Perder vida

Tengo pocos recuerdos claros de mi infancia. No sé, no retengo muchas imágenes, pero creo que eso es común. Pareciera que no estamos hechos para recordar los primeros años de nuestra existencia. Supongo que debe ser muy desagradable tener muy grabado en la memoria cuando usábamos pañal.

Vemos las fotos en los álbumes que hicieron nuestros papás (si tenemos suerte) y escuchamos las historias que nos cuentan acerca de nosotros mismos. Todo a través del lente del que sí nos retiene como un recuerdo. Así, la primera parte de nuestra vida es un cuento.

Somos mucho de lo que recordamos y parte de trascender y ser nosotros mismos es agarrar esas primeras experiencias y darles una interpretación a la luz de lo que estamos queriendo ser ahora. Aún de adultos, tenemos etapas que borramos de nuestra mente. Es una de las peores consecuencias de una depresión, creo yo. No tener acceso a todo eso que vivimos mientras estábamos lidiando con esa enfermedad. Porque supongo que no todo fue malo y, aunque lo fuera, es nuestro y deberíamos tenerlo. Yo no he estado deprimida, pero sí conozco de cerca a alguien que lo estuvo. Yo sí recuerdo esos dos años. Me sorprende y me da mucha tristeza cuando nos damos cuenta que ese tiempo de vida está perdido para él.

Tal vez eso me hace apreciar hasta lo doloroso. Creo que, después de verlo de cerca, prefiero lo malo que acompaña lo bueno a borrarlo todo. Al final, allí estoy yo y quiero vivirlo, no que me lo cuenten.

No siempre hay que ser especial

Anoche hice tres platos de comida distintos: la cena de Mario, mi cena y mi almuerzo. Todo porque ando de dieta con cosas específicas y tengo que comer lo que me obligan, digo, me recomiendan.

Uno mira una manada de elefantes y, si bien es cierto, ninguno es idéntico al otro, tampoco sobresale uno morado, digamos. Supongo que, en el desarrollo de una especie, da ventaja ser mejor, pero igual. Por algo a las ovejas negras las sacan del rebaño. No van.

Me ha pasado toda mi vida que no voy. Algo tengo cableado distinto, tal vez. Eso me ha producido muchos malos ratos, tanto en situaciones sociales como en mi estado emocional personal. Hasta que, ya a mis casi cuarenta y dos años, me estoy gozando ese no pertenecer a un grupo demasiado homogéneo y grande. Porque he encontrado otras personas que son distintas que se me parecen.

Tal vez la clave es ser uno. Como uno es. No tratar ni de encajar, ni de ser diferente. Estar muy afuera de la sociedad en la que uno decide vivir, es incómodo. Y allí está la clave: uno escoge la sociedad de la que se rodea, al menos la inmediata. Allí donde uno encaja sin mucho esfuerzo y con felicidad a adaptarse.

Espero volver a encarrilarme con la comida. Me gusta ser especial, pero no tanto.

Las mitades difíciles

Me pasa cuando nado que las primeras diez vueltas me cuestan más que las últimas. Son la misma distancia. Deberían, incluso, ser más cansadas las segundas, porque ya hice unas primero. Pero no. Cuando voy por la once, siento que ya casi termino.

Recorrer un camino siempre se siente más largo de ida. Tal vez es porque vamos viendo cosas nuevas. Lo desconocido tiene la peculiaridad de atraer nuestra atención. Cuando regresamos, el recorrido es más corto, aunque sea la misma distancia.

También pasa que, al llegar a la mitad de cualquier cosa que hacemos, ya da lo mismo seguir o regresar. El tiempo que nos tomaría volver al inicio sería el mismo y ya no vale la pena. Mejor terminamos. A veces eso no es una motivación muy entusiasta, pero es la que hay y sirve. Como ir a la mitad de una carrera en la universidad y cambiarse a otra para empezar de cero.

Claro, siempre hay que tener en cuenta si lo que se logra al final hace que valga la pena hacer el mismo tiempo que le ha tomado a uno llegar hasta allí. Supongo que así es con todo. Uno siempre hace balanza de las cosas para ver si le valen la pena o no. Mejor si pone del otro lado las más permanentes a las más inmediatas.

