Una cortada

Afilé el cuchillo, dicen que es más seguro así,

me corté el dedo, profundo y sesgado.

Sigue sangrando varios días después,

una vez sobre la ropa recién lavada,

otra en la góndola de harina del súper.

Las gotas rojas que parecen llamarme,

una cortada de cuento de hadas,

de ésas por las que se le escapa la vida

a la protagonista encantada.

Poca cosa una herida en el dedo,

no será por allí por donde muera.

Aunque no siempre son las cosas grandes

las que causan los cataclismas.

Nunca se rompió un corazón,

por un amor inmenso,

siempre por uno mezquino y pequeño.

Un talento inútil

Tengo muchas destrezas que no sirven para poner en el cv. Por ejemplo, a nadie le puede importar la facilidad que tengo para encontrar buenas películas en Netflix. Y así, varias. Son esas cosas que nos dan una satisfacción puramente personal, forman parte de nuestra composición psicológica y no nos traen ningún beneficio material.

Todas las pequeñas cosas que hacemos, es en mucho lo que somos. Y cómo las hacemos define perfectamente si vale la pena estar con nosotros. Muchas aptitudes se pierden en una miasma de mal humor y la persona mejor calificada resulta tan intratable que de nada le sirve. En cambio, llenarse de pequeñas alegrías triviales y personalísimas, creo que ayuda a desempeñarse mejor en las cosas que sí son trascendentales.

O tal vez no, pero sí me da mucha satisfacción poder hacer cosas tontas, bien.

No creo la medida

Necesito medirme. La pesa se arruinó, nunca encuentro el metro y la pinza para sacar el porcentaje de grasa la uso a mi antojo (mi marido se rehúsa a hacerlo seguido). Resulta que no tengo forma objetiva de saber cómo estoy, porque los números que yo me saco no me convencen y lo que yo miro en el espejo no tengo idea que sea cierto.

Hay una línea delgada entre el sentimiento y lo fáctico. Y es que, no importa que tan verdadera sea la realidad, todo lo coloreamos conforme nos hace sentir. Tenemos algo los humanos (no sé si sea defecto o no), que no podemos experimentar nada sin asignarle un valor emocional. Dejemos del lado una comida; nos importa sentimentalmente el color de una nube cuando se pone el sol. Esa capacidad hace que hasta lo más pragmático nos haga sentir sentimientos.

Supongo que todo eso está bien, pero a veces los hechos objetivos informan el color de nuestro día, más que nuestra propia percepción, porque ésta seguro está torcida en algo. Así que necesito una medida que sepa que es constante y a la que le pueda creer.

El portal de los sueños

Inception es una de esas películas que siempre quiero ver, pero a la que no le pongo tanta atención siempre. Es visualmente avasalladora y pierde un poco su dimensión en la tele. Sin embargo, más allá de lo meramente artístico y de que la trama al final sea un poco melodramática para mi gusto, he estado pensando en ella un poco las últimas noches. Y es, simplemente, porque he soñado (o he recordado mis sueños), más de lo usual.

Llama la atención que alguien diga que soñó con uno, como si uno hubiera hecho una visita nocturna a la psique de esa persona. ¿Y qué? ¿Dejó uno de ser uno y se metió en la mente del otro para aparecerle allí? En la película dicen que todo el que aparece en los sueños es uno mismo, y, si no estuviera poniendo atención a detalles, tal vez se me hubiera escapado ése en particular. Y, sí, todo lo que soñamos no es más que algo de nuestra mente que nos dice algo acerca de nosotros mismos y poco o nada de otros.

Que no deja de ser importante. Es una herramienta vital para nuestra supervivencia, allí terminamos de negociar complicaciones diarias y botamos lo que no entendimos. Así que, ojalá me permita soñar cosas bonitas, porque tener pesadillas y que simplemente sea yo misma la que las produce, es una pendejada.

Domingo con pastel

Ya es común que los domingos termine comiendo todo lo que se me antojó en la semana. Que es mucho. Padezco de la enfermedad que mi mamá describía como: «caca miro, caca quiero… y caca no miro y caca también quiero». Todo lo que queremos son las cosas que ya tuvimos en la mente. Pocas cosas las hacemos a impulso sin pensarlo, aún las cosas que parecieran casuales. Ese beso robado ya lo soñamos demasiadas veces, la pelea que saltó por la tarde la discutimos antes ante el espejo y la comida se nos presentó en anuncios, redes sociales y vallas.

