Los domingos se pasan entre gelatina. Una mañana soleada que se difumina hasta anochecer. Saben a comida de ningún día, cerveza, galletas. Nado entre la espera de algo más. No es malo, esto de la expectativa, porque no es de nada en concreto. Es sólo el sentimiento de no avanzar por un pequeño instante.
Hablamos por horas con un café, los niños en su plática banal que es lo más importante del mundo. Regresamos a ver películas por tercera o cuarta vez refugiado en la seguridad de lo conocido. La cama se vuelve cine, comedor, nave, silla de estadio. Y, entre todo, sigo esperando.
Te espero, Corazón, porque es lo que hago todos los días, va más allá de la rutina, tal vez allí me lleva. Te encuentro en los raros instantes de satisfacción frente al espejo. En la práctica constante de una meditación que me enseña a estar sentada y nada más. En la pérdida de mí misma ante un texto extraordinario escrito por personas con más talento que yo, que son muchas.
Te espero, Corazón, te escucho latir, agradezco que regreses y vuelvo a llegar a los domingos.