Metidas de pata y otros acontecimientos

El último viaje que hicimos, casi pierdo diez años de la poca juventud que me queda cuando me di cuenta, cuatro días antes, que los pasaportes de la niña y el mío estaban vencidos… Di mil vueltas y los sacamos bien, pero fue carrereadito y decidí que nunca más me iba a volver a suceder. Muy aplicada, apunté en mi calendario electrónico todas las fechas de vencimiento, con seis meses de plazo de anticipación. Efectivamente me salió la notificación de renovar el pasaporte del niño y yo, muy atinadamente organicé írselo a sacar ahora en vacaciones.

Mi vida organizada me da paz, porque siento que la puedo echar a andar sobre rieles y que se maneja sola en un montón de aspectos de los cuales ya no me tengo qué preocupar. Al final de cuentas, para eso existe la planificación. Hay muchas decisiones que nos quitan el cerebro y que ni siquiera deberían estar entre nuestra cotidianidad. Hasta la ropa. Tan fácil que sería no pensar en qué ponerse todos los días.

El problema es que no se puede detallar todo. Hay que dejar espacios en la previsión para los imprevistos. Esas cosas que se escapan a nuestra imaginación y que siempre surgen como malas invitadas. Y no siempre son externas. A veces nuestra propia mente nos hace las malas pasadas.

Como con el pasaporte. Ya habíamos hecho la cola, ya estábamos sentados, ya casi nos llamaban… decidí pasearme por la nostalgia y revisar fotos del niño cuando era bebé. Estaba vigente. Hasta dentro de dos años. El que vence es el de mi marido. Ni les cuento lo feliz que se puso.

Soltar(se)

Yo pienso en términos de «atajos mentales» que obviamente hacen que navegue más fácil por la vida. Mis hijos son de cierta forma, mis amigos de otra… y yo soy de otra aún. Supongo que todos hacemos lo mismo.

Lo malo de estos atajos es que, si se vuelven permanentes, ya no nos dejan salir de allí. Siempre vamos a pensar que nuestros hijos son pequeños. O que nuestros compañeros de trabajo son desesperantes. O que nuestras relaciones están escritas en piedra.

Y pues, así las hacemos: de piedra. El mapa con que entendemos el mundo debería ser tan fluído como nueva información le metamos. Siempre hay algo que no conocemos que le podemos agregar. Incluyendo lo que sabemos de nosotros mismos.

Es cierto que no es factible ir por la vida cuestionando de nuevo todo. ¿A qué hora vivimos? Pero es imperdonable negarse a probar nuevas experiencias sólo porque uno cree que es de cierta forma y ni siquiera quiere considerar la posibilidad de salir de allí.

No se trata de decir que sí a todo, no todo nos conviene. Pero vivir con el no en la boca envenena. Envejece.

Quiero aprender a soltar todas las preconcepciones que me estén alejando de ser mejor. Y eso implica soltarme a mí misma también. Sólo espero que, si me doy un trancazo, no duela tanto.

Y un café

En general, paso mucho tiempo sola. Y me encanta. Lastimosamente, paso sola haciendo actividades de correteo, que implican no estar sola conmigo. Rara vez me puedo sentar a tomar un café en algún lugar, ni para escribir. Y luego, estamos a medias vacaciones de los niños. Allí no sólo no estoy sola, sino que tampoco estoy acompañada.

Los humanos pareciéramos movernos entre la necesidad de compañía y el deseo de retirarnos de la sociedad. La mayor parte de historias de grandes maestros filosóficos hablan de momentos de hermitañismo, largos períodos sin interactuar. Tenemos el perenne mito del hombre sabio en la montaña, solo. No tengo en la memoria una instancia de un iluminado al que se le haya prendido el foco cenando con sus cuates.

Y tampoco conozco historias de grandes enseñanzas que no se compartieron en sociedad. Si ha habido ideas transformadoras que se quedaron en una cueva, muy poco trascendentes resultaron.

Creo que necesitamos momentos para madurar ideas, ordenar pensamientos, encausar sentimientos. Todo eso se logra con introspección y soledad. Y hay que buscar los momentos para hacerlo, adaptándonos a lo que obtengamos en este trajín de vida adulta que llevamos. Y, también, requerimos del calor de la compañía de nuestra mara. Si no, ¿a quién les contaríamos nuestras genialidades?

Armemos fiesta

Este diciembre ha sido sorprendentemente complicado para mí. Pensaría uno que el paso del tiempo aliviana nostalgias, pero no, me están pegando las cosas con la fuerza de un huracán y, sinceramente me agarraron desprevenida.

Y allí es donde la rutina, esa amiga aburrida, estable, confiable, que siempre lo acompaña a uno igual, con las mismas palabras y sensaciones, me está ayudando a atravesar estos días. Despertarme a la misma hora, con mi misma mara, comer en los mismos horarios, celebrar las mismas cosas. Todo eso me da estabilidad y me lleva de la mano como si fuera niña hacia el final del revoltijo de emociones que me están distrayendo y quitando el hambre.

La vida es complicada. Y triste. Y dura. Y duele. Pero también es hermosa. Uno sólo tiene que pasar el momento álgido para poder recordar que todas las mañanas sale el sol, aunque sea dentro de uno mismo.

A veces

…los recuerdos dulces duelen

…las caricias se pierden

…los abrazos de noche se agotan

…las palabras se acaban

A veces la vida te recuerda que hay oscuridad, que no siempre está el sol, que hay silencio.

