La eternidad

Sólo existe eternidad en las piedras,

el cielo, la orilla de una playa,

las montañas, el viento.

Las cosas son eternas

como es eterno todo lo que no vive.

Nosotros somos pasajeros.

Irremediablemente.

Pero somos inmortales

porque podemos dejar a alguien que nos piense

aún cuando no estemos.

Las cosas vistas desde lejos

Tengo amigos de edades variadas. Gente a la que le tengo cariño y respeto y con quienes me gusta rebotar ideas. Los más jóvenes me ayudan con la frescura y las ideas nuevas, los menos jóvenes con la perspectiva de la experiencia. Ambos puntos de vista son válidos y los aprecio porque no son los míos.

Hay muchas formas de ver las cosas. Para pintarlas, es bueno verlas desde varios ángulos. Pero sólo se puede poner uno en el cuadro. Lo bonito de la vida es que podemos observar lo mismo y verlo diferente, dependiendo de dónde nos encontramos en nuestro camino. La tipa que nos caía como patada entre las cejas en el colegio puede ser una conocida agradable veinte años después. La comida que no soportábamos de niños se vuelve el plato recurrente. Los libros que nos dormían por aburridos los apreciamos más.

El proverbio que dice que nadie cruza el mismo río dos veces habla de esa constante transformación. Y no de las cosas, ésas son eternas. Una piedra es una piedra, es una piedra. Aunque no sea la misma. Somos nosotros, que vemos la piedra y cada vez que la volvemos a ver, es diferente. Para nosotros. Porque nosotros somos los diferentes cada vez.

Tener a la mano varios puntos de vista de una misma situación es hacer lo de un pintor al darle la vuelta a una manzana. Y, al final, decidimos qué ángulo vamos a escoger. La siguiente vez, la pintamos de otro lado.

Nunca es un buen momento para una mala experiencia

Mañana miércoles es mi examen de karate y hoy me lastimé el pulgar derecho parando mal una patada. Pésimo timing. Aunque nunca me gusta lastimarme, pensaría uno que mejor hubiera sido mañana que hoy. Pero no. Hoy fue y ando con el dedo hinchado y la uña morada. Gajes de un entretenimiento que no es precisamente pacífico.

Las malas experiencias son horribles. Un choque, una muerte, una despedida. Todo lo que nos produce dolor es doloroso. Obvio. Y nunca es un buen momento. Sería fantástico no tener que pasar por allí. Pero resulta que no se puede. Es como si la vida fuera neutra y uno sólo la siente conforme el momento en el que la vive. Hay cosas que objetivamente son desagradables y uno las siente, las llora (o no, como es mi caso que me ahogo por dentro) y pasan. Todo pasa. Los huesos se reparan, los corazones siguen latiendo, las despedidas se vuelven saludos.

Y termina uno entre unos brazos que lo envuelven y le mienten diciendo que todo va a estar bien, y uno se lo cree aunque sepa que no es cierto. O uno es el de los brazos y la mentira.

Mañana espero no terminar en el hospital. Aunque, mi cinta café sí puedo decir que me ha costado sudor y lágrimas.

Los golpes ocultos

Tengo un mega pencazo en la pierna. Enorme. Peor que morete del karate. No tengo ni la más peregrina idea de cómo me lo hice. En el registro no quedó grabado dolor. Debería haber dolido. Y mucho. Pero no. Duele ahora que miro que me lo hice.

Esa mezcla en la vida de cosas buenas y malas que nos hace no sentirnos vivos si no sentimos algo, también abarca pequeñas cosas que no dimensionamos en su momento pero que luego florecen como hematomas debajo de la piel.

Una conversación en la que soltamos una observación sin mayor significado y cayó como piedra desde un rascacielos. Faltar a una cita. Fallar en una promesa.

A veces las cosas que no se sienten en el momento, con el tiempo son grandes y lastiman. O nosotros mismos tomamos pequeñas malas decisiones que nos llevan por un camino que no queremos y que nos damos cuenta hasta que cuesta mucho corregir el rumbo.

La vida no es sólo dolor. Aunque sea un valle de lágrimas, algunas son también de felicidad. Y tal vez vale más la pena fijarse en la pequeña molestia del momento y no querer hacerse uno el valiente. Porque es más fácil corregir las cosas en el momento, mientras están frescas y aún son pequeñas, a esperar que se pudran por dentro.

Ya es muy tarde para echarme árnica, porque el moretón ya está allí. Para mi peor suerte, hay calor y ando en shorts y no puedo decir qué me pasó porque no lo sé.

Un esfuerzo extraordinario, en silencio

La noche del jueves al viernes no dormí. Tal vez media hora. Al día siguiente, tenía mil actividades y de milagro no choqué porque me quedé dormida manejando.

La cosa es que el sábado era la mañana deportiva del colegio y soy mamá de grado de la clase de la niña. Allí estaba yo, con sombrero de señora jardinera, cargando niños para subirlos a un escritorio.

Me requirió un mundo de esfuerzo. Emocional y físico. Y no se me notó. Porque es el tipo de cosas que nunca se le pueden explicar a los niños. Tampoco es necesario. Amarlos y hacerlo es suficiente.

Cuando ella tenga los suyos, ya lo sabrá.

