Una casa de verde

Hoy vi a un hombre

pintar una casa verde

de color gris.

Desde el portón

que estaba entreabierto

se miraba la oscuridad.

Todavía no sé

si la esperanza se le había escapado

o la estaba encerrando.

No es suficiente

Creo que hago suficiente ejercicio como para mantener sanas a cuatro personas. Y como como para media. Además de la meditación y afirmaciones positivas y todas esas cosas que se supone que uno tiene qué hacer. Y tengo panza. De esa que se mira en las fotos que deberían ser sexys y sólo me hacen llorar. Yo sé que es superficial, tonto, remachón y cansado. Pero me molesta porque poco más puedo hacer y no hay forma.

A veces no importa todo lo que hagamos. No es suficiente. Hay trabajos que perdemos, libras que ganamos, personas que se van. No hay nada que podamos hacer para cambiar ciertas circunstancias. Sólo podemos hacer nuestro mejor esfuerzo, aunque no sea suficiente.

Allí es en donde es bueno aprender que uno está completo, que las circunstancias externas no afectan nuestro valor, que todo es cíclico y que somos suficientes porque somos. Punto.

Me cuesta verme la lonja en una foto y no querer dejar de comer para siempre. O comer hasta reventar. Podría fijarme en el resto de cosas que tengo bien. Supongo que, o me ilumino, o espero a que se me arruine la vista lo suficiente como para ya no verme los defectos.

Estar nerviosa me hace hablar más

Y estar enojada. Y estar contenta. Supongo que cualquier cosa me hace hablar más, así que mi medida es hablar mucho. A veces. Otras, paso días enteros sin hablar de conversar con alguien. No está mal. Es una realidad. Lo malo es que no siempre me puedo frenar la boca cuando hablo mucho y luego me doy cuenta que dije muladas. Lo peor es cuando el darme cuenta va un segundo en diferido de decirlo, pero ya las palabras se escaparon de mi boca como pájaros en vuelo, que es una forma muy poética de decir que me fijo hasta que ya laca.

Tenemos muchas formas de comportarnos. Es raro eso que no siempre podamos contenernos. No todo lo que hacemos es deliberado. Vivimos en piloto automático en mucho. No es del todo negativo, porque ponerle atención enfocada a absolutamente todo lo que pasa a nuestro alrededor es imposible. Pero pareciera que nos perdemos creyendo que ya lo hacemos bien. Las cosas siempre pueden hacerse mejor. Hablar sin decir tonteras involuntarias es una de ellas.

Quisiera que saber que hablo mucho me pusiera el bozal de forma inmediata. No. Me tomo un café con una amiga con la que estoy hablando de cosas que me importan y cuando salgo del lugar tengo que pedir disculpas.

El espejo miente

Entre los muchos podcasts de información irrelevante que he escuchado, el que más me ha perturbado es uno en el que hablaban acerca de los espejos y cómo éstos jamás nos dan una imagen real, por la simple cuestión de la óptica. No recuerdo bien el principio, pero me quedó la enseñanza que ese reflejo de luz nunca es totalmente fiel y que jamás nos percibimos exactamente como somos. Un poco el mismo asunto que uno no sabe cómo suena en realidad, porque se escucha desde adentro.

Las cosas observadas desde sí mismas son incompletas. El que se para sobre una montaña no la puede ver, aunque observe lo que está a su alrededor. Igual nuestras vidas. He escuchado que la iluminación es salirse de uno mismo para poder observarse. ¿Cómo despojarse enteramente del propio ser que se lleva siempre con uno? No sé si sea posible. Ni siquiera sé si sea deseable del todo. Para verlo a uno de fuera, tiene que haber alguien allí, afuera, que le dé mil vueltas a uno sobre su propio eje y desde allí encuentre los puntos débiles.

