Nos sujetamos de las manos
para no caer.
Pero nos vimos a los ojos
y nos fuimos hasta el fondo.
Nos sujetamos de las manos
para no caer.
Pero nos vimos a los ojos
y nos fuimos hasta el fondo.
Yo me considero desordenada. Y me cae muy mal serlo: pierdo todo, se arruinan las cosas, nunca las encuentro… Pero he aprendido a ser metódica. Es parte de las razones por las que me encanta cocinar. Puedo sacar todos los ingredientes y seguir pasos para alcanzar un resultado.
El orden excesivo se puede llegar a convertir en una obsesión. Si estamos demasiado atados a que algo va en cierto lugar, nos podemos perder en el detalle y olvidarnos que nos deberíamos estar facilitando la existencia, no amargándonos.
La rigidez para todo, ata. Hace las cosas más lentas, menos agradables. Encontrarles el modo a las cosas nos mantiene en una constante búsqueda: siempre se puede mejorar. Y allí hay flexibilidad, aprendizaje.
Aprenderse las reglas de todo, sirve para saber qué han hecho antes que nosotros y decidir si queremos seguir ese camino de forma estricta, o lo podemos alterar un poquito. Hacerlo nuestro. Es muy aburrido sólo ver las flores que otros han plantado. Hay que meter mano uno también del paisaje y cambiarlo a como uno lo quiere. Pero hay que encontrar la forma que nos sea más fácil a nosotros.
Igual que cocinar. Hay cosas básicas de seguimiento de pasos que se deben respetar, pero los sabores son propios. Allí es donde me vale ser metódica. Pero no ordenada.
Mi inteligencia emocional es el equivalente a una bicicleta con rueditas: anda, pero no muy bien. No tengo modulación de tono para decir cosas que no suenen a regaño, tiendo a querer tener la razón, me cae mal dar explicaciones y, en general, lo de la empatía es como una lengua extranjera en la que apenas voy por el nivel uno de Duolinguo.
Se supone que los humanos tenemos varios tipos de inteligencias que nos permiten funcionar. La intelectual, esa en la que pensamos generalmente, es tan sólo la parte racional del cerebro que puede atar datos y sacar conclusiones. Sirve para la lógica, el desempeño académico, la planificación a futuro. Pero no sirve ni un poco para cantinearse a una chava. O para demostrar afecto de forma efectiva. O para liberarse de cargas emocionales.
Mi racionalidad me sirve de aviada para entender algunas cosas sentimentales. Pero me lleva por caminos largos y complicados porque, como el corazón es medio rezagado, la mente tiene que desmenuzar las situaciones. Y eso cansa. Regreso una y otra vez a revisar algo que pasó y escarbo los detalles y analizo mis acciones con el desapego de un valuador bancario. Pocas veces salgo ganando del examen, generalmente en tiranito que llevo entre las orejas concluye que fue mi culpa y el corazón se hace más pequeño y se pone otra capa de protección para la próxima.
Hurgar no es bueno. O sí. Depende. Tal vez cuando aprenda a saber en qué momento sí lo debo hacer, ya pueda quitarle las rueditas a la bici.
Uno empieza cualquier proyecto con ciertas metas en la mente. Sobre todo, espero, uno debería querer que todo salga bien. Y tiene que hacer todo lo que esté al alcance de uno para que se logre. Si no, es completamente sin sentido. No se trata de jamás poder cambiar de opinión, porque perfectamente bien el proyecto original pudo estar mal planteado al principio. O uno mismo cambió y lo que quería ya no es lo que necesita más adelante.
Las expectativas están bien. Le dan a uno una idea de lo que quiere, de cómo se mira lo que está esperando. El problema es cuando uno las tiene acerca de otra persona y, peor aún, no se las comunica. Está bien esperar que la relación que uno quiere sea de tal o cual manera, pero está muy mal pretender que la otra persona lo adivine. También hay que aprender a ceder un poco, porque las personas a nuestro alrededor no son robots programables que van a inclinarse ante cada una de nuestras peticiones.
Me cuesta muchísimo eso de manejar mis expectativas, sobre todo con mis hijos. Pretendo que, porque es de todos los días que les digo que coman con la boca cerrada, no la abran para masticar justo en el restaurante y justo en el momento que los voltea a ver la abuela. Pretendo que entiendan cómo comportarse y me sorprende el grito desgarrador que se disparan en el momento menos apropiado en una reunión.
