Perder la Vergüenza

No conozco a un niño que no aprenda a caminar porque le da vergüenza caerse. O a hablar porque le de pena no decir bien las palabras. Ponerse a bailar frente a la humanidad entera sin sentido del ridículo es propio de cualquier piñata. Tampoco conozco un adolescente que no le de pena respirar diferente.

La pena a hacer el ridículo me ha impedido hacer muchas cosas. Tal vez no sea eso tan malo, con tantos ejemplos de personas poniendo sus miserias en vitrina para que el mundo entero se burle de ellas. Pero, ¿y si fuera mejor dejarse ir así, sin vergüenzas por la vida?

Para hacer bien algo nuevo hay que pasar por hacerlo mal. Muy mal. Muchas veces. Hasta que un día hay un ¡clic! Y todo funciona.

La vergüenza sirve para no hacer cosas malas. Pero la deberíamos perder para  todo lo demás.

Con el tiempo y los años (que aún no me traen canas), he aprendido a guardar el miedo al ridículo. Disfruto como niña tener el pelo pintado de morado y devolver mirada por mirada la de la vieja fufa que no falta en verme feo. Ella se lo pierde.

Sorprenderse con lo Usual

Típico en el colegio que entra una chava o un chavo nuevo y automáticamente tiene el mega pegue loco. Casi puede ser pariente de Pie Grande, igual causa revuelo. Es el llamado de lo nuevo. Claro, uno tiene chorrocientos años de estar sentado en la misma clase con la misma gente, a la que le conoce los cambios de voz, la aparición de los barros, los días de poco aseo y demás gracias de la pubertad. Pareciera ser que lo único necesario para conseguir pareja es cambiarse de colegio/universidad/empleo.

La familiaridad ayuda a acostumbrarse al otro. A llenar los detalles de una cara, de un cuerpo, con la velocidad automática de un cerebro que ya tiene una imagen guardada. Las parejas que llevan mucho tiempo juntos sabrán que ya no es lo mismo compartir una ducha. Las mamás podremos describir de memoria dónde llevan todas las cicatrices los engendros que tiene uno a su cargo.

Pero allí donde el aburrimiento pudiera hacer morada, yo he encontrado una oportunidad para sorprenderme. En pequeños momentos como trabajar en la misma mesa, sentados uno frente al otro, redescubro una cara con la que he vivido desde hace casi diez años y que conozco desde hace más de veinte. Y me vuelve a gustar. O, acostados en la cama haciendo siesta con los dos críos y los dos gatos, el peso de una mano en mi cintura me suaviza las facciones en una sonrisa y siento que suspira el corazón.

La familiaridad de lo normal puede ser emocionante si uno encuentra la forma de redescubrir por qué uno estaba colgado desde un principio. Así, no se alborota con el primer nuevo que se le atraviesa a uno en el camino.

Inspirarse

¿Cuántas de las canciones que nos gustan hablan de amores no resueltos/perdidos/peleados? La poesía que más resuena es la que duele. Las películas románticas, si no terminan con muertos, se llaman «comedias». Hasta los cuentos de hadas: todo es conflicto y, cuando al fin están felices, decimos «fin». Pareciera que el combustible del arte es la tristeza. Por lo menos, el conflicto. ¡Qué hueva!

Por el otro lado, cuando en redes sociales encontramos gente que sólo dice cosas bonitas, que siempre parece estar feliz, la tachamos de falsa. Es más fácil encontrar con quién compartir las penas que alguien que brinde por los éxitos.

La realidad vive, como siempre, en algún punto medio entre necesitar alimentarse de tragedias para ser creativo y vivir en un mundo de fantasía donde todo es color morado (no me gusta el rosa). Es cierto que me es más fácil escribir cuando tengo una espina qué sacarme. Las veces que comparto mis sentimientos más suaves me han dicho que soy un poco cursi. No me importa. Si tuviera que esperar tener algo de qué quejarme para poder insipirarme, preferiría no volver a escribir y vivir feliz.

No vivimos ajenos al dolor, pero tampoco éste debería de motivarnos a compartirnos con los demás. Tal vez, si aprendiéramos a alegrarnos más con las alegrías de otros, escucharíamos más canciones felices, veríamos más películas de relaciones bonitas. Tal vez, los cuentos de hadas comenzarían con «después de muchas tribulaciones, ahora son felices y viven así…»

Las Cosas Buenas a la Fuerza

¿Alguna vez han tratado de convencer a un niño que coma algo que no ha probado y que dice que no le gusta? Allí está uno, sentado frente al contrincante, dos pares de ojos se sostienen la mirada. Suena música de peli de vaqueros. Sale el primer proyectil: «¡No me gusta!» Inmediatamente le contesta: «¿Cómo sabes que no te gusta, si nunca lo has probado?»