Como el cansancio después de los primeros 500mts en la piscina. Sí valen la pena los siguientes. A veces. Igual, ya llegué a la mitad.

El viejo mañoso

No hay nada tan constante como el paso del tiempo. Hasta lo medimos en relojes. Nos cronometramos. Decimos que tenemos cierta edad. Esperamos cinco días en una semana para que lleguen dos. Sentimos que pasa como melaza en pendiente cuando esperamos una noticia. Se nos acelera cuando estamos felices.

El tiempo se acaba. Pasa. No pasa. La eternidad está hecha de tiempo que está. La verdad, creo, es que el tiempo es un viejo mañoso al que le gusta jugar con nosotros y corretearnos o esconderse, haciendo todo lo contrario a lo que deseamos.

Nosotros no somos dueños del tiempo. Pero tampoco deberíamos ser sus esclavos. Las ataduras que llevamos son voluntarias y podemos dejar de revisar si todavía las tenemos puestas. Es cierto que tenemos cosas qué hacer en ciertos momentos. Pero ansiar la llegada de un día, o temerla, es simplemente perder.

A mí me cuesta mucho no estar preocupada con la hora que es. Principalmente porque tengo ciertos jefes a quiénes recoger, llevar, traer, manejar, entregar, despertar, acostar. Pero sí puedo quitarme la sensación de siempre estar tarde. A veces no me disfruto lo que hago en la noche porque me toca despertarme al día siguiente. Y me pierdo en un tiempo hecho prisión del cual yo misma tengo la llave.

Al viejo hay que quererlo. Nos acompaña siempre. Hasta que viene la muerte a llevárselo. Y con él, a nosotros.

The smell of soap

That mix between relief, happiness and guilt is a cocktail every parent knows well. It comes at the end of every day, when the kids are finally asleep, and you can hear that blessed nothing. Or when the office is at full tilt, everyone around you is talking, and nobody is asking you to explain why you eat veggies instead of fast food, why you have to take a shower (every day!), why the Universe is. It´s sweet, and it fills you with guilt, because you´re not supposed to want to be away from them.

Nonetheless, he let it in. He had dropped both Tammy and Samantha at their friends´ for a rare sleepover. Sitting in his car, listening to the last bit of a song made for adults, he took a breath. It would be the last peaceful one he would get that night.

The minute he stepped inside the house, he lost the bliss. Like losing the taste of a good pistachio when you get a foul one. It never quite goes away, no matter how many other tasty ones you chew.

The house. The one they had finally been able to afford, thanks to his parents passing away and leaving him with just enough money from the life insurance to buy something with a backyard that didn´t showcase tracks or housing projects. This was a proper, tire-swing-from-a-tree kind of backyard, rosebushes, dollhouses, et all. It even had a place for a dog. She had had to go before getting one, and somehow he had never been able to get around to finding one.

Now, with that small, persistent prickling at the back of his neck, he promised himself to get a real big dog, with plenty of bark. The silence followed him from the landing to the kitchen, and he felt the unpleasant company grab his stomach from within.

No matter how much time had passed, coming to the family room always made him miss a step. This was where they had last touched each other. Her fingers made long claws aiming for his eyes, his hands trying to stop her, not hurt her. All under the careful supervision of two small witnesses. Children always look intently to their parents´ behaviours. They need to find their place in the world. Papa and Mama are their tour guides.

Sitting on the small sofa, the TV droning out the news, Dick played his own broadcast in his mind. The show had been interesting enough. A young mother, each day more special than the last.

One day, all the cups where gone, because she said she couldn´t think of putting her hand through the handles. She felt they where going to get stuck. It seemed funny at the time. But then it was the eyes on all of the dolls. They were watching her. Their hands next.

The night he found her looking in at the kids in their sleep, he felt dread. That was when Dick knew Nancy was not who he wanted her to be: sane.

Everything had devolved so quickly, that he couldn´t have narrated the timeline from that frame to the one in the family room. Finally putting her in the closet under the stairs, Dick had been able to call an ambulance. They managed to bring her out, the three big men who came in the house. The judge, after reading the reports from three doctors, decided she was too dangerous to remain home with her children. And so, Nancy, all of her charm, intelligence, beauty, mania, lithe body and unsound mind, had been taken away to a clinic.

