Desde pequeña me han gustado las cosas que se mecen. Sillas, columpios, hamacas. La sensación de moverse uno por encima del suelo, ir y venir, casi como volar.
Nos toca caminar sobre el suelo. Somos seres terrestres que, a punta de ingenio, nos desplazamos sobre el agua y por el cielo. Pero nuestra realidad corporal es un poco prosaica. Ni siquiera corremos tan rápido.
Tal vez por eso es tan satisfactorio imaginar que uno despega cuando suelta un columpio y salta más alto que nunca. O se siente flotar en una hamaca, acompañado de un libro o de otra persona.
Me gusta ese vaivén. Me saca de la línea recta ficticia por la que siento que me arrastra en tiempo y la vida. Siempre he querido una hamaca. Nunca he tenido en dónde colgarla. La idea de poner una en la sala nunca fue admitida con entusiasmo en casa de mis padres.
Luego creo que lo olvidé. Me perdí entre las cosas que debía hacer, la tierra que pasaba empujando mis pies, la línea recta. Hasta que tuve hijos y los empujé en un columpio y quise hacerlo yo también.
Así que me compré las hamacas. Cuatro. Y ya las están instalando.