Aprender a ser

Hay muchas cosas que se conjugan para ser una persona. Pero uno llega a una montaña rusa y se deja ir. Allí arriba se deja todo. Los miedos, los anhelos, las expectativas.

Así he aprendido a ser yo. A dejarme ir hacia abajo. Nada vale cuando uno se desliza. Y ya.

Cuando sea grande, cuando aprenda, me soltaré entera.

En silencio

Hay un pedazo de suelo

en donde busco la ausencia de ruidos

un lugar en que nada suena a nada

despliego con esperanza la colcha

veo pasar una nube en futuro

hay silencio, por un instante

dura muy poco, menos mal

porque mi vida está llena

de risas, gritos, tambores, música

y tu voz que me llena el alma

aunque no me hables.

Ya no hueles igual

Perdí el perfume de tu piel,

dulce, a leche y nuevo,

yo olía a vida derramada

y nos alimentábamos por las noches

yo a ti con leche

tú a mí con el universo en potencia

sostenido entre mis brazos.

Guardé un poco en mi memoria

que insiste en asombrarse

cuando entro en tu cuarto de aprendiz de hombre

un olor a algo salvaje en espera

se escapa ahora de tu ropa.

Ya no eres mío, no cabes en mis brazos,

pero sigues llenando mi vida

del universo en expansión.

Se vale regresar

Hoy probé una receta distinta para el almuerzo. Ayer también. Me gusta variar, porque me aburre hacer siempre lo mismo. El problema es que luego no siempre logro regresar a una cosa que me haya gustado más que lo nuevo.
Creo que lo mejor es experimentar, escuchar música reciente, ver películas en estreno, leer autores que no conocemos, hasta encontrar personas nuevas con quiénes hablar. Da una perspectiva distinta, amplía el mundo y ayuda a apreciar lo bueno que ya conocemos. Porque es muy posible que la primera receta de pollo que hice sea mejor que la última.

Se vale regresar. A todo. A todos. Mientras hayamos sido amables y abiertos. Y, también se vale llevar a los nuestros a probar cosas nuevas.

Rebotar la pelota

Tengo una cabeza que parece cancha de tenis cuando uno está entrenando. Llena de pelotas rebotando por todas partes. Algunas las conecto y hacen buenos puntos. Otras se quedan en la línea, desinfladas. Siempre necesito ese movimiento de la idea, para verle todos los lados posibles. Y, cuando sé que no estoy captando la imagen completa, se las voleo a mis amigas.

Sinceramente, yo no tuve amigas hasta hace poco. Tal vez necesitaba yo ser mejor persona para que se acercaran las mujeres correctas. Lo cierto es que ahora están allí y son las perfectas compañeras de juego en quienes me apoyo muchas veces para entender temas complejos que yo, definitivamente, no tengo totalmente claros. Tienen mentes ágiles, comentarios certeros y una capacidad de empatía que aún debo aprender.

Agradezco todo lo que me acompañan, estas mujeres que me permiten llamarlas amigas. Las quiero cada día más y es un privilegio compartir vida con ellas.

Porque yo lo digo

Hay reglas en todas las sociedades, grandes y pequeñas. Cada núcleo se rige con distintos parámetros y se cambia de necesidades con el tiempo. Por ejemplo, mi casa es una dictadura ilustrada, hay foros para discusiones más o menos civilizadas y la que toma las decisiones soy yo. Toca, sobre todo porque estamos entrando en la adolescencia con el niño y en estos tiempos de pandemia se han borrado muchas de las normas usuales.

Trato, en serio que trato de explicar las motivaciones detrás de un «no, no puedes hablar con tus amigos toda la tarde viendo cómo juegan Fortnite porque es una pérdida de tu tiempo, desperdicio de mente, no has practicado batería, no has leído, no has salido a que te dé el sol en semanas y sería bueno que te bañaras, otra vez». Mis razones no le son suficiente al engendro, obvio, y terminamos con un perentorio: porque esa es la regla que quisiera evitar.

Así pasa. Yo trato de sacarlos de su comodidad y ellos se pertrechan aún más profundo. Hasta que sean ellos mismos quienes pongan las reglas en sus casas y, cuando les salgan mis palabras de sus bocas, tendrán que reírse del sabor agridulce que les dejan.

