Uno crece con expectativas de qué va a pasar en su vida, que van desde poder volar cuando se es niño hasta cualquier futuro que se imagina uno de joven. A los veinte años, aún tenemos ilusiones de amores de cuentos de hadas, viajes alrededor del mundo, niños perfectos y carreras exitosísimas. O lo que sea que nos despierte por las noches a soñar.
Resulta que las ilusiones son pedazos de mosaicos que armamos en diferentes formas. Nos gusta pensar que tallamos nuestras vidas en piedra, pero eso sólo significa que, si las cosas no salen como queríamos (spoiler: nunca salen exactamente como queríamos), nos despedazamos ante la realidad de ilusiones rotas.
Los mosaicos, ese arte tan lindo de hacer imágenes con retazos, es otra forma de entendernos. Tenemos pedazos que son inmutables, pero que podemos mover para formar nuevas expectativas y ajustarlas a lo que viene. No es que las ilusiones sean malas, pero ni siquiera podemos saber si nos va a gustar lo mismo en cinco años. Hay cosas que cambian. Nosotros, principalmente.
Lo que se hace con los pedazos es ponerlos en formas nuevas. Que nos gusten en este momento. Conservando las piezas. Al final del día, se trata de hacer algo bello, no de rompernos.