Siempre hay opciones. Lo peor, no es tener pocas, es paralizarse con demasiadas. Recuerdo cuando en el súper sólo había tres clases de cereal y ahora no sabría ni cómo saben todos. Ante esa abundancia, tomar decisiones se vuelve complicado. Porque, seguro, siempre va a haber una mejor. LA mejor. Ese pedazo de certeza que satisface todos nuestros requerimientos. Sin dudarlo.
Pero esa ilusión es hermana gemela de la perfección. Las únicas cosas que son infaliblemente mejores, siempre, son las que nunca cambian. Y sólo permanece igual lo que no tiene vida. No importa qué tan buena o mala haya sido nuestra escogencia en su momento, nosotros mismos vamos cambiando y tal vez esa exacta cosa ya no nos sea suficiente después.
Aceptarlo libera. Primero, del peso constante de tomar siempre decisiones sin falta. Basta con escoger lo mejor bajo las circunstancias inmediatas. Segundo, de las auto-recriminaciones cuando nos damos cuenta que metimos la pata. Obvio nos va a pasar. Y, por último, para aceptar nuestros propios cambios. Seguro, seguro, a mí ya no me gusta el Cap’n Crunch, a pesar que era mi cereal favorito. Lástima, porque ahora sí se consigue fácil.