Te espero, Corazón

Los domingos se pasan entre gelatina. Una mañana soleada que se difumina hasta anochecer. Saben a comida de ningún día, cerveza, galletas. Nado entre la espera de algo más. No es malo, esto de la expectativa, porque no es de nada en concreto. Es sólo el sentimiento de no avanzar por un pequeño instante.

Hablamos por horas con un café, los niños en su plática banal que es lo más importante del mundo. Regresamos a ver películas por tercera o cuarta vez refugiado en la seguridad de lo conocido. La cama se vuelve cine, comedor, nave, silla de estadio. Y, entre todo, sigo esperando.

Te espero, Corazón, porque es lo que hago todos los días, va más allá de la rutina, tal vez allí me lleva. Te encuentro en los raros instantes de satisfacción frente al espejo. En la práctica constante de una meditación que me enseña a estar sentada y nada más. En la pérdida de mí misma ante un texto extraordinario escrito por personas con más talento que yo, que son muchas.

Te espero, Corazón, te escucho latir, agradezco que regreses y vuelvo a llegar a los domingos.

Un camino

Tomé el camino de espinas.

Da lo mismo, el otro igual tenía

pero aún están lejanas

y el sol me besa la piel.

Sé que va a doler

a veces hasta corro

para que se claven de una buena vez

y en esa velocidad

puedo engañarme

creer a medias que vuelo.

Quiero llegar al final

porque no sé qué hay después

tal vez al otro lado del dolor

encuentre todo lo demás.

El camino del dolor, pero despacio

Las mujeres somos eminentemente pragmáticas. Pregúntenle a cualquier Lady Macbeth que le ha quitado las dudas morales a su esposo con tal de ver a su familia avanzar. No estoy diciendo que no seamos emocionales también, pero sí creo que la idea de vernos hechas un llanto eterno tiene más en común con la frustración de no poder realizar los planes que tenemos que por cualquier falta de control.

El pragmatismo, como yo le entiendo, es la capacidad de ver las cosas como son y tomar las decisiones que sean necesarias. A veces las decisiones son estúpidas, como enamorarse sabiendo que va a terminar con el corazón desperdigado por el suelo. Al menos uno lo sabe y compra el pegamento de antemano.

La vida está llena de dolor, está bien. Querer ignorarlo es comprarse el único billete de una lotería de decepción que da premios todos los días. Sólo pensar en eso es pagar vacaciones en una isla de depresión en la que siempre llueve y hace calor con mosquitos. Saberlo y reírse en medio de las lágrimas, eso es el camino del dolor que me gusta tomar. Al menos se va más despacio y uno se entretiene con el paisaje. Porque después del dolor, hay otras paradas y eso también vale la pena saberlo. Y planificar el vino que uno se toma en los lugares bonitos. Suficientes lágrimas se dejan en las espinas.

Entender las reglas

Tengo que cortarme el pelo, creo que llevo un año sin hacerlo. El dilema de querer dejarlo largo o quitármelo del todo siempre me ocupa espacio mental y quisiera no desperdiciarlo en cosas tan tontas. Recuerdo perfectamente que a mi edad, mi mamá tenía dos o tres peinados “aprobados para señoras” entre los cuales escoger y de allí no pasaba. No digamos al llegar a los 50’s. Todos tenemos a la tía con permanente y pelo azulado que dormía en tubos, los más afortunados, o que salía así al súper.

En todas las sociedades hay reglas no escritas de lo que se espera de sus miembros. Generalmente éstas rigen conductas llamadas “morales/privadas” que afectaron en algún momento a la tribu y que se arrastraron a la modernidad sin tener en cuenta su valor actual. Pero muchas otras se meten con la apariencia personal, como qué largo de falda es apropiado a qué edad o cuántos años puede una llevar el pelo largo. Para mi dicha (y pérdida de tiempo), ya no hay un manual con guías específicas y tengo la libertad de escoger muchas cosas, quedando a mi criterio si son adecuadas o no.

Supongo que las únicas dos tablas contra las que debo medir mi apariencia es, una, si yo estoy contenta y, dos, si yo estoy contenta. Si hay algo más que no quepa allí, puede ir a buscar su lugar en siglos pasados.