Los límites que nos resguardan

De pequeña me encantaba dormir hecha un taquito entre las sábanas. Hacía muy estirada mi cama y me metía sin abrirla, para que apenas se moviera cuando estuviera acostada. Era delicioso sentir ese peso de algo como dándome un abrazo. Me hacía sentir segura.

Las líneas en una calle nos indican por dónde podemos pasar. Las reglas de un juego nos ayudan a ganar. Las palabras que nombran las cosas les dan forma a las relaciones. Tener un espacio delimitado por la convención, las costumbres, los marcos que nos hacemos, nos da un espacio seguro hasta cierta forma. Porque sabemos que allí adentro, las cosas están claras y se van a desarrollar de cierta forma.

Pero eso tiene dos problemas. Uno, nada permanece estático para siempre y, algún día, ese mundito tan lindamente definido se va a ir al trasto. Dos, quedarnos para siempre en el mismo lugarcito nos mata. Todo cambia. Siempre. No estamos seguros en ninguna parte, porque nada está garantizado y nada nos merecemos. Hay que ampliar los límites que nos imponemos, salirse de la raya de vez en cuando, asomar la cabeza a ver qué hay más allá de la cueva. Vivir.

Aunque también cae bien un abrazo apretado de vez en cuando y alguien que nos mienta con voz dulce y que nos diga que todo va a estar bien. Hasta está bien creérnoslo.

Así me atormento

No conozco un día de la semana que no esté ocupado con “algo”. Desde el recordatorio de las madrugadas que llama a despertar niños y a hacer loncheras y a llenar la casa entre semana, hasta actividades sociales (de los niños) los sábados y demás en los domingos. El resultado es que siento que mi tiempo está aún más estirado y escaso que lo normal. Pero, me digo, así es la vida y hay que seguir.

Nos tomamos la existencia como un trago que hay que apurar rápido y hasta el fondo porque se kos evapora en las manos. Lleno de cosas que nos dejan más vacíos por no poder apreciarlas cuando suceden, porque estamos pensando en lo que sigue. Vemos una temporada entera de nuestro programa favorito en una noche maratónica, llorando porque tenemos que esperarnos un año para la otra. Desayunamos pensando en la cena.

Y no es que no haya que planificar lo que queremos para ese espejismo que llamamos futuro. Lo debemos hacer para no quedarnos a la deriva. Pero no a costa de no vivir lo que planeamos. De no apreciar lo que hemos logrado.

Los domingos hacemos actividades en familia que nos sacan de la cama temprano y apurados. Los niños igual se despiertan, así que también ese día hay que aprovechar. Pero hoy, la niña se me vino a meter entre las sábanas y se durmió mucho. Al trasto los planes. Por un momento me estresé. Pero logré dominar ese impulso y la abracé. También eso es parte del plan.

Casi

En tus ojos, casi me pierdo,

un momento pensé que casi me querías,

que la eternidad casi estaba en un beso,

la felicidad casi la alcanzaba.

Casi logramos un «para siempre»

en nuestra vida casi perfecta

con las promesas casi cumplidas

y los corazones casi intactos.

Así, los círculos casi cerrados

nos permiten, casi, cruzar a salvo

llegar a la meta, casi,

y casi tener éxito.

Pero el casi, que es una palabra maldita, nos dejó todo justo fuera de nuestro alcance y derribó el castillo de naipes en la última carta.

La paz está en el gato

«Mi» cama, le digo ilusa al mueble que me comparten amablemente los gatos. Porque ese lugar, si por el uso se mide, es más de ellos que mío. Y, por supuesto que lo digo con la envidia saliéndose verde de mis ojos. Los veo allí, a los tres, aplastados como si hubieran perdido los huesos entre las sábanas. Ninguna otra criatura se mira tan en paz como un gato durmiendo.

¿Será que hay que perder la parte rígida para estar completamente relajado? ¿Dejar que la mente se hunda y pierda su forma para estar en paz? Seguro que no ayuda darle vueltas al mismo pensamiento, una y otra vez. El hámster también necesita descanso. Supongo que no se trata tanto de poner el cerebro en off, porque ése nunca descansa. Sino guiarlo a que se ocupe en la «nada» que estamos haciendo cuando tratamos de relajarnos.

