Nunca había leído nada de literatura oriental. Hasta ahora. Como siempre me pasa con todo, me dieron ganas de comer sushi, ver geishas, asistir a una lucha de sumo, tener un kimono (para lo cual tengo el peor cuerpo del mundo) y retomar la pintura japonesa. Oígase «retomar» muy levemente, porque tampoco es como que la hubiera hecho magistralmente en ningún momento de mi vida.
Supongo que todos hemos hecho cosas para las cuales no tenemos talento, pero que nos divierten. Como recibir clases de canto para subirse con confianza en un karaoke. O agarrar una raqueta aunque jamás lleguemos ni cerca de ser buenos.
Todos tenemos habilidades y aspiraciones y éstas no siempre coinciden. Es allí donde la perseverancia y el pragmatismo deben coexistir. En realidad, nos deberíamos esforzar siempre para todo lo que hacemos, aún y cuando no nos cueste. Y, también, deberíamos ser lo suficientemente sinceros con nosotros mismos para reconocer los límites de nuestra realidad. Hay muchos factores que influencian hasta dónde llegamos con algo, no sólo es la voluntad.
Sin embargo, eso no nos debe impedir jamás hacer lo que nos gusta, dando todo lo mejor de nuestro ser. Porque la satisfacción que derivamos de algo que nos llena va mucho más allá de cualquier premio o reconocimiento externo que recibamos. Siempre. Nos debemos medir contra nosotros mismos, sabiendo que debemos mejorarnos. En resto de la existencia se ocupará de sí misma.
Para mientras, seguiré haciendo planas y lamentando el desperdicio de tinta. Igual me divierto.