Creo que estoy sobre entrenada. Creo. No sé. Hoy me costó un mundo pegarle una patada decente al dummy en el karate y casi me muero corriendo después. Pero eso no es ni extraño en mí, ni nada de qué preocuparse. O sea, no poderle pegar una cachimbeada al dummy, sí, pero que yo me exceda, no.
Admito que tengo una personalidad tenaz (no me gusta la palabra «obsesiva», es demasiado definitiva) y agarro con disciplina todo lo que emprendo. El problema con eso se presenta de dos formas: o me aburro porque lo que hago con ahínco no es lo suficientemente retador como para mantener mi interés; o lo hago hasta morir en el intento de la perfección.
Durante nuestras vidas probamos diferentes actividades: pasamos de hacer un deporte al otro, de clases de pintura a las de canto, de la guitarra al piano… De un novio a otro… No todos tenemos la suerte de haber escogido una carrera que nos gustara y que no quisiéramos cambiar, pero he conocido gente que, luego de seis años de estudiar medicina, resultaron de compañeros en derecho. Creo que es válido. Sobre todo si uno puso todo su empeño por hacerlo de la mejor forma posible y, simplemente, no era lo que le gustaba.
Pero también hay ocasiones en las que hay que hacerle ganas. Porque siempre hay de esos desiertos de la emoción en cualquier actividad, interés, relación. Y es cuando uno debe evaluar si vale la pena ser necio y agarrar un segundo aire, o no.
Así como yo hoy, que terminé mis cuatro kilómetros a paso de tortuga, sacando un pulmón y arrastrando la lengua. Pero los terminé. Y pasé el resto de la tarde con dolor de cabeza. Espero que el jueves me vaya mejor.