Esta discusión se prolonga todo lo que uno está dispuesto a argumentar con lógica, contra quien está contestando con emoción (o el estómago, en este caso). Imposible. Porque es más fácil que nuestras mentes encuentren razones para lo que queremos sin razón, que al revés. Muy rara vez nos endeudamos por comprar cosas esenciales. Pero vemos el carro que nos quita el aliento y allí estamos haciendo presupuestos que nos dejan a una comida al día. O las ideas a las que les tenemos cariño. Somos capaces de rellenar los barrancos lógicos más profundos, con tal de mantenernos montados en nuestros machos.

Ni modo. Para mientras, siempre me queda el argumento infalible: «Te lo comes, o no hay postre.»

La Felicidad

En The Matrix, el agente Smith le dice a Neo que los humanos parecemos virus. También que una de las primeras versiones del mundo virtual a donde enchufan a todos, había fracasado porque trataban de despertarse. El problema era que esa «realidad» la habían diseñado para que todos fueran felices y nadie se la había creído.

El concepto de «felicidad» es uno de esos ideales efímeros que mueve el mundo, funda naciones, arruina vidas y acaba fortunas. Todos los anuncios venden esa ilusión. Por el otro lado, consideramos nuestra realidad como un «valle de lágrimas» y las penas como el pan nuestro de cada día.

A lo que yo pienso: ni uno, ni el otro. Para mí, la felicidad es el estado natural del ser humano, siempre y cuando venga de su interior. Conste que ser feliz no es lo mismo que estar alegre/eufórico. Recién casada, murió mi papá y, 6 meses después, mi mamá. Lloré, me dolió (sigue doliendo a veces), me puse triste. Pero era feliz. Soy feliz. He sido feliz comiendo Protemás. He sido feliz comiendo carne. La fuente de mi felicidad está dentro. También la de mi tristeza.

La realidad está llena de experiencias fuertes. Nosotros las convertimos en emociones. Y, si nos enchufan a la Matrix y nos ponen a vivir en un idílico virtual, por favor, no nos despertemos.

El Extraño

Las armas siempre me han gustado. El olor de aceite para limpiar pistola y pólvora me trae lindos recuerdos de infancia. Tardes en el polígono con una 9mm en la mano, apoyada contra mi papá, porque a mis escasos 5 años, la patada del disparo me podía tumbar. No es por disgusto que vendí la herencia de mi papá en cuanto solventé los espantosos trámites del DIGECAM. Es que me conozco demasiado bien. La violencia no me es ajena. Una manada a un asaltante en El Trébol, cuando no iban armados y una arremetida con el carro cuando vi a otro sacar el arma, me dejan claro cómo reacciono ante esas circunstancias. Darme un arma en estos tiempos es arriesgarme a mandar un alma al más allá y, sinceramente, no quiero tener ese peso en mi consciencia por un maldito celular. Otro gallo canta si se trata de defenderme, o a mi gente.

Es bueno conocerse a uno mismo en circunstancias extremas. Es mejor prepararse para ellas. Es vital estar seguro de qué hacer cuando se tienen hijos. Ante una emergencia, el poder mantener la calma y llevar a una niña bañada en sangre a la emergencia atravesando la ciudad en 5 minutos, sin que se perciba lo ahuevado que va uno, es útil.

Vivimos con extraños que nos habitan y nos poseen cuando bajamos la guardia de lo cotidiano. Si no nos tomamos la molestia de platicarles de vez en cuando, nos pueden sorprender con reacciones psicóticas indeseables. ¿Sabemos cómo nos comportaríamos ante una tentación muy fuerte? ¿Ante una urgencia? ¿Ante un drama personal? La existencia no es un camino plano y el que está fuera de forma se ve arrasado por las cuestas y las piedras.

Por eso no voy armada. Pero también por eso hago karate.

Cuando Me Encuentre la Muerte

…y me tome de la mano, quiero irme riéndome. No porque no haya disfrutado de la vida. Al contrario, porque no dejo nada pendiente.

No dejo trabajos a medias, hechos de mala gana y con pocas luces.

No dejo amistades rotas, o manchadas por faltas de generosidad.

No dejo hijos con sentimientos encontrados, resentimientos de los que necesitan terapia, vacíos por falta de cariño.

No dejo ni un «Te amo» sin decir, ni una noche sin beso, ni una mañana sin sonrisa.

Si me río será porque la muerte no me arrebata nada, porque todo lo dejé.

Instrucciones Para Encontrar Pareja

1. Fijarse cómo come: van a comer juntos muchísimas veces más que cualquier otra ocupación (a veces se combinan). Si no aguantas cómo mastica, que hable con la boca llena, o que sorba ruidosamente el agua, te esperan décadas de tortura.

2. Poner atención a cómo trata al mesero: y al señorcito del parqueo, al cajero del súper, a la señora de la tienda. Cómo se comporta con la gente a la que no tiene nada qué sacarle, dice más de su humanidad que cualquier otra cosa.

