Natural

Mi maestro de karate, cuando quiere decirme cómo hacer bien algo, me dice que lo haga “natural”. A lo cuál yo respondo (para mis adentros), “esto es natural para mí”. Pero resulta que hay una forma de hacer las cosas “como siempre” que no es lo mismo que bien y que nos sale por costumbre.

Nada más difícil que desaprender. Porque uno le pone tanto esfuerzo a adquirir el conocimiento, que dejarlo ir cuesta. Por eso hay tanta resistencia en el ámbito histórico para integrar nueva información que contradice lo que se lleva siglos enseñando. Por eso cuesta tanto dejar de hacer algo malo. Y por eso no avanzamos a veces como humanidad por no cambiar.

Hacer las cosas siempre iguales no quiere decir que están bien hechas. Y haberlas aprendido de una manera tampoco significa que no venga un nuevo dato a desmontarnos la realidad. Siempre, todo se puede mejorar. Y hay que cultivar el hábito de tener siempre mente de principiante. Porque hasta lo “natural” es aprendido.

Un pequeño dolor

Probablemente tenía 5 años la primera vez que escuché “la belleza cuesta”. Nunca se me olvidó. Porque es cierto. Arreglarse cuesta. Sobre todo tiempo.

No es nada moderno tampoco. Las modificaciones corporales existen desde que tenemos ojos y estoy segura que siempre fueron para gustarle a alguien. Y está bien. Si la meta última de la especie es reproducirse, cualquier ventaja competitiva es válida. Hasta que no lo es. No entiendo por qué matarme para verme bien, si no me gusta a mí.

Gasto muy poco tiempo en arreglarme. Pero sí en hacer ejercicio, cocinar, asolearme, meditar. Cuesta estar bien, pero cuesta aún más arreglar lo que se arruina. Prefiero irme por el declive pausado.

Lo que no se ve

Me da risa que sea tan popular el dicho de “lo que se ve, no se pregunta”. Pero no me gusta esa política. Yo creo fielmente en no quedarme con la duda. Sobre todo porque me vuela la imaginación y puedo suponer mil cosas si no compruebo.

En nuestra modernidad se usa el lenguaje más para ocultar que para comunicar. Nos preguntan cómo estamos y contestamos “bien”. Torcemos el significado de nuestras palabras. Nos ocultamos. No hay necesidad de desnudarse por completo, pero sí hay que indagar más allá de lo que hay en la superficie.

Hay más cosas que no sabemos que las que sí. Vale la pena preguntar. Sobre todo con los nuestros. No vivimos en sus mentes. Hay que sacarles lo que guardan. Porque, lo que se ve, no es siempre lo que hay.

Límites y sus sentimientos

Debe haber algo disfuncional en mi composición emocional que me hace sentirme mal de poner límites si creo que voy a ofender a alguien. Se me ha ido quitando con la edad. Puedo decir sin titubear que no me toquen. Y luego lo reviso mil veces en mi mente porque me da remordimiento haberlo hecho. Es complicado.

Queremos quedar bien. Ser parte de un grupo y sentir que pertenecemos. Perdemos un poco de agencia sobre nuestras preferencias pero a cambio recibimos aprobación. El caso es que no todos los grupos ni todas las aprobaciones son positivas. Identificar cuándo vale la pena el intercambio es una tarea que se aprende con el tiempo y los golpes.

Sigo pensando en cómo puse un límite claro. Aunque me molesta un poco haberlo hecho, creo que me hubiera sentido peor dejando pasar algo que me tenía incómoda. En la balanza, está bien sentirme un poco mal. Lo otro hubiera sido peor.

Hay tiempo para todo

Despierto a las 4am todos los días porque me gusta terminar mis obligaciones temprano. No sólo lo que hago para otros. Es sobre todo lo que hago para mí. El precio es acompañar al sol a salir y no me molesta.

El tiempo es tal vez el bien del que tenemos más consciencia que es finito. Le quitamos meses al calendario, hacemos citas a horas específicas, hablamos de perderlo. Nunca recuperarlo. Es la moneda con que pagamos nuestras vidas. Por eso tantas personas que ganan dinero enseñando cómo organizarlo.

Encuentro más fácil asignarle valor a mis ocupaciones que hacerme bolas con agendas. Yo sé qué es lo que me interesa y así me gasto el día. Hay tiempo para todo lo que uno quiere hacer, hasta para perderlo. La cosa es hacerlo intencional. Por eso me duermo a las 8pm.

