Retroceder

Hoy me fue como en feria en el entreno de karate. No entendí las instrucciones, subo el trasero en las posiciones de las katas, me dieron un zuki en la boca por tarada y me sentí más tiesa que un palo. Llevo casi dos años entrenando por lo menos tres veces a la semana, más lo que practico en casa y aún no me sale lo que me dice la cabeza que tengo que hacer.

He escuchado varias veces que «la ignorancia es atrevida» y tiene toda la razón. No saber a veces nos alienta a hacer cosas de las que no tenemos ni la más panda idea. Hasta nos podemos creer que las hacemos bien (para muestra un montón de audiciones de American Idol que seguro rompían los tímpanos de todos).

La realidad es que, si sólo hiciéramos lo que nos sale bien, no haríamos nada. Todo proceso de aprendizaje conlleva un cierto espacio de retroceso, porque no siempre hacemos todo igual. Si han tratado de cortar una tela, sabrán que uno puede poner el patrón bien de un lado y halarlo del otro y terminar más torcido que un banano.

Igual es con cualquier cosa que hacemos: corregimos una posición y arruinamos el resto. Así me recuerdo que ya me sé «sentar» en mi nekodashi, que por lo menos ya me aprendí las katas que me tocan y que llevo casi dos años. Me falta el resto de la vida para seguir haciéndolo mal, pero cada vez menos peor.

Felices para siempre-ish

Ya casi llevo lo mismo de casada que lo que nos tardó casarnos con Mario. Pasaron casi 12 años entre la primera vez que yo me acuerdo de haberlo visto y ese feliz 29 de abril del 2006. Y, menos mal, no todo ha sido como en los cuentos de hadas, en donde todo termina con un «se casaron y fueron felices para siempre». Meh.

Se habla de matrimonios para toda la vida con algún sarcasmo y se dice que funcionaban así cuando la gente vivía 40 años, lo más. Tal vez los cambios que todos tenemos no se sentían tanto en lo que le quedaba a la gente de juventud. Lo dudo. Siempre han habido rompimientos de relaciones, infidelidades, problemas y malos matrimonios, por mucho que duraran 15 segundos.

Esperar vivir siempre feliz, es querer no vivir. El dolor, la pena, los problemas, las luchas, las lágrimas, todo eso, son las notas contrastantes de un sabor complejo y rico. La comida que sólo tiene una nota es sosa, insípida.

Yo no quiero una vida plana. Me gustan los picos y los barrancos. Las montañas rusas son emocionantes, porque tienen bajadas y subidas. Hemos pasado muertes, enfermedades, penurias, peleas, cambios. Y por cada túnel oscuro que hemos atravesado, hemos logrado salir al otro lado a un mejor lugar. Así hacemos nuestro «para siempre», una década a la vez.

El espacio en medio

Yo no sabía que me gustaba estar ocupada. Hasta que comenté que creía que había estado sobreentrenando y la reacción de toda la gente a mi alrededor fue «¡Tna!» Ahora mismo tengo tres proyectos de remodelación de muebles, lámparas y paredes, tres columnas, karate, ejercicio, ser mamá de grado, pintarme las uñas, una casa, dos niños, tres gatos y un marido que colaboran para mantenerme entretenida. Normal. Para haber crecido con mi mamá diciéndome que yo era una rehuevona, me parece que he logrado superar traumas de la infancia.

El tiempo le abunda a la gente que lo llena. Mientras más actividades tenemos qué organizar, pareciera que más cosas logramos hacer. Sino por qué del dicho de «si quieres lograr algo, encárgaselo a alguien ocupado.» El problema es que la pelota rueda hacia abajo y luego cuesta pararla. A veces no hacer nada, también es hacer algo, sólo que hay que aprender a meterlo como un «pendiente» en la agenda.