Lograr esa paz es cuestión de toda la vida. Al final del día, llevamos a nuestro propio reloj con alarma de «urgente» entre las dos orejas y pelearse contra uno mismo es tan complicado como pegarle a la propia sombra sin salir lastimados por una pared.

Tal vez confundimos la paz con debilidad. Eso seguro me pasa a mí. Luego veo a uno de estos invasores llegar de un salto al filo de una ventana varias veces más alta que ellos y dejo de pensarlo.

Los casis fatales

Casi juego squash. Casi. De vez en cuando le pego a la pelota con la raqueta y hago un punto. Otras veces, no. Y, de casi en casi, trato y trato pero no me termina de salir la cosa.

Nos debatimos entre lanzarnos a hacer las cosas, aunque no nos salgan bien y perfeccionar la técnica para poder hacer algo que quede nítido. Y, como siempre, ambas opciones tienen sus ventajas. Por una parte, dejamos las cosas «como salgan», pero las hacemos. Por la otra, no nos conformamos con algo mal hecho y lo volvemos a hacer.

Hay ocasiones para todo. Supongo que no se puede ser «casi» honesto. Como también admito que quedarse paralizado sin hacer nada porque no queda perfecto, es la clave para no vivir.

Entramos tal vez a tener qué medir hasta dónde nos llevan nuestras habilidades y cuánto es nuestro interés por lograr algo para dedicarle toda nuestra atención. Lo cierto es que sólo nosotros conocemos la taza con la que nos estamos midiendo y con cuánto quedamls satisfechos.

Confieso que jugar squash me traía más frustraciones que veces conectando la pelota, así que lo dejé. Correr no se me da mucho tampoco, pero sigo intentándolo, aunque nunca espero correr ni la mitad de una media maratón. Cada quien con su gusto.

Comprender no es aceptar

A mí, que crecí en la época de los «mixed tapes» y pasé a compartir playlists en Spotify, hay cosas de la modernidad que me atropellan un poco. Lo rápido que perdí la costumbre de hablar por teléfono, por ejemplo. La facilidad con que hablo con extraños, porque es «por las redes» y entonces no es «¿real?» Cómo he caído en compartir información a los cuatro vientos.

Hay una grada de disfuncionalidad que me ha hecho tropezar más de una vez. Porque se necesitan nuevas habilidades sociales. Pero también hay que conservar las anteriores. Como el no decir cosas de más. No intimar fácil con gente sin rostro. No transparentarme.

Siento que he perdido la capacidad de interactuar con la gente cara a cara. Y que el mundo a mi alrededor acepta cosas como invitar a piñatas un domingo por la tarde, pero sólo a un niño y un adulto. Yo lo entiendo. Entiendo que hay menos recursos y que hay más pragmatismo y que hay más inmediatez, pero menos intimidad.

Comprendo, pero no siempre lo acepto. En mí misma, sobre todo. Porque, los medios podrán ser diferentes, pero mi propia conducta debería ser la misma. Hablar con la gente en tuits como si la tuviera enfrente. Tener conversaciones privadas en las que me conserve. Aprender de nuevo a entablar relaciones con personas reales.

Espero que mis hijos tengan otras herramientas sociales que les permitan protegerse y establecer relaciones duraderas. Quiero no sentirme atropellada por mi falta de comprensión. Y espero poder aceptar las cosas inevitables.

Cuando la mente nos juega feo

Nadar es una de esas actividades que nos liberan de nuestro entorno y nos atrapan dentro de nuestras mentes. No hay nada. El agua tapa los sonidos, los anteojos enfocan la vista en puntos estrechos, el agua nos limita el cuerpo. Flotamos, casi como si voláramos. Estamos con nosotros, y nadie más.

Al principio, como en todo, uno va más enfocado en respirar y no ahogarse. Es la adquisición de cualquier habilidad, el comienzo de toda relación. Queremos verla andar y nos concentramos en el poner un pie delante del otro sin perder del todo el aliento, con una meta muy concreta en mente. Nos cansamos rápido y tomamos respiros frecuentes. Hasta que le agarramos el modo y los movimientos son mucho más fluidos, los avances ya no nos demandan toda la atención, ya no nos tenemos que concentrar tanto en los detalles. Nos damos el lujo de sentirnos cómodos.

