Hay muy pocas cosas que me sacan de quicio en alguien que me está prestando un servicio. Ni la tardanza de un restaurante, ni la falta de intuición, ni siquiera la ignorancia. Todo eso no depende directamente de la persona que me está atendiendo. Pero me irrita como calzoneta mojada el que cualquier persona no haga su trabajo y que sea pesada. Es una combinación ganadora que me saca el tono de voz severo y la mirada cortante que tengo guardados para ocasiones especiales.
Todos tenemos botones que se detonan. Algunos no los tenemos identificados y estallamos sin saber bien qué está pasando. Ésos son los peores, porque uno tiene qué saber en dónde está el peligro, ya sea para evitarlo, moldearlo y dejarse llevar. Claro que apuntan a cosas más profundas que una grosería de un mesero, total uno al patojo ni lo conoce, no debería importarle la actitud. Pero hay preferencias fundamentales que nos definen como personas en lo íntimo de nuestra composición emocional. Conocerlas, nos permite ser menos presa de ellas, más dueñas de nuestras reacciones. Y esa es una de las claves de la vida.
Hace poco me volvieron a preguntar la dirección de entrega de un producto que llevo pidiendo todos los meses desde hace 6 años. Hice que la nueva persona que me estaba atendiendo la buscara porque la pregunta surgía de la pereza de revisar. Obviamente la tenían archivada. Y hoy viene el pedido. Menos mal no es comida, porque seguro vendría con algún recuerdo.