3. Ver si tiene buen carácter cuando está con sueño: o va en el tráfico, o tiene calor. Todos podemos ser encantadores en nuestros mejores días. Es cuando estamos incómodos que demostramos hasta dónde se nos agria la personalidad.

4. Qué tanto se puede hablar del futuro: nada más patético que la pareja que no sabe a dónde va. Luego se casan y no saben ni siquiera si quieren tener hijos juntos.

5. Cómo reacciona en una pelea: todos peleamos, lo importante es si estamos lo suficientemente cuerdos como para mantener la calma y no ofender.

6. Que te guste: te encante, te fascine. Pero también te interese. La belleza «evoluciona», la mente sólo debería mejorar con el tiempo. Quédate con alguien que te tenga hasta la madrugada platicando.

El amor es tanto mental, como sentimental. Lo físico sólo aguanta cuando hay intimidad de cerebros.

Y, si se logra eso, cada año es mejor.

El Mundo Al Revés

Mis hijos están descubriendo el mundo. Es fascinante. Ahora el grande está explorando los límites de su realidad y comenzó a imaginarse el mundo al revés: «En el mundo al revés, los pájaros nadarían y los peces volarían. En el mundo al revés, naceríamos viejos y cada vez seríamos más chiquitos.» Pero la que es más recurrente es: «En el mundo al revés, las chucherías y dulces serían comida saludable.» Claro, la mamá que tiene ese pobre muchachito no lo deja soñar en paz y le dice: «Sí, pero entonces no nos gustaría y buscaríamos comer lechuga y cosas así.»

Y ¡bum! Regreso a uno de mis traumas favoritos. Porque estoy moreteada de entrenar karate, me duele todo (todo lo todo del todo) por levantar pesas con «La Bestia», tengo el pelo corto a propósito para poder lavármelo todos los días y mi gran salida de dieta es comer una fruta más al día. Pero no me estoy quejando de nada de eso. Me quejo porque dentro de mí ha de existir un gnomo retorcido y malvado que hace que guste. Sí, me gusta probar si aguanto con 5 libras más hoy. Me encanta servir de mascota para las patadas, porque después me toca a mí. La comida sencilla me sabe a gloria. ¿En qué me he convertido?

Resulta que nuestros cuerpos necesitan presión, incomodidad, para estar en su mejor nivel. ¿Será posible que eso mismo aplique para todo el resto de componentes de nuestra humanidad? O sea, ¿será que para ser mejores personas necesitamos pasar comiendo un poco de lodo? ¿De verdad las tristezas moldean el carácter? ¿Las estrecheces económicas solidifican las relaciones? ¿Los papás estrictos tienen hijos mejor adaptados?

No sé. Yo procuro llegar a mi límite (en lo físico), lo cual resulta ser fluido, porque hoy levanto 5lbs y la próxima semana subo a 10lbs… Y sueño, con mi hijo, en vivir en un mundo al revés en donde comer «bien» sea hartarme de helado y estar en forma sea estar esponjosita.

Llamarada de Tuzas

Las aficiones apasionadas, de esas que quitan el sueño, muchas veces son cortas. He pasado por mi época de bordar en cruceta, hacer vestidos, pegar ganchitos, coser disfraces. Mis arranques de actividad tienen siempre como resultado una mesa de trabajo (la del comedor) llena de hilos, máquinas de coser, pistolas de goma, telas y demás complementos. Luego hago pan. Baguette, francés, de rodaja, de masa ácida, integral, con semillas, hasta shecas. Después decido que los niños no van a llevar ni una galleta comprada en la lonchera.

Todo lo comienzo y ejecuto con el entusiasmo de un niño comiéndose un dulce. Y, casi siempre, me dura lo mismo. Es un poco el síndrome de querer parecerme al tipo de deidad doméstica que era mi mamá, quien no conocía un arte manual en la que no fuera maestra. No es que me salgan mal, hasta acuarelas he pintado que cuelgan de la pared de mi casa. Es que, simplemente, me aburren. No encuentro la motivación para continuar perennemente con ciertas actividades. Prefiero trabajar bajo objetivos.

Y resulta que no está mal. Tengo casi siete años de luchar contra ese sentimiento de fracaso por tener cajas de telas heredadas que no flotan al viento pegadas del cuerpo de mi hija, convertidas en vaporosas confecciones. Para mi sorpresa, no se ha caído el cielo, mi mamá no me ha halado los pies por la noche y mi hija no percibe la menor diferencia.

Por el otro lado, las cosas que verdaderamente me interesan, son las que me retan constantemente. Como el karate, o escribir.

Me gusta descubrir que no soy «llamarada de tuzas», sino que sólo tengo que encontrar el combustible que me aguante la intensidad de la llama.