They had tried to visit her. He and the kids had taken the long drive to the woods to find Mama in the enchanted cabin. But Mama was under such a nasty spell, that she had started to shout at them. She recognized them, too. Perfectly. She just wanted to kill them. All of them.

On the TV, the newscaster droned on about how a bunch of inmates had been able to escape. Half listening to the warnings about the high violence they had exerted to get away, how two of them were already under custody, mainly because they had been severely injured by the third one, Dick finished a second beer. The breakout was an old story, one that almost always comes at the last part of the hour, urgent enough to make you pay attention to the last ad.

He made a conscious effort to remember the good times. That night at the beach, with the bottles around them, a luminous, starless sky on top and the whole universe inside those green eyes. Her peculiar smell, between an old fashioned perfume and soap. He could almost smell it now.

He was smelling it now. His brain lit up too late. The knife was already punching his ribs when he started getting up. She was here, after trekking through the woods, leaving her partners half dead on the road and hitchhiking with a poor schlub. She was here. Green eyes, perfume-soap smell and rage.

It was hard to struggle with her. She must have gotten in shape in the hospital. He didn´t remember her stomach being this hard, or her arms being so strong.

In the end, the place was a mess. He sighed. He had been looking so forward to an evening of rest. Now, he would have to clean everything up, and this time he didn´t have her to do it. She always got the blood stains out so perfectly. The kids never noticed. It was a shame she hadn´t been able to take his particular kind of fun. The time when he had broken her hand and it had gotten so swollen she couldn´t get it out of the handle on the mug had been so funny.

After taping his ribs, putting the furniture back in its place, getting rid of the body, and finally sitting back down, he sighed. Next time, he would not go for the pretty young frail thing. They broke too easily.

Estar callado

La tristeza habla

del mar en solitario

de las noches vacías

de las pieles sin manos.

Quiere llenar con palabras

las bocas que extrañan besos

secar con tinta

los ojos que se derraman.

Estar triste es contar

minutos en ausencia

días flotando

infinitos repetidos.

La felicidad calla

porque está satisfecha.

La diferencia entre hacer y querer

Lo de llevar al gato al veterinario ha sido un drama. Comenzando porque el engendro del demonio no se dejó poner las vacunas el lunes tuve que regresarlo el martes. Sedado, le hicieron de todo. Como aquellas mujeres que aprovechan la cesárea para hacerse hasta la lipo. Ultrasonido, examen de orina, de sangre, cortada de uñas, vacunada. Overhauleado el minino. Pero, cuando llegué a la clínica, la doctora me recibió con la alegre noticia que, en su ausencia, no le habían puesto el antibiótico que necesitaba el animal. El que es inyectado. Y que me iba a tocar darle pastillas durante ocho días.

Me llevé la jeringa. Si puedo inyectarme yo a mí, puedo con el animal.

Hay muchas cosas que uno hace por necesidad. Qué mamá no ha tenido que limpiar sangre. O mocos. O caca. Está dentro de las descripciones de la ocupación. Dar medicina, sacar muestras, tranquilizar. Todo hay que hacer. No se vale esperar a que llegue alguien con más experiencia, sobre todo cuando hay apremio en el tiempo y el lugar.

¿Un disfraz para mañana? Vaya. ¿Un pastel en forma de pelota? Bueno. Y así, se las va espantando uno con lo que puede. Los demás trabajos no son diferentes. ¿Cuántas veces no ha tenido uno que armar presentaciones a último momento?

Quisiera no tener que hacer muchas de las cosas que me toca. Pero las hago. Como la inyección al misho. Que, por cierto se dejó muy bien. Lo malo es que igual tengo que darle otras pastillas.

Un rótulo que diga

Leo a Stephen King y sus comentarios, consejos y anécdotas acerca de escribir. Dice que uno tiene que pasar aproximadamente cuatro horas al día haciéndolo. Me duele la cabeza y apenas llegué a una. Supongo que se cuestión de agarrar aire, como cuando me costaban las primeras tres vueltas en la piscina. Que, a propósito, no he nadado. Ush. Demasiadas cosas que debo hacer y que no hago.

