¡Tengo hamaca!

Desde pequeña me han gustado las cosas que se mecen. Sillas, columpios, hamacas. La sensación de moverse uno por encima del suelo, ir y venir, casi como volar.

Nos toca caminar sobre el suelo. Somos seres terrestres que, a punta de ingenio, nos desplazamos sobre el agua y por el cielo. Pero nuestra realidad corporal es un poco prosaica. Ni siquiera corremos tan rápido.

Tal vez por eso es tan satisfactorio imaginar que uno despega cuando suelta un columpio y salta más alto que nunca. O se siente flotar en una hamaca, acompañado de un libro o de otra persona.

Me gusta ese vaivén. Me saca de la línea recta ficticia por la que siento que me arrastra en tiempo y la vida. Siempre he querido una hamaca. Nunca he tenido en dónde colgarla.  La idea de poner una en la sala nunca fue admitida con entusiasmo en casa de mis padres.

Luego creo que lo olvidé. Me perdí entre las cosas que debía hacer, la tierra que pasaba empujando mis pies, la línea recta. Hasta que tuve hijos y los empujé en un columpio y quise hacerlo yo también.

Así que me compré las hamacas. Cuatro. Y ya las están instalando.

Permisos tontos

Esta última semana vi hombres ser felices y ser tristes como para llorar. Expresan de una forma tan elocuente sus sentimientos, que da en qué pensar eso de que son incapaces de poner en palabras sus emociones. «Lloro de la felicidad.» «Estoy feliz.» «Estoy triste.» Sí saben cuáles palabras van con qué reacciones.

Todo en el fútbol, claro. Es uno de los pocos campos que tienen para poder expresar con libertad eso que percibe que los hace débiles. ¿Cuándo se le da permiso a un hombre de llorar? Nunca. Tal vez cuando nace un hijo. Tal vez cuando muere un padre. De allí, nunca. Sólo para los deportes. Porque eso es cosa de hombres. Machos. Orangutanes de espalda plateada. Par favar.

No quiero entrar en polémicas de heteronormapatriarnoséqué. Pero sí. Eso es. Y, mientras a las mujeres se nos deja el reino de las lágrimas como de nuestra exclusividad, tanto así que sólo ese recurso nos queda algunas veces, a los hombres un poco de humedad en los ojos ya como que les quitara la membresía al género con erecciones.

Lo siento. Me molesta. Tengo un hijo y una hija y no entiendo por qué a una la tengo que hacer llorona y al otro podarle los sentimientos. No se vale. Porque después, cuando sean grandes, sólo se van a poder comunicar en extremos y el mundo ya no va a ser así. Ya no es así, de hecho.

Yo no lloro. Me parece inútil en mí. Pero tengo otras varias formas de demostrar lo que siento y lo puedo identificar muy bien. Creo que eso es lo que debemos buscar: poder saber qué sentimos y no sólo sacarlo cuando hay una pelota de por medio.

Libertad

”¿Qué harías si…” comienzan muchas conversaciones que terminan en listas de viajes, deseos reprimidos, ambiciones lejanas. Nos paseamos por castillos construidos por nuestros anhelos. Alimentamos las fantasías de cosas imposibles o al menos inalcanzables.

He comprado las casas vecinas tantas veces como números de lotería. No me la he sacado aún. O veo vientres marcados de mujeres que me llevan diez años y yo sigo teniendo que apretar la panza para subirme los jeans. Me imagino viajando en un velero por el Mediterráneo mientras llevo la enésima hora en el tráfico.

Vivimos en tantas dimensiones como le permitamos a nuestro cerebro, pero sólo una realidad. Cuando hay una diferencia demasiado grande entre ambas y ésta causa dolor, podemos hasta enfermarnos.

Aunque el mundo se mueve gracias a la imaginación y el trabajo de personas que se vieron en un mundo mejor que en que están, no hay que desestimar la felicidad de gozar la realidad.

Tal vez lo más difícil de hacer es ser feliz con lo que se tiene, pero probar tener/ser/hacer más. El hecho de no tenerlo todo ahora mismo no desmerece de lo que sí hay y sólo debería impulsarnos a seguir.

Igual cuesta. Mucho. Por eso sigo comprando números de lotería.

No servimos para nada

Los humanos no podemos correr como gacelas. Ni destrozar presa con los dedos. Ni nadar sin salir a respirar. Como animales, somos muy inútiles. Hasta pareciera que nuestro esqueleto no es muy adecuado para andar erguido.

Pero reímos. Hacemos música. Bailamos. Escribimos novelas como El Conde de Montecristo y poemas privados. Nos damos la mano cuando salimos a pasear. Lloramos al saber que una amiga está enferma. Nos alegramos de los triunfos de nuestros hijos.

Amamos. Dejamos de amar y volvemos a hacerlo. Encontramos placer en manos, bocas, cuerpos, ojos ajenos a los nuestros y un par de brazos son un refugio. Afrontamos con valentía el frío de una noche de dolor y amanecemos más fuertes al día siguiente. A veces, el refugio somos nosotros.

Sentimos. Los bueno y lo malo.

Los humanos no servimos para nada. Más que para ser humanos. Y esa parte es la más difícil.

YouTube (casi) todo lo puede

En diciembre (espero) tengo examen de karate otra vez. O tal vez en septiembre si todos los dioses de los antepasados de los japoneses que se inventaron las katas me acompañan. O no. La cosa es que ando en el rollo de tener que aprenderme las katas. Todas. Sobre todo las que me tocan. No me las sé.

