En casa se ríen de mí porque mis redes están llenas de anuncios de comida y todo quiero. Todo. Termino comprando quesos en combo, sabiendo dónde venden embutidos austriacos, revisando menús de sushi y, muy convenientemente, ordenando pozole el día que tengo reacción a la vacuna. Es muy conveniente estar al tanto de dónde puede uno comprar lo que quiere.
También es un ejercicio en autoconocimiento. Me sorprende todo lo que me llama la atención la comida. Tal vez porque crecí entendiendo que cocinar es otro lenguaje del cariño. Nada que extrañe más que un cocido en casa de mi mamá. Ni siquiera aprendí a hacerlo, porque para cuando me gustó estar metida en la cocina, mi mamá ya no estaba. Adicionalmente, la relación con las cosas ricas es complicada, pues es importante no «comernos nuestros sentimientos» y no premiar logros de los niños con pasteles y dulces. Cuesta pensar de qué otra forma hacerlo, si tan rico salir a comer cuando uno está contento.
Tal vez lo que más me gusta es hacerles a los míos las cosas que me piden. Así he aprendido a hacer pasteles que, de otra forma, jamás hubiera buscado. Pero verlos felices es la recompensa. Y yo sigo viendo los anuncios de comida en mis redes.