Llamarada de Tuzas

Las aficiones apasionadas, de esas que quitan el sueño, muchas veces son cortas. He pasado por mi época de bordar en cruceta, hacer vestidos, pegar ganchitos, coser disfraces. Mis arranques de actividad tienen siempre como resultado una mesa de trabajo (la del comedor) llena de hilos, máquinas de coser, pistolas de goma, telas y demás complementos. Luego hago pan. Baguette, francés, de rodaja, de masa ácida, integral, con semillas, hasta shecas. Después decido que los niños no van a llevar ni una galleta comprada en la lonchera.

Todo lo comienzo y ejecuto con el entusiasmo de un niño comiéndose un dulce. Y, casi siempre, me dura lo mismo. Es un poco el síndrome de querer parecerme al tipo de deidad doméstica que era mi mamá, quien no conocía un arte manual en la que no fuera maestra. No es que me salgan mal, hasta acuarelas he pintado que cuelgan de la pared de mi casa. Es que, simplemente, me aburren. No encuentro la motivación para continuar perennemente con ciertas actividades. Prefiero trabajar bajo objetivos.

Y resulta que no está mal. Tengo casi siete años de luchar contra ese sentimiento de fracaso por tener cajas de telas heredadas que no flotan al viento pegadas del cuerpo de mi hija, convertidas en vaporosas confecciones. Para mi sorpresa, no se ha caído el cielo, mi mamá no me ha halado los pies por la noche y mi hija no percibe la menor diferencia.

Por el otro lado, las cosas que verdaderamente me interesan, son las que me retan constantemente. Como el karate, o escribir.

Me gusta descubrir que no soy «llamarada de tuzas», sino que sólo tengo que encontrar el combustible que me aguante la intensidad de la llama.

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