En algún momento estuve en una mala relación, culpa de ambos, obvio. Lo divertido era que, si estábamos de viaje, la cosa no iba tan mal. Claro que cuando regresábamos a la normalidad, todo se iba rápido y en bajada al carajo.
Las vacaciones sirven para despejar la mente del trajín del día a día, no para escapar de la realidad. Porque la realidad es jodida y lo recibe a uno de vuelta, aún más en pelota de lo que la dejamos. Todas las relaciones se benefician de un período concentrado de atención, que sirve para afianzar lo que ya está. Pero algo tiene que haber antes. No es precisamente al lado de una piscina que se arreglan problemas de pareja de esos gruesos.
El convivir de cerca acentúa todo lo que uno tiene. Es muy difícil esconder el carácter con la persona con la que se comparte el baño. Por eso es que si existe algo que arreglar, se hace en el diario vivir.
A mí, ahora, me sigue encantando viajar. Dejar de escuchar los «mama, mama, mama» de vocecitas persistentes, ordenar casa, arreglar comidas… Pero siempre quiero regresar. Y eso vale más que cualquier vacación.
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