Nos despertamos, lavamos la cara, salimos a la calle, pasamos en el tráfico, regresamos a casa, comemos, platicamos, pensamos en lo que hicimos o vamos a hacer. Y, entre todo esto que no podemos poner en el libro de nuestra biografía porque aburriríamos a cualquier lector promedio, tal vez pensamos en una de esas cuestiones que cambian el universo. Vivimos sumergidos en la banalidad. En lo cotidiano. Es el cimiento de nuestra vida, que sólo a veces despunta en lo brillante. Nadie se fija en las bases de un faro, sólo en la luz que destella a lo lejos, casi despojada de un cuerpo que la sostenga.
La banalidad es esencial. Si no comemos, nos movemos, respiramos, no vivimos para hacer el poco de cambio que se supone necesitamos realizar en nuestras vidas. Es como construir las obras de arte según Goethe: 90% expiración, 10% inspiración. Nos tiene que agarrar trabajando cualquier cosa importante que queramos lograr.
Tal vez por eso me gusta escribir acerca de las cosas normales, de esos espacios que llenamos con la vida que tenemos, sin bombos ni platillos. El despertar en una cama compartida, el desayuno carrereado de las madrugadas con niños, el deseo constante de vernos diferentes al espejo. De eso está hecha nuestra vida en la mayor parte de nuestras horas y todo es importante, porque todo somos nosotros. Y sólo a nosotros nos importa.