Lamentablemente, soy una persona de «no» fácil. Y hago cosas imbéciles como comprarles helado a los niños y luego decirles que no se lo pueden comer (porque no terminaron el almuerzo, porque se van a enfermar, por cualquier excusa). Luego me tomo un raro minuto para hacer introspección y me quedo completamente confundida de esa actitud.
Es más fácil decir «no». El riesgo es menos aparente. Mantenemos una supuesta estabilidad. Diciendo «no», sentimos que no perdemos, que no nos abrimos, que nos protegemos. No probamos peinados nuevos, porque siempre hemos tenido el mismo y no nos damos cuenta que nuestra cara ya no es la de antes. No vamos a un nuevo restaurante, porque en el otro ya sabemos que nos hacen la comida que nos gusta. No aprendemos cosas nuevas, porque ya tenemos cierta habilidad en lo que hemos hecho desde hace rato.
Y terminamos como mi mamá, que murió negándose a aprender a encender (¡encender!) una computadora. Ni el planeta en el que vivimos se deja de mover. Las células de nuestra piel cambian. ¿Por qué nos negamos a experimentar?
Si bien es cierto que un «no» bien puesto libera (no, no quiero un beso; no, no quiero tomar; no, no voy a aceptar que me trates así), tampoco se puede poner eso de escudo ante el mundo.
Estoy aprendiendo a decir que sí. Mis hijos han comido helado toda la semana.