Qué hacer con los pedazos

Uno crece con expectativas de qué va a pasar en su vida, que van desde poder volar cuando se es niño hasta cualquier futuro que se imagina uno de joven. A los veinte años, aún tenemos ilusiones de amores de cuentos de hadas, viajes alrededor del mundo, niños perfectos y carreras exitosísimas. O lo que sea que nos despierte por las noches a soñar.

Resulta que las ilusiones son pedazos de mosaicos que armamos en diferentes formas. Nos gusta pensar que tallamos nuestras vidas en piedra, pero eso sólo significa que, si las cosas no salen como queríamos (spoiler: nunca salen exactamente como queríamos), nos despedazamos ante la realidad de ilusiones rotas.

Los mosaicos, ese arte tan lindo de hacer imágenes con retazos, es otra forma de entendernos. Tenemos pedazos que son inmutables, pero que podemos mover para formar nuevas expectativas y ajustarlas a lo que viene. No es que las ilusiones sean malas, pero ni siquiera podemos saber si nos va a gustar lo mismo en cinco años. Hay cosas que cambian. Nosotros, principalmente.

Lo que se hace con los pedazos es ponerlos en formas nuevas. Que nos gusten en este momento. Conservando las piezas. Al final del día, se trata de hacer algo bello, no de rompernos.

Es una mala decisión, pero es mi mala decisión

Pasé mucho tiempo tiñéndome el pelo de muchos colores. Alguna vez mi papá se acercó, agarró un mechón y preguntó al aire de qué color verdaderamente lo tendría. Ni yo sabía. Y, cuando digo “de muchos colores”, incluyo el rojo y el morado. Cada vez que me lo pinté, supe que le hacía daño, pero la satisfacción de verme como yo quería pesaba más que lo otro.

Siendo sinceros, así es con todo. Tomamos decisiones que sabemos no nos son satisfactorias del todo, porque las preferimos a la alternativa. A veces hasta no hacer nada y dejar que las circunstancias nos pasen encima es una forma de escoger. Porque, no estando bajo coacción, digamos que lo que uno tiene enfrente (y al que uno tiene al lado o no) es lo que uno quiso.

Hay pocas actitudes más valientes que aceptar la parte de responsabilidad en nuestra vida y admitir que es lo que uno pudo hacer. Definir como “sacrificio” lo dejado atrás es un poco engañoso. Porque, mientras más valor tenía lo que no escogimos, tanto más valor tiene con lo que nos quedamos.

Por supuesto que a veces nos damos cuenta que las cosas no eran lo que creíamos. Y está bien arrepentirse. También todo cambia y se vale reexaminar las prioridades.

Como yo, ahora que no me tiño ni un poco. El pelo está mucho más sano. Y allí vienen las canas.

Los círculos que se nos deshacen

La Tierra da vueltas alrededor del sol, que a su vez da vueltas alrededor de una galaxia, que a su vez da vueltas… (Elipses, yo sé, pero da lo mismo). Giramos. Avanzamos hacia un camino lateral que nos regresa al punto de partida. O eso pareciera. Porque nunca estamos en el mismo sitio. Ni siquiera los recuerdos que visitamos en nuestras mentes son iguales cada vez. Nos hacemos la ilusión de regresar a lugares amados, pero éstos ya no existen y quién sabe si alguna vez lo hicieron como nos los imaginamos.

Uno arma la vida alrededor de rutinas que parecieran mantener un orden. Como si trazáramos el camino con un hilo sujetándonos de en medio y giráramos. Círculos perfectos y cerrados. Pero eso no es la vida. Eso lo hacen los hámsters en sus rueditas de hacer ejercicio: correr y correr y no ir a ninguna parte.

Nosotros, aunque no lo sintamos, avanzamos. Hacia lugares diferentes. Y, si no nos fijamos, podemos llegar a sitios que no nos gustan. No hay opción. Porque así es. Ningún círculo es perfecto y nunca somos los mismos.

Hay que aprender a aprovechar ese impulso que da el mismo giro y dirigir, hasta donde se puede, la dirección de la rueda que nos lleva. De repente se rompe y nos libera.

El objeto del deseo

Como a base de antojos. Es muy raro que yo tenga hambre, pero sí muy frecuente que tenga «ganas». De unas macadamias, de ensalada, de chocolate, de sorbete de limón. Es una sensación que se queda en el fondo de mi estómago y que me hace sentir insatisfecha, aún que esté llena.

Pareciera que, como humanos, nos movemos a puro deseo. El querer algo. Y lo escogemos de forma irracional, aunque aprendamos a justificarlo con la mente. Entre dos cosas equiparablemente buenas, siempre vamos a preferir la que más nos gusta. Y, si lo que nos gusta es menos bueno que lo otro, le vamos a encontrar todas las razones del mundo para llevárnosla.

Pocas veces nos damos el permiso de aceptar que tenemos algo, porque es lo que queríamos, a pesar de sus defectos. Es como si tuviéramos qué pedir perdón por desear algo.

Le damos prioridad a lo racional y nos avergonzamos de nuestras emociones. Creemos que tenemos que seguir lo establecido para todos, aún cuando no cazamos. Y rechazamos lo que nos llena de satisfacción, porque no se conforma a lo «normal».

A mí me gustan las t-shirts negras y los Keds y sé que no me miro como «debería», según las reglas de lo que una mujer de mi edad debe seguir. Lo he intentado justificar de forma racional para sentirme bien. He intentado cambiar. Y, ni lo primero funciona, ni lo segundo me satisface. Así que, en días como hoy que voy al súper, regreso a mi ropa favorita.

