Comenzamos el día haciendo un recuento de las cosas que los niños han dejado olvidadas en el colegio. Digamos que no les alcanza su mesada para pagar hasta los tenis que han perdido. Me toca hacer consciencia. Me toca no dejarlos llevar suéter que no es del uniforme. Me toca recordar que no se habla con la boca llena. Me toca exigir que no se saquen la yo entre ellos. Me toca ser la tóxica.
Aprendemos a base de repetición. Todo. Hasta a caminar. Porque podremos «saber» las cosas, pero no las sabemos hacer. ¿Han tratado de cantar? Como si uno no usara la voz todos los días. Resulta que hasta eso hay que practicar.
Los hábitos se nos vuelven nuestras realidades. No sonreír, fruncir el ceño, bajar las comisuras de la boca en una mueca de desagrado. Poco a poco nos vemos como sapos ponzoñosos. Y se nos olvida el último día en el que fuimos felices.
Tal vez por eso me esfuerzo por encontrar a los niños en el bus con una sonrisa, preguntarles al almuerzo si se la pasaron bien, tenerles comida que les guste. Aunque se me vaya la amabilidad por un caño a la primera conversación llena de pasta en la boca.