No quiero hacer el ridículo así que busqué en YouTube y, obvio allí está. Pero el campeón que está en el video me da la carita y tengo que hacer la conversión de espejo para adivinar qué pierna mover en dónde. Nada sustituye ir a la clase.

Se pueden aprender muchísimas cosas a distancia. Es más, ahora muchas carreras deberían poder ser completamente virtuales, sobre todo las que tienen que ver con programación y esas cosas. En teoría, podríamos no tener que salir de nuestras casas, con todo lo que llevan a domicilio, las conversaciones por deemes y los videos de viajes.

Pero no. Creo que la modernidad nos da una opción para las soledades demasiado cómoda y, como siempre, nos vamos al extremo. Perdemos contacto con el mundo de afuera, dejamos de hablar y creemos que todo lo podemos aprender en una pantalla. No. Nou. Nein.

La raza humana es esencialmente social y sin ese contacto perdemos. Los sentimientos sólo hacia adentro no son buenos, hay que sacarlos y compartirlos. Las mejores novelas son las que se leen. Los mejores cuadros los que se miran. De nada sirven genios que mueran en el incógnito.

Y de nada me sirve saberme los movimientos de la kata si no me la califican.

Otra vez olvidé las almohadas

Hay “campamento” de la clase del niño. Alquilamos carpa, prestamos sleepings, empacamos salchichas y nos venimos. Es una experiencia simpática porque no es precisamente en lo salvaje. O sea, hay baños.

Hacemos muchas cosas por las personas que queremos. A veces no nos gustan, como tener que estar una noche entera con muchas personas. Aunque me caen bien, mi pequeña ansiedad social me hace buscar un lugarcito y escribir. Por ejemplo.

Así, salimos a recoger niños de noche a fiestas en vez de dormir. Volamos silla en las clases extra. Cocinamos comida que le gusta a la pareja. Nos cambiamos de casa, ciudad, país.

Cambiamos. Vamos. Dejamos. La convivencia con otros nos transforma.

Tal vez lo más importante que podemos hacer por las personas que queremos, es dejarlas ser. Y quererlas así.

Es difícil. Porque se quiere, pero con expectativas y ésas son el cáncer.

Lo cierto es que ya tenemos armadas la carpa, listos los angelitos y desenrollados los sleepings. Lástima que se me volvieron a olvidar las mentadas almohadas.

Ver

Logré ver el mar

Ondeando verde

Sobre la copa de un árbol.

A veces miro la eternidad

Cuando me fijo en el reloj

Y deseo que no avance.

O el universo

Cuando cierro los ojos

Y recuerdo los tuyos.

Sorprenderme de sorprenderme

Manejar en Guatemala es un ejercicio en psíquica. Uno parece que tiene que adivinar hacia dónde va a cruzar el carro que va en medio de tres carriles. Porque seguro va a cruzar, atravesándose dos carriles y sin poner pidevías. O, la mejor de todas, cuando sí tienen puestas las lucesitas para la izquierda y cruzan a la derecha. O al revés. O no cruzan.

Me sorprende. Aunque no debería hacerlo. También me sorprende la inmensa capacidad humana para dejarse guiar por sus prejuicios sin razonarlos. O para no ver más allá del próximo paso que van a dar. O para hacer tonteras.

La imaginación, ese recurso inagotable del que estamos provistos, sirve para todo. Lo malo también. Y es allí en donde esa capacidad de cometer actos impensables, pero por negativos, aún nos deja de una pieza.

Pero, también tenemos capacidad para lo bueno y para imaginarnos cosas mejores. Para sorprender con un gesto amable, para hacer cosas inesperadamente buenas.

Tal vez la mejor de nuestras cualidades como seres humanos sea que podemos aprender. Nuestro cerebro es plástico y nunca deja de modificarse, siempre y cuando lo ayudemos a hacerlo. No somos perros viejos a los que nos se les pueden enseñar trucos nuevos. Basta con ver la cantidad de abuelitas prendidas de los chats.

Estoy segura que podríamos hasta enseñar a seguir reglas de tránsito a nuestros compatriotas.

Porque me gusta

Muchas veces me tengo que morder la lengua de las fachas en las que salen mis hijos de la casa. Al niño le ha dado por ponerse shorts todos los días que puede, la niña combina ciertos colores no encontrados en la naturaleza y a mí me dan ganas de ponerlos como si salieran de la página de una revista. Y no. No siempre se puede. Tienen que poder expresar su gusto, que aún no tienen definido, de alguna forma.

En los últimos dos días, he contestado «porque me gusta» a dos preguntas y la respuesta suena insolente, pero es totalmente válida. ¿Cuántas veces nos da pena decir que hacemos, compramos, llevamos algo, por el simple placer?

Haciendo una pequeña lista, uso negro casi siempre porque me gusta, me dejo moretear en el karate porque me gusta, escribo porque me gusta. Las respuestas simples son igual de satisfactorias que las elaboradísimas.

Hoy martes me tatué mi sol, con nubes enfrente. Porque lo vi así en una foto y esa quería. Estoy segura que si escarbo en mi psique, sale una disertación doctoral de por qué esa foto. Pero no quiero hacerlo. La foto estaba linda. Mi tatuaje también. Y mi ropa negra también.

Qué rico poder hacer algo sólo por el puro placer.