Un disfraz

Hay una obra de teatro de Berthold Brecht que gira en torno a la premisa que a la gente no le gusta escuchar la verdad. Unos pirómanos se instalan en el ático de un tipo cualquiera, le dicen que van a quemar la ciudad así como han quemado otras y el tipo se ríe nerviosamente diciéndoles que qué chistosos son. Detrás de una verdad descarada hay una necesidad de esconderla. Se pueden poner las cosas a la vista de todo el mundo, para hacerlas comunes y que nadie se fije en ellas.

Hemos usado formas de esconder nuestra apariencia en todas las épocas, ya sea para parecer más (fuertes, poderosos, sabios, etc.), o para mimetizarnos con nuestro entorno. Los disfraces son parte de nuestro atavío diario, aún cuando no los identificamos con tales. Así, un traje que lo marque a uno en cierta profesión es un disfraz: porque podemos entenderlos como un código abreviado de características. Si mi hijo se disfraza de bombero, sólo vemos eso, probablemente no al niño y menos aún pensamos en un bombero de carne y hueso con vida propia.

Cuando salimos a la calle, llevamos puesta la cara que queremos que nos vean. Mejor si lo hacemos de forma consciente, porque lo hacemos, nos demos cuenta o no. Mi disfraz favorito es no llevar.

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