Tengo un pequeño problema entre mi familia: la mayor parte de mis parientes no tiene filtro para decir las cosas y salen directo sin pasar por la cabeza. Así, mi tía me ha dicho que estoy gorda y/o demacrada en la misma frase, mi papá se burlaba de mí por hacerme un cumplido y más de un tío me hizo pasar un momento incómodo. Mi madre, que tampoco tenía muchos filtros, me decía que las palabras no podían sólo escaparse del corazón, que tenían que ser digeridas primero por el cerebro.
Cosa que me es sumamente difícil, porque me efervescen las emociones y siento que se me salen hasta de los poros. Cosa que es sumamente divertida, si no es para tomar decisiones permanentes. En una conversación seria, de esas que se convierten en discusiones tipo batallas, perder la calma es lo peor que puede pasar.
Para cualquier tipo de relación, laboral, de amistad, de parentesco, sacar todo el sentimiento puede ser muy satisfactorio. En el momento. Pero es como tirar la computadora al carajo cuando no enciende y sentirse estúpido por haberla roto en el proceso. Las palabras hieren. Porque tienen poder. Porque evocan sentimientos y se quedan grabadas y no hay borrador que las quite. Ni el alcohol. Por eso es bueno tener semáforos internos para ponerle fin a conversaciones que, aunque uno quisiera continuar hasta ahogarlas a puro argumento, no tienen ninguna finalidad constructiva y sólo nos van a dejar con los pedazos de la relación en la mano.
Ponerme un bozal me cuesta. Yo siempre quiero tener la razón. Pero sentirme mal después de haberlo hecho todo añicos, me cuesta aún más. Así que, estoy aprendiendo a levantarme y pedir una pausa para poder continuar en otra ocasión.