Cada uno tiene la perspectiva interna de lo que hace, las intenciones, las emociones, los pensamientos que acompañan cada una de las cosas que saca al exterior. Pero la gente que no conoce todas esas interioridades sólo puede juzgar por lo que mira, por el resultado final. La intención no siempre es lo que cuenta. Pero tampoco importa siempre. Porque nadie tiene nunca el cuadro completo, sólo fragmentos.

Los espejos no nos dicen toda la verdad. Nosotros no nos decimos toda la verdad. Nadie la conoce. Sólo podemos trabajar con lo que tenemos y tragarnos las consecuencias de lo que sacamos al mundo, sabiendo que no siempre corresponde con lo que queríamos.

La suspensión de la adultez

A los niños les tapamos los ojos y jugamos escondite. O les decimos que les quitamos la nariz con los dedos y se las volvemos a poner. Les contamos historias fantásticas. Los abrazamos y les decimos que todo va a estar bien. Y se lo creen. Porque somos sus referentes y porque aún tienen la capacidad de entregarse a una idea. Ir al teatro con un niño y observar la forma en que se mete en la escena es un buen ejercicio para uno de adulto cansado.

No se puede ir por la vida creyéndolo todo. La razón crítica es lo que nos hace avanzar como raza, en ideas, en filosofía, en ciencia. El no aceptar las cosas a la primera, poder desmenuzarlas, llegar a conclusiones propias, nos da el fundamento para nuestra vida, sus principios, sus valores. Nada más rico que descreer de lo que hemos recibido de antes, revisarlo, analizarlo y adoptarlo de nuevo, pero ya con nuestra propia valoración. Pero, como todo lo llevamos a los extremos, rapidito se nos olvida que también es lindo dejarse llevar. Ver una película de superhéroes encontrando los errores científicos no es más que un ejercicio en frustración. Obvio que tiene errores.

Lo mejor es encontrar ese botón para suspender el descreimiento, aunque sea para gozarse una obra de teatro bien montada. Para creer que a uno lo quieren también sirve.

El café

A veces me gusta

tomar café con cardamomo.

Tal vez llevo sangre beduina

y recuerdo desiertos.

Las dunas en su oleaje,

doradas y calientes.

Las alfombras sobre la arena

con miles de nudos de colores.

El agua tan preciosa

como el amor para un abandonado.

El saberse intruso y en peligro

y seguir a pesar de todo.

O tal vez, simplemente,

me gusta el sabor.

Estoy cansada

Como buena adulta funcional. Estoy cansada. De levantarme temprano, de despertarme muchas veces en la noche, de hacer tanto ejercicio, de no darme a entender. De no entender lo que pasa a mi alrededor. De manejar tanto. Tanto. De no comer todo lo que me gusta porque me engordo y de que me dejen de gustar algunas cosas que antes me encantaban. Estoy cansada de quejarme, porque es la vida que he escogido, aunque no sea exactamente como me la imaginaba. Estoy cansada y quiero hacer una siesta, pero no puedo porque hay cosas que hacer, niños qué recoger del bus, conversaciones qué arruinar. Estoy cansada, pero supongo que en algún momento podré descansar. O me acostumbraré.

Hoy estoy cansada, pero recuerdo cuando no lo he estado y espero volver a sentirme que puedo seguir. Las cosas nunca se quedan en el mismo estado, siempre estamos cambiando, aunque a veces den ganas de sentarse en una esquina a ver el mundo pasar. Pero ni eso es estático. La vida es un constante movimiento y, o vamos sobre ese impulso o nos arrastra y es peor.

Quiero descansar. Luego recuerdo de todo lo que quiero hacer, de lo que tengo por escribir, de todos los besos y abrazos que me quedan por darles a mis hijos, de toda la risa que seguro se me va acumulando, de todo el cariño, hasta de las películas y libros y series que tengo pendientes. Y se me pasan las ganas de no tener ganas, no el cansancio.