Si no aprendo a hacerlo, estoy como ahorita que tengo al enano con la costilla fisurada (nada grave) en casa, me quiere al lado suyo viendo tele y yo siento que tengo hormigas en el pantalón de todas las cosas que quiero/tengo qué hacer. El tiempo también se llena con las cosas importantes que tienen que estar encima de las cosas pequeñas que nos distraen.

Las obras de arte tienen espacios en blanco, la música tiene momentos de silencio, los edificios tienen ventanas. También la vida tiene que tener un momento que quede libre. Ya la próxima les enseñaré cómo me quedaron los sillones.

Aceptar otras normalidades

Mis hijos cenan a las seis de la tarde, se duermen antes de las siete y media de la noche, no comen chucherías seguido, se bañan por la mañana y sólo miran media hora de tele al día. Esa es nuestra normalidad. También nos parece normal con mi marido tener momentos juntos de noche, solos. Tomarnos fotos. Buscar un cambio de rutina, aunque sea irnos a enmotelar. O sea, tenemos casi diez años de casados, qué de malo tiene irnos a meter a un lugar de ésos, al fin y al cabo, mis hijos no nacieron por ósmosis.

Como uno vive en su normalidad, se le olvida a veces que hay otras. Es más, que hay tantas como personas, porque ni los que viven en una misma casa tienen la misma vida. Es una habilidad que se aprende el poder sentarse a escuchar con tranquilidad lo que hacen otras personas y aceptar que, si no lo afecta a uno, es muy rollo de ellas. En general, cuando alguien se siente escuchado, se destapa. Y nos permite conocer su mundo. Es instructivo aprender cómo vive su realidad al quien tenemos al lado.

Que lo que hacemos sea normal, no quiere decir que sea lo mejor. Pero si nunca nos enteramos que hay formas diferentes de hacer las cosas, tampoco podemos cambiarlas. Quién sabe, a lo mejor mis hijos pueden dormirse un poco más tarde y no padecer de por vida.

Fluir

También ser fluido ayuda a permanecer

Amoldarse a la forma que tenemos disponible

Mantener el contenido intacto en otro recipiente

Escurrirse, rebalsarse, evaporarse

Y al final regresar al lugar donde nos gusta cómo somos

Las palabras como semillas

Es rara la vez que me quedo con ganas de decir algo. Para bien o para mal, si tengo algo qué compartir, lo hago. No es que diga todo lo que me pasa por la mente, es que, si creo que vale la pena, lo saco y ya.

Las palabras que nos quedamos adentro crecen. Son ideas que toman vida propia y ocupan nuestros espacios vacíos. El amor que no se demuestra, la tristeza que no se purga, el enojo que no se escupe, todo, nos acapara y tiende a destruirnos por dentro. Nuestro ser se fisura por la presión y todo sale por algún hoyo. Si no es por la boca, es por otro lado. Así nos enfermamos, nos duele la cabeza, se nos traba la espalda, nos quedamos afónicos.

Los humanos somos mejores cuando nos compartimos. Las palabras son los puentes que nos unen. No siempre decimos cosas bonitas, pero el ácido y el fuego, de manera controlada, también construyen.

Una semilla germina y rompe. Hecha raíces y brota. Igual lo que nos quedamos.

 

Usar máscara

Estoy dándome gusto arreglando los muebles viejos que tenía mal usados. Lo primero que me compré para lijar y pintar y barnizar fueron guantes, lentes y máscara. No quiero dejar los pulmones de premio por remozar una librera. Es incómodo usar algo encima de la nariz y boca. Mientras uno se acostumbra, se siente como si se estuviera ahogando, pero luego recuerda que es para no morir más rápido, le hace ganas y ya ni se entera que está.

Hay situaciones y personas (sobre todo personas), que dan el mismo nivel de toxicidad. Esa pobre gente que despide gases emocionales tan nocivos, como los de cualquier deshecho químico. Lo cual no es un problema generalmente, pues la solución es tan sencilla como largarse en la dirección contraria lo más rápido posible. La cosa se complica cuando se trata de gente a la que uno quiere, con la que se trata de llevar una relación. Peor aún si esa persona es encantadora con uno y perra con la demás gente. ¿Qué hacer?