El deseo a veces no necesita más justificación que sí mismo. Y un helado de limón siempre se me antoja.

Dar

Cuando mi marido cumplió 35 años, le pedí a mis suegros favor de hacerle fiesta en su casa y yo cociné (hamburguesas, quedaron ricas). El año que cumplió 40, me pasé haciendo cosas para su piñata (sí, piñata de superhéroes) nueve meses antes. Tengo la ¿mala? costumbre de no conocer grises y colores, sólo blanco y negro.

Uno nace sabiendo recibir. Eso es fácil. Parte de la inteligencia emocional es aprender a dar. Y uno da lo que le es natural.

El problema es cuando uno sólo sabe dar de una forma y eso no se recibe por parte del destinatario. Es como escribir la carta de amor más conmovedora de la historia, en un idioma que el otro no entiende.

Aprender a hablar varios idiomas emocionales es una de las claves del éxito en la vida. Si uno entiende que no a todo el mundo le gustan los masajes en los pies, pues no anda como enajenado queriendo quitarle los zapatos a todos los seres humanos que se cruzan en la vida.

Dar, de forma que agrademos. Es un aprendizaje que no siempre es intuitivo. Como en todo, nuestra referencia somos nosotros mismos y cuesta ajustar ese punto miope de vista.

Aprendo

Diez años después y sigo aprendiendo de ti

que recto no es lo mismo que rígido

que vulnerable no es lo mismo que débil

que tener fe no es lo mismo que exponerse.

Amar no es sufrir, compartirse no es perder, ser feliz no es ser iluso.

Se puede tener esperanza en la humanidad y no dejarse engañar por el ser humano. Se puede ser firme de convicciones, sin ser una piedra que atropelle. Se puede ser un chico bueno con malas mañas.

Aprendí

A tratarme como trato a mis amigas.

A tomarme el mundo menos en serio.

A comer mejor y moverme más.

A vestirme para gustarme.

A escuchar con más atención.

Pero, lo más importante, es que aprendí a aceptar que merezco que me ame.

Retroceder

Hoy me fue como en feria en el entreno de karate. No entendí las instrucciones, subo el trasero en las posiciones de las katas, me dieron un zuki en la boca por tarada y me sentí más tiesa que un palo. Llevo casi dos años entrenando por lo menos tres veces a la semana, más lo que practico en casa y aún no me sale lo que me dice la cabeza que tengo que hacer.

He escuchado varias veces que «la ignorancia es atrevida» y tiene toda la razón. No saber a veces nos alienta a hacer cosas de las que no tenemos ni la más panda idea. Hasta nos podemos creer que las hacemos bien (para muestra un montón de audiciones de American Idol que seguro rompían los tímpanos de todos).

La realidad es que, si sólo hiciéramos lo que nos sale bien, no haríamos nada. Todo proceso de aprendizaje conlleva un cierto espacio de retroceso, porque no siempre hacemos todo igual. Si han tratado de cortar una tela, sabrán que uno puede poner el patrón bien de un lado y halarlo del otro y terminar más torcido que un banano.

Igual es con cualquier cosa que hacemos: corregimos una posición y arruinamos el resto. Así me recuerdo que ya me sé «sentar» en mi nekodashi, que por lo menos ya me aprendí las katas que me tocan y que llevo casi dos años. Me falta el resto de la vida para seguir haciéndolo mal, pero cada vez menos peor.

Contar conmigo

Para obligarme a seguir adelante.

Para no dejarme vencer por la hueva.

Para multiplicar el cariño que a veces me escasea.

Para aventurarme a probar cosas nuevas.

Para tenerle poca paciencia a mis berrinches.

Para aprender a quererme.

¡Feliz Año Nuevo de mí para mí!

El derecho de juzgar

«Qué feo está vestida esa pobre mujer. ¿Cómo se le ocurre comerse eso? Qué malcriado ese niño.» Las críticas se ponen a las órdenes y en fila en mi cerebro. Menos mal tengo bien puestos los filtros para que no se salgan por la boca.

Y es que todos tenemos opiniones de las cosas que no nos incumben, sin saber el contexto de la vida de la persona a la que le estamos bajando el cuero. La gente tiene actitudes que chocan, gestos que disgustan, ropa que no les queda bien. ¿Y qué? ¿Quién nos da el derecho de juzgar cosas que no nos tocan? Porque no es lo mismo rechazar un golpe, por ejemplo, a alegar de que alguien tiene la cara amargada. Luego para uno enterándose que se le acaba de morir el perro y se siente uno mal.

Cada uno de nosotros tiene una historia que transcurre y son pocas las personas que la conocen lo suficientemente bien como para entender una escena aislada. La gente que nos ha acompañado en la mayor parte del recorrido y comprende el trasfondo de nuestros malos ratos, ésa es la que tiene algún grado de permiso para opinar. Lo simpático es que rara vez lo hacen. Porque el comprender a otro ser humano es tenerle empatía. Y cuando sentimos empatía, se nos quita la gana de pelarlo.

No pretendo conocer a toda la gente con la que me topo en la calle, pero sí quiero estar consciente que ni me incumbe cómo va vestida, ni entiendo por qué. Espero que cuando me topo con conocidas del colegio, súper bien arregladas, me hagan el mismo favor cuando me vean en mis fachas usuales.