La emoción que estalla

Después de un día de feriado pasado entre cine, almuerzo, niños, niños, comida, tele, niños y niños, al fin estábamos tranquilos y solos sobre la cama. Uno de esos raros momentos de paz que tienen un par de papás de menores de edad, juntos. Y, de repente, estallé. Ya ni les puedo decir exactamente cuál fue el detonante, lo cierto es que la erupción del Vesuvio y su destrucción se quedaron cortas.

Por una razón u otra, nos han socializado para ocultar las emociones negativas. Sobre todo si uno es mujer. «Sonría mi´ja, que así nadie se le va a acercar.» Las palabras «dulzura, paciencia, ternura» están íntimamente ligadas con la feminidad y la maternidad. Una mujer que muestra firmeza es una bruja. En tiempos pasados, los escapes que encontraban eran ataques de histerismo que luego eran tratados con terapias de agua (los invito a buscar las «terapias» que les aplicaban a las mujeres en la época victoriana).

Aún ahora, en la época moderna en que vivimos, no nos enseñan a manifestar lo que estamos sintiendo de una forma productiva. Vemos insultos a extraños por Tuiter, bocinazos, cuando no balazos, en el tráfico, completa intolerancia ante un disgusto. A la par de esto, pareciera que nos venden que tenemos que sentirnos felices todo el tiempo y que todo lo que varíe de esto es algo anormal que hay que arreglar.

Pero no. Estamos diseñados para sentir un rango enorme de emociones que nos deben orientar hacia encontrar soluciones a situaciones que pueden mejorar. No a destruirlo todo a nuestro paso cual Godzilla, traje con zípper incluído. Así no les pasa lo mismo que a mí, que desperté al día siguiente con la conciencia remordida de saber que había sobre reaccionado. Mejor entender y manifestar lo que me molesta antes de protagonizar otra prueba nuclear.

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