Replantearse la vida

Lamentablemente, soy una persona de «no» fácil. Y hago cosas imbéciles como comprarles helado a los niños y luego decirles que no se lo pueden comer (porque no terminaron el almuerzo, porque se van a enfermar, por cualquier excusa). Luego me tomo un raro minuto para hacer introspección y me quedo completamente confundida de esa actitud.

Es más fácil decir «no». El riesgo es menos aparente. Mantenemos una supuesta estabilidad. Diciendo «no», sentimos que no perdemos, que no nos abrimos, que nos protegemos. No probamos peinados nuevos, porque siempre hemos tenido el mismo y no nos damos cuenta que nuestra cara ya no es la de antes. No vamos a un nuevo restaurante, porque en el otro ya sabemos que nos hacen la comida que nos gusta. No aprendemos cosas nuevas, porque ya tenemos cierta habilidad en lo que hemos hecho desde hace rato.

Y terminamos como mi mamá, que murió negándose a aprender a encender (¡encender!) una computadora. Ni el planeta en el que vivimos se deja de mover. Las células de nuestra piel cambian. ¿Por qué nos negamos a experimentar?

Si bien es cierto que un «no» bien puesto libera (no, no quiero un beso; no, no quiero tomar; no, no voy a aceptar que me trates así), tampoco se puede poner eso de escudo ante el mundo.

Estoy aprendiendo a decir que sí. Mis hijos han comido helado toda la semana.

Qué tesoro guardamos

De pequeña tenía un perro de peluche al que amaba con pasión. El «Co». Terminó como les sucede a todos los consentidos de los niños: inmundo. MI mamá trató de lavarlo y le hice el escándalo más grande del mundo. Puede ser que fuera el olor a shuquito lo que precisamente me haya gustado.

A veces guardamos con un fervor casi religioso ciertas cosas de nuestra vida y no nos damos cuenta del estado real en el que se encuentran. Como aquel atleta de colegio que todavía cuelga sus medallas en la pared más prominente de su casa y no se da cuenta en el espejo de la timba que lo acompaña. O la mujer que guarda el vestido de bodas, pero que lleva como trapo de cocina el matrimonio.

Nuestra vida requiere mantenimiento. Pero sobre todo requiere que la vivamos. No podemos quedarnos enganchados en glorias pasadas que ya ni siquiera influyen en lo que somos ahora. Ese recuerdo del adolescente con acné al que no le aceptaban ni un chicle las niñas bonitas, hay que tirarlo a la basura, no guardarlo como el anillo de Tolkien. A menos que nos queramos convertir en Gollum. También las cosas buenas, mejor si las usamos y las seguimos haciendo nuestras, como las habilidades que teníamos de pequeños. De nada nos sirven las lindas memorias si no nos hacen mejor hoy y ahora.

El «Co» sigue vivo y coleando. Duerme con mi hija. Y continúa gloriosamente apestoso.

Lo eterno que cambia

Tengo un recuerdo tan vívido de la primera (y única) vez que me han asaltado. Puedo ver el parche del ojo del tipo (en serio, tenía un parche en un ojo), el lugar justo en el Trébol por donde iba, cómo quedó sucia mi blusa blanca por la mugre que llevaba el tipo en las manos, la sangre que me sacó cuando me dio manotazos para arrancarme los anteojos. Lo recuerdo todo perfectamente bien.

Uno piensa que las memorias de cosas pasadas se guardan en el cerebro como fotografías y que permanecen inmutables, guardadas detrás de un vidrio protector. Resulta que, si bien se compara nuestro cerebro a una computadora, no necesariamente reunimos archivos y los metemos en neuronas para no cambiarlos jamás. Todo allá adentro es plástico, crece, se mueve de lugar, se alimenta de lo que hacemos. Cada vez que «sacamos» un recuerdo de su caja, lo cambiamos, porque le agregamos las nuevas experiencias que ya poseemos. Es como volver a leer un libro años después. Digamos que tenemos un vocabulario más amplio para entender lo que nos estaba diciendo.

Psicológicamente hablando, esta maleabilidad permite regresar a momentos críticos de nuestras vidas y transformarlos en mejores experiencias. Podemos quitarnos la humillación de la vez que no nos escogieron para un equipo, el dolor del primer corazón roto, la rabia de una injusticia. Si logramos iluminar los rincones oscuros de nuestra vida anterior, podemos meterle una luz de esperanza que alimenta lo que hacemos de aquí en adelante.

El ladrón no pudo quitarme los anteojos, ni la pulsera, ni la cruz. Tan sólo se llevó una cadena. Yo recuerdo que me defendí, que le pegué en la nariz, que no me dejé. Y sacar ese recuerdo me hace sentir poderosa, capaz. Por lo menos esa es la historia que me cuento a mí misma y quién me dice que no es la real.