No todo lo puedo

Ni de cerca. Resulta que me quedo corta para muchas cosas. Y aprender eso es una lección dura. Porque uno (yo) quiere hacerlo todo. Especialmente porque se le mete que las cosas tienen que ser de cierta forma. Y luego va la vida a reírse abiertamente de uno.

Porque uno no puede más que lo que es hacia adentro y eso hasta después de aprender a autorreconocerse. Si hasta las emociones nos pasan llevando como trenes descarrilados.

Tener un círculo de soporte, una familia, pareja estable, nos debería permitir dejar ir esa gana de hacerlo todo. Porque hay cosas muy básicas que necesitan hacerse entre dos, comenzando con un abrazo que consuele. Dejarse ayudar, sobre todo emocionalmente, es abrirse y exponerse, claro. Y no siempre la experiencia es buena. Pero lograr esa vez que uno necesita apoyo y obtenerlo redime a la humanidad y pega un poco el corazón cuando se rompe.

Yo no lo puedo todo. Por lo menos no todo lo que quiero. Y tengo que aprender a pedir ayuda, compañía, apoyo. Porque no vivo en una isla y porque me gusta que me abracen.

Rendir cuentas

En las nuevas teorías de educación, he escuchado, se trata de no ponerles calificaciones a los niños, pues éstas son estandarizadas y no reflejan el verdadero conocimiento y menos el potencial que puedan tener los alumnos. En el colegio de mis hijos, no siguen esta corriente y claro que les ponen notas a los trabajos y exámenes. En mi casa, ese numerito tenía un peso que iba mucho más allá de cualquier cosa ponderable. La felicidad de mis padres parecía depender de cuánto podía yo sacar en mis clases y los honores con que me gradué de la universidad eran para ellos algo tangiblemente grandioso.

Todos tenemos qué rendir cuentas. Con las consecuencias de nuestros actos. Con el resultado de nuestros esfuerzos. Con la facilidad con que podemos vernos al espejo. Hacemos cosas deseando un desenlace específico y nos entristecemos si no lo obtenemos. Y, cuando no tenemos ni idea de qué pueda suceder, también medimos el éxito de lo que hicimos con qué tanta satisfacción nos dio.

En lo que hago, que es criar un par de personas, las cuentas se las rindo a mi paciencia, a mi expectativa contra lo que sucede en la realidad, a mi cansancio al final del día. Y soy la más exigente de las jefes. Menos mal que, cuando reviso las calificaciones, lo que busco no es el numerito. Siempre pregunto si se esforzaron lo suficiente. Ellos también tienen que aprender a rendirse cuentas a sí mismos.

Regresó el negro a mi vida y con él, la felicidad

He tratado muchas veces de quitarme el vicio del color negro. De verdad. Hasta al punto de pedirles a mis amigas que me lleven a comprar ropa para que no todo lo que agarre sea de ese color. Pero me gusta mucho y regreso a él en la menor ocasión.

En general, tenemos estilos de ropa, lugares de paseo, comidas, música, olores que nos hacen sentir una medida de comodidad y de seguridad. Por eso regresamos muchas veces a pedir que nos hagan el «plato de la abuelita» para nuestro cumpleaños. O añoramos con regresar a ese puente de esa ciudad en donde nos sentimos libres, jóvenes, felices. Agarramos «el» traje especial para sentirnos con poder. Guardamos la ropa interior que más nos gusta para las noches en que queremos que nos la quiten.

Rituales. Lugares seguros. Certidumbres. De algo tenemos qué asirnos, porque la vida no trae ninguna garantía. Puede que sea infantil, pero un poco de ayuda psicológica nunca le ha hecho daño a nadie. Si ponernos esos tenis antes de salir a correr nos hace creer que lo hacemos mejor, si tener puesta ropa que nadie nos mira nos da una sensación de bienestar, si comer un pedazo de pollo frito nos recuerda que teníamos un lugar feliz, qué mejor.

Porque terminamos de comer, nos quitamos la camisa de la suerte, salimos del lugar bonito y seguimos con nuestras vidas. Aunque sea siempre vestidos de negro. O azul. Pero mejor negro.