Un orden diferente

Ya desistí de poner mi música en un orden comúnmente aceptado. Admiro a la gente que se toma la molestia de meter canciones relacionadas, ya sea por género, por década, por instrumentos, por color de álbum, por lo que sea. A mi la música me sirve para situarme en momentos específicos, personas concretas, sentimientos particulares. Por eso tengo un único criterio para armar mis playlists: el año en el que me gustó la canción.. Ni siquiera corresponde siempre al año en el que salió, porque Patience ya tiene sus añitos y aún así se vino en la lista de este año. Porque sí.

Hay pedazos de la vida de uno que son tan personales que, invariablemente, son los que más se pueden criticar. Porque dependen únicamente del gusto de uno y, como cada quien es diferente, da paso a que a muchos no les guste. Tiene que ver con la pertenencia y la identidad. Cuesta tener una idea sana de uno mismo sin relacionarla con los demás y allí viene el jueguito entre ser diferente y ser igual. La música que escuchamos, por ejemplo, nos acerca a cierto grupo de personas de forma automática y nos hace pensar que somos una tribu. A las tribus no se las come el tigre tan fácil. Pero de allí a juzgar a los demás es pasar de una compañía beneficiosa a ser parte de un rebaño que lo va a sacar a uno si no es igual.

Como todo. Es complicado. Yo sigo poniendo las canciones que me gustan. Al menos ya las separo por años.

Se me olvidó

Tenía una idea genial para un cuento. Me senté a escribirlo y se me diluyó la inspiración mejor que cadáver en ácido. No quedaron ni los dientes. Con lo que me cuesta encontrar el texto para escribirlo… No es la primera vez que me sucede. Y es que casi siempre escribo cosas en mi cerebro, pero me tardo en ponerlo afuera en palabras para los demás. En ese ir y venir, se escapan algunos. Tal vez regresan mejorados, pero me temo que no. Simplemente se van, ofendidos por no haber sido concretados antes.

Las cosas tienen una temporalidad muy particular. Los favores que pedimos, los cariños que damos, los recuerdos que volvemos a vivir. Me gusta ponerle día y hora a las cosas que pido, porque sé cuándo contar con eso. No siempre funciona. Tiendo entonces a hacerlo mejor yo, pero tengo que aprender a que no sea de mal modo. No soy dueña del tiempo de los demás y sólo yo le pongo la misma importancia a mis cosas. Un tercero no. Es lógico. Son mis cosas, no las suyas.

Pareciera que mis ideas también tienen un sentido abultado de su propia importancia y prefieren irse ofendidas que esperar. Lo bueno es que detrás vienen otras en fila y a más de alguna atrapo en el momento indicado.

Salvo hoy, que sé que la idea era buena y ya no la encuentro. ¿Ustedes se acuerdan qué iba a escribir?

Las tardes de domingo en casa

El viernes ni acuerdo qué hicimos y el sábado fuimos a una boda de gente poco conocida, pero apreciada. Vestido nuevo, zapatos altos/bellos/incómodos, peinado de salón y maquillaje. Terminamos en el cine. Fin de semana normal. Pero hoy. Hoy hubo desayuno fuera y almuerzo en casa. De esos que se alargan hasta las cuatro de la tarde y dos botellas de vino. Con la compañía de una amiga querida, muy querida, de las que te conocen y te quieren porque te entienden. Entraña, espárragos, tostones. Churrasquera con carbón, como Dios (diosa, Zeus, Isis, Afrodita, Venus…) manda. Y pastel de chocolate. De esos que te hacen desear ser gordo sin remordimientos, tres capas de decadencia unidas por una crema chocolatosa y naranjosa, cubierto de esa maravilla de capa de chocolate como crema batida espesa. No pude comer más que un pedazo pequeño. Hubo sol y comimos en la pérgola que insistí sacarme derribando las paredes de un cuarto que fue de mis papás y luego de mis hijos y ahora de mis hamacas y amigos. Cociné yo. Porque me gusta y porque demuestro así mi cariño, nos es cuestión de besar a todos mis amigos. Las tardes de domingo me dan tregua de lluvia y viento, sale el sol y hay comida rica y buena compañía. Es lo más cerca de agendar la felicidad que he encontrado.