No siempre podemos alejarnos por completo. Si se trata de un jefe, un profesor o un pariente al que vamos a tener que ver con cierta frecuencia, querramos o no, hay que idear mecanismos de defensa. Como una máscara. Cualquier cosa con la que nos podamos proteger del contacto dañino, pero que nos permita disfrutar con ciertas precauciones de la compañía.

Al fin y al cabo, uno determina hasta dónde se quiere exponer.

La bendita rutina

Al día siguiente del que estoy sentada escribiendo esto, es lunes. Y a mí los lunes (y los jueves, pero eso es otro post), me encantan. Saber que me voy a levantar a cierta hora y que sé más o menos qué va a pasar el resto de mi día, me da paz. Me encanta planificar mi vida en pequeños hitos y que lo «mágico» se desarrolle en los espacios en medio.

La rutina ha adquirido una muy mala reputación y muchos agarran de excusa para sus veleidades, el no querer caer en ella. Cuando es precisamente una rutina tomada como perseverancia, la que nos lleva a la excelencia. No hay músico famoso que no se sangre los dedos practicando las escalas más repetitivas. Desconozco de algún atleta de alto rendimiento que no le meta a sus músculos esa «memoria» que le permite ganar. Ningún idioma fue aprendido sin repetición.

Así también la costumbre de tratarse bien, de saludarse con un beso, de pedir las cosas con una sonrisa, de decir un «te amo» todos los días y de tomarse un tiempo especial como parte de algo constante, sienta las bases sobre las que se construyen las relaciones más formidables.

La rutina nos sirve de puente entre los momentos de despegue loco. Nos mantiene sobre el rumbo que queremos seguir. Hasta nos invita a dejarla de vez en cuando para apreciarla mejor. Este fin de semana (y la semana entera) fue diferente. ¡Qué alegre que mañana vuelvo a mi normalidad!

Competir por gusto

Me gusta probar hacer cosas nuevas. Rara vez tengo el pelo del mismo largo o color (aunque ahora en mi etapa hippie, ya no me lo estoy pintando). Ahora, por ejemplo, estoy con la onda de remodelar los muebles de la casa. Es una mezcla de codencia, seguridad de poder hacerlo y una buena medida de entusiasmo. También me gusta compartir los resultados de la sudada, mis pobres amigas tienen sus teléfonos inundados de fotos mías enseñándoles mi nueva ocupación. Se requiere tener una personalidad muy especial para estar tan cerca mío. Ya me ha pasado que la gente que no me conoce, cree que le estoy presumiendo de mis cosas. Y no. La competencia es conmigo misma, la demás gente está en su propia carrera.

Generalmente, hacemos cosas, compramos cosas, nos ponemos cosas, para hacerles ver a otras personas que nosotros sí lo tenemos y ellos no. Lo cuál se convierte en un ejercicio de nunca acabar. Midiéndonos contra los demás, siempre vamos a perder, porque siempre está la posibilidad que el otro consiga algo mejor. ¿Tú tienes esa marca de bolsa? Pues yo tengo dos. ¿Vives en una casa de tantos metros? Pues yo tengo el doble. Y así, la montaña de cuestiones inútiles por las que nos amargamos que no son nuestras, nos llena la casa de estupideces que no necesitamos.

Yo no enseño las cosas que hago para hacer sentir mal a la gente que tengo a mi alrededor. Lo hago por compartir una victoria. Porque yo compito, todo el tiempo, pero contra mí misma. Así, cuando me gano, de todos modos gano.

Estabilidad para volar

Es difícil despegar los pies del suelo, si primero no están plantados firmemente.

O correr como el viento, sin pisar con decisión, empujando con fuerza.

Ningún invento nuevo surgió de la nada.

No hay velero que surque el mar y rompa el agua, si la proa no balancea a la popa.

Y no hay aventura que sirva si no hay un hogar a dónde regresar.