Cuando estaba en el colegio, dar o recibir fotografías era algo fuera de lo común. Lo hacía uno con la mejor amiga, el novio, los papás… Llevar la cara de alguien en la billetera era una declaración implícita de una intimidad mayor que la de todos los días. Ahora llevo más de 200 fotos en mi teléfono, no todas «aptas para todo público».
La tecnología a veces arrolla nuestra humanidad y nos lanza a situaciones a más velocidad de lo que estamos preparados. Sobre todo para los que, como yo, estamos en esa generación transicional entre análogo y digital. Nuestra estructura de comportamiento se formó con llamadas a las casas, el saludo al papá/mamá/hermanito/abuela/etc, las conversaciones largas y concentradas. Aprendimos a compartirnos de formas más lentas. Y todo eso se esfumo con el primer like.
Eso se nota en la falta de filtros con los que algunos se conducen por las redes sociales. Publicar desnudos, insultar sin motivos, cantinear indiscriminadamente, se vuelven un comportamiento común entre los que todavía creen que el mundo virtual no es el mundo real.
Los que vienen detrás nuestro están perfectamente conscientes que la realidad virtual ES la realidad. Punto. Que todo lo que hacen/dicen/enseñan en las redes es un reflejo directo de las personas que son y que tiene un impacto concreto en sus vidas.
Por lo menos eso me digo para consolarme, mientras me tomo otra foto y la subo a mi tl.