La mente es el teatro de nuestra vida, en realidad, todo sucede allí y la realidad sólo es nuestro cerebro dándole forma de simulacro a los impulsos externos que recibe. Si somos finos para describirla, la vida es un juego de realidad virtual que todos compartimos. Eso es liberador.

No dejo de hacer dieta entre semana, pero hoy, mi antojo se materializó en un pastel de chocolate. Y está glorioso.

La orilla del mundo

El mundo termina a la orilla de un muro

la palabra arena separa el agua de ti

se detiene el color de la noche en tus ojos

lanzas el aire que respiras al mar

haces una ola que se despenica

extiendes la mano para tocar la espuma

te topas contra la pared de palabras

que se alza entre mi océano y tu piel.

La orilla del mundo está en tus dedos.

La espuma del chocolate

Por las tardes hago chocolate caliente. Al menos mi versión. Sin azúcar, sin leche. Es algo con qué tomar colágeno. No sabe nada feo y siempre le saco espuma. Hay cosas pequeñas, la orilla tostada del huevo estrellado, una mora especialmente dulce, la almohada puesta de la forma correcta, que hacen mejor las cosas grandes.

La vida en general está armada de piezas pequeñas, los fundamentos sobre los que se construyen los días van de hora en hora, con saludos y rutinas. Nada extraordinario nos molesta tanto como que lo cotidiano esté fuera de lugar. Claro, el eje de nuestros mundos se muda con cataclismos, pero, al igual que el ambiente, una desviación en un solo grado puede ser casi igual de fatal. Es igual que cambiar un poco el rumbo, con sólo un paso en falso, la meta ya no se alcanza.

Pero, lo bueno, es que una cosa grande también se alivia con los detalles. Un abrazo en el momento de dolor, una palabra amable. Por eso trato de ponerle espuma al chocolate.

Las semillas tardías

Con mi mamá mirábamos mucha tele por las noches, mientras bordábamos. A mí ella me crió con hábitos de dama de compañía del siglo XVII, pero eso es tema de otro día. Entre sus programas favoritos estaba el de Doughy Howser M.D. y le encantaba cómo terminaba siempre con una entrada en su diario personal. Me dijo más de alguna vez que yo hiciera lo mismo. A mis 12 años, eso me parecía bonito en teoría y una hueva en la práctica.

Tengo dos niños a quienes estoy criando como puedo. En estos tiempos tan extraños, es aún más claro que todos los planes que uno tiene se van por el caño en un estornudo y que la habilidad de adaptarse es hasta más importante que cualquier otra. Pero… no dejo de pedirles que lean, escucho música siempre con ellos, les dejo ayudarme en la cocina y los hago que sean medio útiles en casa. Semillas que uno siembra poco a poco aunque nunca mire sus frutos. De eso se trata, para mí, la maternidad. Que todo lo que hagan cuando no estoy enfrente sea un buen reflejo de lo que les pido.

Algunas cosas saldrán hasta cuando yo no esté. Como esto que hago todos los días. A mi mamá le hubiera encantado leerme.

Creer pero no entender

Escucho a veces historias que conozco de ciertas. Casos, sobre todo, de relaciones que se agrian. No lo normal, que es normal un bajón en cualquier intercambio de vidas, sino de esas cosas que verdaderamente parecen de novela fucsia. Y me pasa que las creo, pero no las entiendo.

A veces ese es el problema en sí: querer entenderlo todo, como si pudiéramos llegar a comprender de verdad a alguien más y sólo se justificara nuestra empatía porque nos sentimos identificados. Resulta que, cualquier buen terapeuta de parejas te va a explicar que no necesitas desmenuzar todas las intenciones del otro para aceptarlo. Simplemente hay que ver hacia adentro y decidir si, con lo que uno siente, se sigue adelante, o no.

Los amigos, los hijos, la pareja, cualquiera, a veces no necesita nada más que contarnos su parte. Y uno sólo tiene que sentarse a escuchar. Creer sus sentimientos, que son lo más real que tenemos los humanos, aunque no los entendamos. Y todo el resto del drama, sirve para escribir buenos cuentos.

Decir que no

Los domingos digo que sí a toda la comida que se me ponga enfrente. Y siempre me duele la panza. Como hoy, la cabeza también. Quisiera decir que no más. Lo de ser positivo es muy bonito, pero saber negarse es bueno para la salud.

Los límites ayudan a protegerse. Encontrar las cosas no negociables nos hacen, sorprendentemente, más flexibles. Porque sólo las personas que se sienten seguras, se aventuran.

Aprender a decir que no nos permite decir que sí a lo que nos ayuda.

Y ahora quiero pizza.