Independientemente del tiempo invertido, que es importante, tal vez lo que más me resuena es la explicación del famoso consejo acerca de escribir: «Escribe lo que conoces». King argumenta que, si sólo siguiéramos ese consejo, jamás escribiríamos ciencia ficción. Él (King), aclara que es mejor decir: «Escribe la verdad».

Como si fuera un faro en un puerto al que uno se acerca y nunca llega. La verdad nos guía, nos ilumina, nos persigue. Vivimos envueltos en verdades absolutas, que sólo valen para nosotros. Metidos en una realidad que es relativa y que cambia para todos. Tal vez lo real sólo sea esa aproximación de verdades que tenemos que lograr para vivir todos juntos.

Lo cierto, es que escribir es tratar de sacar esa verdad. Lo mismo con cualquier otra manifestación del interior. Es nuestra necesidad de compartir ese mundo que sólo existe en nuestras mentes y que es más real que lo que vivimos afuera, porque tenemos más capacidad para imaginar que para percibir.

Así que, para mi estudio (en el que no logro escribir más de cuarenta minutos seguidos, #EpicFail), quiero un rótulo que diga: «Escribe la verdad, no la realidad.»

Necesito ayuda

Hay cosas que hago bien. Quisiera creer que escribir es una de ellas. Cocinar estoy segura. Cantar, en el baño. Querer. Sé querer bonito. Hay cosas que no sé hacer. Montar bicicleta. Dibujar.

Y hay otro montón de cosas que hago. No bien. No mal. Pero van saliendo. Como llevar mi dieta. Allí va. Con ajustes que adolecen más a circunstancias que a necesidades. Pero siempre ando luchando con ella. Necesito bajar cinco libras, porque así no me dan dolores de espalda como el que he tenido desde el martes pasado. Pero no las logro bajar. Ya no hay grupo alimenticio qué quitarme… Así que iré donde una nutricionista que me haga un plan que se ajuste a mi forma de comer. Porque necesito ayuda.

Pareciera que, en esos pequeños detalles por los que navegamos, no siempre con viento en popa, sentimos que es una debilidad grande pedir ayuda. Sobre todo porque tenemos el estigma, algunos, que debemos poder hacerlo todo. Si por algo tenemos talento. Y no. No es así. Siempre hay alguien que sabe más que uno y del que podemos aprender. Necesitar ayuda sólo significa que estamos tratando de hacer algo bien hecho y que queremos aprovechar.

Además, la debilidad es cíclica y unas veces estamos mal y otras podemos ayudar nosotros. Yo sé que mi dieta me ha funcionado bien. Hasta ahora. Tal vez sólo necesito un empujoncito. Ya veré si no me quitan hasta el agua.

Hoy hay juego

Me paso desde febrero a septiembre sintiendo que me hace falta algo los domingos. El foot. Que me encanta. Es mi deporte favorito y, menos mal, el de casi el resto de la casa. Mi equipo ha ganado tantos Super Bowls, que ya todo el mundo los odia, salvo los que los amamos.

Hay una tendencia tan extraña entre los humanos de considerar que alguien ya «tuvo demasiado éxito». Como si la medida del mismo fuera limitada y, porque uno tiene, todos los demás no. Una competencia que se lleva adentro. No sé si es mezcla de envidia y mediocridad, o falta de seguridad en uno mismo. Lo sacamos muy obvia e inútilmente en los deportes «es que ya ganaron demasiado», en situaciones sociales como «es demasiado bonita», en realidades económicas como «tiene demasiado dinero».

La palabra «demasiado» siempre es negativa y es un poco contradictorio asociarla con algo bueno, como el éxito. ¿Por qué habría de ser alguna vez malo ser bueno? Sobre todo si nunca se pasó encima de alguien más en el proceso.

Conozco muchas personas admirables, con un éxito rotundo, a los que sólo les deseo que sigan siendo buenos en lo que hacen. Porque yo quisiera ser y hacer lo mismo. Y eso nunca es demasiado. Pero perdieron.