Sólo porque sí

Hay un árbol en particular por el que paso en mi camino de la mañana que está lleno de pajaritos. Hacen un escándalo tremendo a esa hora, anunciando a la vida que despiertan. Me encanta escucharlos, siempre bajo el vidrio para recibir su saludo. Comienzo el día mejor por eso.

Hay una explicación antropológica de por qué nos gusta escuchar el canto de los pájaros: cuando estábamos en la jungla, nos servía de alarma porque las aves sólo hacen ruido cuando no perciben peligro cerca.

Ya no vivimos en ese tipo de selva. Y nos sigue gustando escuchar a los pajaritos. Porque sí. Y eso es suficiente.

Un poco de pena

Tuve que pedir un favor hoy a alguien con quien no me hablo de forma regular. Me dio pena, pero lo hice porque me urgía.

Pedir favores nos pone en una situación vulnerable. Es justo en el momento en que necesitamos de alguien, en que tenemos que admitir que no podemos solos. Por eso a muchas personas las perdemos como amigas cuando las ayudamos. Se sienten expuestas.

La verdad es que necesitamos constantemente de la cooperación con los demás. No somos seres aislados y sólo nos desarrollamos bien cuando estamos acompañados. Esto implica un grado de dependencia. Qué tanto lo abramos, eso ya depende de cada uno. Sigo sintiendo clavo, pero logré solucionar mi problema. Eso era lo importante.

Momentos clave

Yo sé que todos estamos solos en este mundo. El problema es que algunos lo sentimos más de cerca que otros. No es queja, tal vez es añoranza. Yo veo a la gente que es cercana a su familia y me agarra un sentimiento entre tristeza y agradecimiento. Llevo mucho tiempo sin tener que rendirle cuentas a nadie más a que a la persona en el espejo, pero también sin tener unos brazos en donde desahogarme por completo. Es lo que hay.

La familia sirve para todo. Para enseñar cómo cambiarle el pañal a los bebés, para que le cuiden a los hijos unas horas en las que se trata de reparar el agotamiento, para dar consejos. Para compañía. Es el pueblo en el que uno crece con cosas en común, con esos lazos que forja la sangre y el ADN. Nada como la familia. Y tampoco hay lugar de mayores desentendimientos. No puedo imaginar peleas mayores que las de hermanos por una herencia, hermanas por la atención, padres e hijos por la crianza. Somos tan complejos los seres humanos, que queremos compañía, pero no todo el tiempo. Y siempre hay, si no sacrificios, negociaciones en las que se da y se pierde.

Aprendí a hacerlo todo sola y a no depender de nadie. No sé si sea bueno o malo. Es lo que hay.

Cultivar el desacuerdo

Cuando estaba en el colegio, no había nada que yo quisiera más que pertenecer al grupo. Y era lo único que estaba totalmente fuera de mi alcance. Soy demasiado rara y no me guardo mis opiniones. Pésima combinación si uno quiere ser parte de un grupo.

Por naturaleza, los seres humanos buscamos asociarnos. Nuestros antepasados florecieron en grupos de aproximadamente ciento cincuenta personas. En ese ambiente, ser diferente puede representar un peligro para los demás cuando alguien hace algo inesperado. O puede crearle nuevas oportunidades al clan. Pero siempre, siempre, la primera vez que hay un desacuerdo, hay un rechazo.

Mis hijos argumentan (con mucho entusiasmo y poco conocimiento), frecuentemente lo que yo les digo que tienen que hacer. Aunque puede llegar a exasperarme, no se los prohibo. No sólo porque igual lo seguirían haciendo, sino también porque creo que los desacuerdos valen la pena cuando abren otros puntos de vista. Aunque el precio sea el de no estar en el grupo.

Más cuidado que antes

Dejé la bolsa en el vestidor y me fui a hacer mandados. Porque siempre llevo las llaves y el celular en la mano. En teoría no necesito nada más. En teoría. Porque parece ser que las licencias son importantes.

Generalmente, hacemos cosas en automático, sin necesidad de fijarnos en cada detalle. Como cuando llenamos la cara de las personas que conocemos con la imagen de ellos que ya tenemos guardada. Ahorra tiempo. Se pierden detalles. Aunque la memoria procedimental (la famosa memoria muscular) ayuda inmensamente para ahorrarnos tiempo, el problema es que si aprendimos a hacer mal las cosas, al repetirlas sin pensar nunca las vamos a mejorar.

Manejé con sumo cuidado de regreso al club. Fijándome en todo. Y traté de hacer lo mismo ya con la cartera. Las lecciones también hay que repetirlas.