Una de las cosas que más me parten el corazón es ver cuando mis hijos me dibujan enojada. «Ala gran,» pienso con el corazón estrujado, «¿será que así me ven todo el tiempo?» No voy a negar que mi modo emocional de default es el ceño fruncido, la voz estridente y el gesto de mano severo. No es excusa, porque definitivamente me he instruido de otras fuentes, pero obvio esa es la forma en la que me criaron a mí.
El uso de la fuerza es sencillo. Las reglas inconmovibles son fáciles de dibujar y mucho más sencillas de mantener. Un trabajo con normas rígidas tiene poco grado de dificultad. Pero tampoco da mucha satisfacción. Si una relación no admite un cambio evolutivo, muere. ¿Quién no ha preferido ganar un argumento a pura alzada de voz que con poder de convencimiento?
Resulta que el árbol más fuerte no es el que es tan tieso que se rompe ante un viento fuerte, sino el que soporta la tormenta aún doblándose. De igual forma, de mamá, mis hijos no me hacen más caso porque les suba la voz. A veces parece contraproducente. Estoy aprendiendo a mantener la firmeza, pero soltando la rigidez. Si puedo hacer eso con el yoga, lo debo poder hacer con mis hijos. Y ya también ellos me están dibujando más frecuentemente con una sonrisa.