Y, a veces, eso también está bien.

Sacarse la energía

Estoy con una cantidad impresionante de energía nerviosa. No sé si es porque no tengo regalos todavía, no he puesto ni un solo adorno, quiero sacarle el jugo al último poco del año, o, simplemente, estoy acelerada. Lo cierto es que cada vez me parezco más al conejito de Duracell, mezclado con el de Alicia.

Algo nos pasa que le asignamos importancia a darle la vuelta al sol. Desde que somos humanos, eso del cambio de las estaciones nos ha marcado. Hemos organizado nuestra supervivencia alrededor de las inclemencias y cambios del clima. Nuestros ritos enteros tienen qué ver con los renacimientos de la naturaleza.

Sentimos esa vuelta al sol y le asignamos sentimientos, ponemos metas, evaluamos desempeños. Celebramos un año que viene. Lloramos el que se va, por bueno o malo. Y todo es completamente artificial. Bien podríamos no contar el cambio del año jamás. Pero yo creo que necesitamos esa sensación de avance tangible.

Lo cierto es que este cierre de año me tiene entre activa y apática. Quiero que termine, pero no quiero celebrarlo. Y, por eso, mañana voy a poner el arbolito. Porque yo también necesito una prueba tangible de cambio.

Entre recetas de mazapán

Estoy toda quemada de estar cocinando el mazapán que me di a la tarea de hacer. Ni idea de por qué, si ni me gusta. Pero me recuerdo el deleite de toda la gente cuando mi mamá decía que iba a hacer y siento que ha de ser una gran cosa. Y allí estoy, bate que bate y quémame que me quemo.

Las recetas del cuaderno de mi mamá escritas en su letra fina y clara son como un lenguaje secreto que me acerca a ella. Ver los títulos «Magdalena», «Pollo con almendras», «Better than sex chocolate cake» me quitan años de encima, me llenan la boca de sabores y me dan la sensación de sus manos suaves sobre las mías.

Mis hijos me llenan el corazón cuando me dicen que mi comida es la mejor. Y, aunque yo no tengo la habilidad de mi madre en la cocina, me esmero por poner un poco de mi corazón en cada cosa que les hago.

Tal vez por eso insisto en repetir recetas de mi mamá, aunque no sean mi comida favorita. Es como volver a sentir su cariño. Aunque las ampollas que dejan las burbujas del mazapán no contribuyen a la ilusión.

La canción más linda del mundo

Hay preguntas que joden la existencia, porque son tan simples que no se pueden responder. ¿Cuál es tu libro favorito? ¿Qué canción te gusta más? ¿Película preferida? Yo me acuerdo de muchísimos libros que me han fascinado, canciones que he cantado hasta gastarme la voz, películas a las que les gasté la cinta (porque soy ruca y todavía las miraba en VHS).

Siempre tenemos cosas que nos gustan en el momento en el que las estamos viviendo. Es enriquecedor regresar a ellas años después para averiguar si todavía nos mueven igual. Obvio no. Las películas esas que nos hacían suspirar, ahora nos sacan una risa de la penita ajena. Hasta la comida que nos volvía locos de pequeños, a veces nos parece una bola de azúcar indigesta imposible de pasar de un bocado.

Cambiamos todo el tiempo. Y eso no le quita lo maravilloso que nos parecieron las cosas en su momento, porque nos las disfrutamos y llevamos ese recuerdo feliz en nuestros corazones. Pero también con el paso del tiempo, vamos teniendo cosas nuevas favoritas. Menos mal. Quedarnos estancados en que algo que nos gustó cuando teníamos quince años sigue siendo lo mejor que nos ha pasado en nuestra vida nos condena a aproximadamente sesenta años de amargura.

La canción más linda, el mejor libro, el vino más rico, la película más maravillosa es la que me gusta en este momento. Ahora. Lo que tengo enfrente. Ya vendrá algo que me guste más, o no.

Armando una vida

Junto con la casa de mis papás, me tocaron todos sus muebles. Algunos antiguos, algunos simplemente viejos. En un arrebato de tristeza, regalé la sala entera (igual era la cosa más fea de toda la historia de todos los muebles de sala que jamás hayan existido), la cama de mis papás, unas mesas y no recuerdo qué más cosas. Pero me quedé con muchos de los muebles que usaba mi papá en su estudio, incluída su silla.

Nuestras vidas las armamos con las piezas de las experiencias que decidimos guardar. Lo sepamo o no, esos recuerdos a los que les damos vueltas son los muebles que usamos en nuestros cerebros. Y cada uno escoge la decoración que quiere.

Se ha descubierto que cada vez que recordamos algo, lo cambiamos ligeramente por el simple hecho de examinarlo. Yo creo que cada vez lo vemos desde un punto de vista diferente, porque nosotros no somos los mismos. Podemos apreciar nuestra propia historia con nuevos ojos y darle un sentido a las cosas que hemos pasado. Hasta los malos recuerdos tienen una función enriquecedora,  si logramos la distancia necesaria para verlos sin dolor.

Algo así como mis muebles viejos. Poco a poco los he ido cambiando a mi gusto, porque quiero conservar el recuerdo, pero lo quiero transformar en algo que me guste. Un buen ejemplo es la silla que usaba mi papá para trabajar. Negra con gris. Ya no. Ahora es mía. Y es rosada.