Me duelen los pies

Hoy pasé enfrente de una tienda de zapatos, de esos que parecen edificios y de los que uno fácilmente se puede desnucar si se cae. De todos colores. Preciosos. Podría decir que estaban feos y exagerados y que las uvas verdeaban. Pero no. Diciendo lo que es, estaban divinos. Además, para agregar insulto a herida, en oferta. Ni me los probé. Me duelen los pies. Todo el tiempo. Si no estoy descalza, cualquier cosa medio formal es como que me estuvieran quemando.

Camino rápido, hago karate, ando en el súper. Uso vestidos cortos, faldas, shorts, jeans. Trabajo frente a esta computadora. Tengo flexibilidad de horarios. No me tropiezo en las piedras de los centros comerciales que no fueron diseñados para mujeres coquetas. Además, mido 1.70, así que, sin ayuda, ya soy alta para este país.

No es excusa para mi facha usual. O sea, sí, lo es, pero no es que esté tratando de justificarme. Las cosas son como son, la vida ya no es la que pasaba en una sala de sesiones o haciendo contratos y ahora tengo otras habilidades. Me gusta todo lo que puedo hacer con los pies en esta etapa. Muero en las fiestas y ya llevo un par de flats bonitos para no querer hacerme una mutilación como de hermanastra de la Cenicienta.

Para todo hay un momento. Además, parece que vienen de moda los zapatos sin tacón. Me pregunto si mis Keds viejos y desteñidos entran en ella.

Liberar la presión

Hemos pasado unos años moviditos. Los niños han tenido un proceso de reajuste. Al mayor, casi le saco la dentadura. A la pequeña, le he dejado de hablar. No crean que estoy orgullosa de mis habilidades pedagógicas, menos mal estamos aprendiendo y ya no estamos así. Sin embargo, a la niña se le está dificultando concentrarse.

La presión es fabulosa. Está esa famosa e inútil frase de que los carbones bajo presión de vuelven diamantes. También he llegado a decir que yo me mantengo tan tensa, que podría tratar de producir uno (un diamante) de lo apretada que ando. No somos carbones. Si nos apachan demasiado, es probable que nos rompamos. Y, si bien es cierto que tenemos que tener algo que nos impulse hacia adelante, un poco de alivio nos deja respirar.

Si a mí me dejan sin un tiempo de entrega, sin una meta qué cumplir, sin un aguijón, es muy probable que me los invente. Porque, de lo contrario, sería el vegetal más dichoso en mi cama y resulta que la vida no se puede transcurrir en posición horizontal viendo series en Netflix y leyendo y leyendo y leyendo.

A mi niña la estoy dejando respirar. Ella sabe que no puede perder exámenes, además que no es que le estén costando las materias. Y yo me estoy amordazando para no tratar de convertirla en un diamante. No funciona.

Todos tenemos una tradición

Ayer fue la ceremonia de los Premios de la Academia. Les decía «Los Óscares», pero me iluminaron y ahora ya no les digo así. Casi nunca. Me obliga a ver películas que se salen de mi preferencia. Y a hacer cena con juegos de beber para amigos.

En todos los núcleos sociales hay tradiciones que pueden ser tan viejas y extendidas como darse la mano y ya pasan desapercibidas, como nuevas e inusuales, distinguiendo a un grupo de los demás. Usar ciertos colores, comer de cierta forma. En las familias, las celebraciones son un buen ejemplo de rituales que se renuevan, se actualizan y se continúan.

Así, los cumpleaños tienen el pastel con la receta de antes. O piden un pie de limón. Pero se celebra juntos. O, luego de un logro en el colegio, vamos por un helado. Los Viernes Santo hago buñuelos. Y así. Cosas que se repiten, que dan un ancla en el alma y nos hacen sentir que pertenecemos a un lugar, a un grupo.

Esas cosas pequeñas nos dejan salir de donde crecimos, formar nuestro propio clan y comenzar nuestras tradiciones particulares. Es una evolución de lo que siempre se ha hecho.

En esta casa, hay comida para el SuperBowl, juegos de beber para los Óscares, buñuelos en Semana Santa, torrejas para el 1o de noviembre, pavo en Thanksgiving. Es reconfortante saber que hay un ritual de paso en el tiempo. Que eso siempre es así, aunque uno ya no lo sea.

Este año tocó celebrar sin mi amigo por el cual comencé la tradición. Lo hice sabiendo que iba a ser un momento emocionalmente complicado. Pero no puedo pensar en una mejor forma de recordarlo. Así será el otro año también.

Quiero una piedra

De pequeña, mis papás siempre me traían algo cuando salían de la casa. Siempre. Cualquier cosa. La “cosita”, le decíamos. Podía ser un dulce, un juguete, una piedra. Literalmente. Una piedra. Tenía colección y ha sido de las cosas que más me ha costado tirar en mi vida.

El cariño, el amor, eso que se siente, tiene formas tangibles de demostrarse. Una vida vivida en común. Una caricia. Una conversación. Luego están los regalos. Las flores. Las cosas materiales.

Es imposible trasladar a un objeto nuestros sentimientos. No podemos darle una pulsera a alguien y decirle “ten, aquí está lo que siento por ti”. Es una simple representación.

Pero hay gestos que sí nos dejan palpar que pensaron en nosotros. El mensaje para contar una tontería. La comida hecha especial. Una constancia de interés. Cosas pequeñas en momentos sin importancia.

Yo me sentía muy querida cuando recibía la “cosita”, que nada tenía que ver con el valor monetario. Y, es muy probable que, si quiero a alguien, le pida que me regale una piedra.