Perderse para encontrarse

El año y medio entre agosto del 2005 y diciembre del 2006 fue mi «Annus Horribilis». Y sí, fue tan feo como suena. Peor. Comenzando por el derrame de mi mamá, pasando por la muerte de mi papá y culminando con la muerte de mi mamá. Terminé de pasar a la adultez en esos meses y no me gustó. Ni modo, es un proceso irreversible.

«No sabemos de qué estamos hechos hasta que pasamos por los momentos más fuertes de nuestras vidas.» Tantas veces que uno escucha esa frase, un poco como oír llover, hasta que tiene que enterrar un pariente, nace su primer hijo, pierde el trabajo, se gana la lotería (ya mero). Lo muy malo igual que lo muy bueno, el trancazo de la emoción no distingue y nos pega duro. Allí podemos probar qué tan fuertes son nuestros cimientos.

Supongo que es como un barco que se pierde en una tormenta; mientras navega por un mar en calma, ¿qué necesidad tiene de comprobar que sirvan sus motores y los instrumentos de navegación? Pero, cuando se pierde entre la tempestad, allí es cuando le sirve todo lo que trae para las emergencias. Nuestros valores, nuestro carácter, nuestra adaptabilidad, hasta nuestro buen humor son el gps que nos saca de la nube. Ninguna nave sale ilesa luego de un embiste de la naturaleza, pero sí con un mejor conocimiento de su capacidad. Igual nosotros, nuestro espíritu sí se resiente, pero las heridas cicatrizan y continuamos, mejores y más fuertes.

Salir de los momentos duros nos prepara para los felices. Disfrutar de las cosas buenas nos llena el tanque de reserva para los períodos de estío. La clave está en seguir encontrándonos cada vez que el viento nos saca de nuestro rumbo.

Dentro de ese mismo año, también tuve una de las emociones positivas más fuertes de mi vida: me casé con mi marido.

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