Agradecer el egoísmo

Pocos conceptos tan manoseados como el de ser egoísta. Y es tan simple: salvo que estemos sometidos a una presión irresistible, hacemos lo que hacemos porque queremos.

No me voy a meter a discutir las ideas de algunos filósofos como Sam Harris que niegan la existencia del libre albedrío. Y uso el verbo “hacer” en su concepto más reducido. Específicamente en cuanto a nuestro comportamiento en las relaciones personales. Si yo hago algo por alguien más, no es a pesar de lo que yo quiero, sino precisamente porque se me da la gana. Me da la satisfacción de complacerme a mí misma también.

Desde que entendí esto, aprecio aún más las cosas que hacen por mí. Porque entiendo que el acto tiene importancia. Y se hace en libertad. ¿Qué más puedo pedir de una buena relación?

El volumen alto

En casa somos casi todos ruidosos. Nos reímos a carcajadas, se escucha cuando hablamos, también cuando peleamos. Tratamos de no gritar, pero el volumen de la casa ciertamente no es bajo. A mí me gusta eso. Soy hija única y mi mundo fue muy callado. Aún ahora puedo pasar todo el día sin hablar. Pero me gusta tener música puesta todo el tiempo, podcasts cuando cocino y sentarme a comer con mi gente y hablar. Mucho.

Tal vez no es lo recio, sino lo frecuente que importa. Hay que hablar. Todo el tiempo. De emociones, de cosas que nos pasan, de lo que queremos que pase. Y escuchar. Todo. Desde el mundo de Minecraft, los Pinterests de cupcakes, hasta cómo quieren crecer. Todo es importante.

Se vale ser callado, pero no hermético. Y se vale hablar alto, pero no grosero. Y todo lo que queda enmedio.