que el control, ese que quisiéramos tener sobre todo, pero que no existe, no es poder, libera.
Y pues, no, no había sol. Menos mal también llevábamos con qué abrigarnos.