De pequeña me encantaba dormir hecha un taquito entre las sábanas. Hacía muy estirada mi cama y me metía sin abrirla, para que apenas se moviera cuando estuviera acostada. Era delicioso sentir ese peso de algo como dándome un abrazo. Me hacía sentir segura.
Las líneas en una calle nos indican por dónde podemos pasar. Las reglas de un juego nos ayudan a ganar. Las palabras que nombran las cosas les dan forma a las relaciones. Tener un espacio delimitado por la convención, las costumbres, los marcos que nos hacemos, nos da un espacio seguro hasta cierta forma. Porque sabemos que allí adentro, las cosas están claras y se van a desarrollar de cierta forma.
Pero eso tiene dos problemas. Uno, nada permanece estático para siempre y, algún día, ese mundito tan lindamente definido se va a ir al trasto. Dos, quedarnos para siempre en el mismo lugarcito nos mata. Todo cambia. Siempre. No estamos seguros en ninguna parte, porque nada está garantizado y nada nos merecemos. Hay que ampliar los límites que nos imponemos, salirse de la raya de vez en cuando, asomar la cabeza a ver qué hay más allá de la cueva. Vivir.
Aunque también cae bien un abrazo apretado de vez en cuando y alguien que nos mienta con voz dulce y que nos diga que todo va a estar bien. Hasta está bien creérnoslo.