Es allí cuando la mente nos traiciona. Porque siempre tiene que estar ocupada y, si no la alimentamos de cosas positivas en qué nos ayude, seguro va a encontrar en qué divagar. Rara vez es eso bueno. Comenzamos a escarbar, a levantar piedras que esconden bichos, a unir cabos que no sólo no van juntos, sino que nos hacen corto circuito.

Vamos nadando en un lago en el que apenas hay peces y nos imaginamos cocodrilos, pirañas, monstruos acuáticos que salen del fondo oscuro a devorarnos. Se nos olvida regresar a lo básico, a avanzar. A no ahogarnos. Los monstruos son lo de menos cuando es nuestra propia mente la que nos asfixia.

El límite del infinito

El infinito adquiere los límites

que le ponen tus brazos a mi cuerpo

cuando traes el universo entre los ojos

negros, profundos, calientes,

esperando que pose

un par de soles,

fríos, verdes, húmedos

para estallar en la creación

que nos destruye y rehace

en cada beso

hasta acabarnos el tiempo

y volver a empezar.

El clima y la ropa

Amaneció completamente gris. Nubes como sábanas cubrían el cielo y al sol sólo se le miraba como entre algodón, pálido. A sacar el suéter y los zapatos tapados, porque ni modo. Pero luego se despejó y hubo calor con humedad, lo que me ayudó a conservar mi look de Pantera Rosa recién salida de la secadora que favorezco naturalmente (aunque no mucho me favorezca a mí). Me cambié a algo menos abrigado, agobiada por el calor de tal forma que al fin me levanté de la silla en la que estaba tan cómoda. Si ya de por sí me cuesta decidir qué ropa ponerme en la mañana, tener que cambiarme a media carrera me enerva.

Todos tenemos ciclos. De día, de noche, de luna, de hambre, viciosos, virtuosos… Algo así como las estaciones del tiempo. A veces, esas transiciones las hacemos de forma consciente, como preparándonos a avanzar en espiral. Marcamos nuestro comportamiento con fechas significativas, privadas o públicas. Sacamos la ropa que se adapte al clima. Estudiamos para los exámenes finales. Nos esmeramos en celebrar cumpleaños.

Otras, los cambios nos son completamente ajenos al control que nos gusta. Despidos, despedidas, muertes. Todas cosas que marcan nuestro paso por el mundo de forma a veces drástica. igual nos tenemos que adaptar. Porque el tiempo sigue y mejor si le seguimos el paso. Quedarse atrás, paradójicamente, es sinónimo de dejarnos atropellar por su paso.

Así que, ya con una blusa más liviana, estoy viendo cómo se vuelve a nublar el cielo y bajar la temperatura. Menos mal llevo una chumpa en el carro.

Echar a andar la maquinita

Los gatos de mi casa pasan dormidos lo que pareciera ser 25 de las 24 horas del día. Salvo cuando corren como endemoniados, trepando por todos los muebles y haciendo más ruido del que verdaderamente les correspondería por el tamaño. Pasan de la total inactividad al completo desahogo, como si sólo supieran estar en «apagado» y «rapidísimo».

Tal vez así funciono yo también. Porque tengo lapsos de actividad frenética en los que no paro y reparo libreras, corto patas de mesas, lijo, pinto, barnizo, encero… y luego ya no lo hago. O durante el día hago karate, pesas, corro, nado, yoga y, después, que no me pidan que me levante de donde me aplasto. O escribo cinco cuentos y luego pasan meses sin juntar dos palabras.

Hay cosas que se deben hacer todos los días y otras que tienen sus propios ritmos. Pero es innegable que es más fácil hacer avanzar algo que ya está en movimiento, que empujar una máquina totalmente parada. Tal vez por eso es mejor eso que hacen las personas verdaderamente hacendosas que se aplican un poco en todo, todos los días y logran mucho más de lo que yo pueda alcanzar en una actividad muy concentrada.

Necesito practicar. Para todo. Y, tal vez, escoger algo que mantenga en movimiento.