Pero lo que más me cuesta es manejar las expectativas que tengo de mí misma. Soy mi propia peor troll y poco he podido avanzar en mi empatía hacia mí misma. Tal vez es que me conozco mejor que nadie y espero cosas que no siempre doy. No sé todavía si eso es bueno o malo. Supongo que un poco de ambas. Tal vez alguna vez aprenda.
Resulta que anoche el niño tenía 40 grados de temperatura. Se llegó a acostar a las 3 am a mi cama y se durmió, calmado porque estaba acompañado. Yo ya no pude volver a dormir. Obvio. Un par de accidentes después, se le llevó al laboratorio. Mientras tanto, en la baticueva, la niña me hizo el favor de vomitar cual audición del exorcista. Normal.
Hay cosas que uno sabe que suceden. Sabe que los pañales no huelen a flores de azahar. Que educar niños no es cuestión de decir las cosas y que sucedan. Que los engendros se enferman. Que son una gran responsabilidad.
Pero no lo sabe. En serio. Y menos mal. Porque nos es más sencillo pensar que qué asco limpiar el vómito que imaginarnos la satisfacción que hay en una sonrisa. Por eso es que nos llenamos hasta el copete de oxitocina con los críos y nos enganchamos de una manera incomparable.
Es en los primeros años que uno tiene a su alcance darles todas las herramientas emocionales que uno pueda. Aunque uno mismo no las haya recibido. Así como la niña de 6 años no puede bien saber que el vómito no va a medio cuarto, tampoco tiene cómo alimentarse su autoestima solita. Me toca. Ambas cosas. Y, para mí, la más difícil es la segunda.
Tener a mi cargo mucha de la salud emocional de mis hijos me obliga a mantenerme sana a mí. Y se los agradezco. Así que, aún sabiendo los pañales, mocos, fiebres, toses, vómitos y todo lo demás que ya me ha tocado, los volvería a pedir. Lo bueno deja por mucho atrás a lo menos agradable.
como vuelve el mar a envolverse en la playa
como vuelve el viento a empujar las nubes
como vuelve el sol a cruzar el cielo
con esa certeza. Así. Te volveré a amar.
Yo siempre he dicho que quiero un funeral vikingo. Aunque sea en Amatitlán en cayuco. Digo, ya ese lugar está tan sucio, que un barquito quemado más, las cenizas de un cadáver menos, no debieran hacer demasiada diferencia. Resulta que no se puede.
Y también resulta que mis deseos en ese respecto son totalmente irrelevantes. La gente que uno deja es la que tiene derecho de disponer de los restos que se quedan, de la mejor manera que consideren. Aún si eso fuera tirarlo a uno en el desagüe más cercano.
La muerte termina siendo el cierre inevitable a todo lo que le metimos al tiempo ese de en medio desde que nacimos. Es el último «gran» paso. El cuál, al final del día, es irrelevante. Todos nos vamos a morir. ¿Y? Hasta el recuerdo que dejamos es maleable. Yo sólo recuerdo lo que quiero de mis papás. Lo que me duele, o molesta, simplemente lo ignoro. Así que ni en la memoria se conserva uno.
Vivir da miedo. Hacer cosas da miedo. Sentir y amar dan miedo. Por lo menos a mí, porque todo eso está lleno de incertidumbre. Pero morir es la cosa más certera que se nos regala en la existencia.
Yo quisiera que la vida y sus consecuencias me afectaran de la misma forma que la certidumbre de mi muerte. Es decir. Que no me afectaran en absoluto. Sigo queriendo un funeral vikingo. Dudo que se pueda. No creo tampoco que me vaya a enterar.
Es mucho más sencillo hacer muchas cosas medio bien, a hacer pocas de forma excelente. Me pasa muy seguido que me quedo a medias de algo nuevo que quiero aprender, porque ya lo logro «hacer» y me aburrió. Paso a lo siguiente y a lo siguiente y así. Pocas veces me quedo suficientemente enganchada con algo como para llegar hasta el fondo.
En la época feudal, cada persona tenía un único oficio y, gracias a alguno de tantos emperadores romanos que fue el que se inventó la necesidad de anclar a las personas a sus ocupaciones, rara vez cambiaban de trabajo. Es más, no podían ni siquiera mudarse a otra ciudad, porque eran perseguidos. Luego llega el Renacimiento (después de un montón de cosas más) y se considera bueno tener conocimientos en todo. El famoso «Hombre del Renacimiento». Da Vinci es el prototipo de este ideal. Hacía de todo y lo hacía bien.
Pero nosotros, ni estamos atados a un oficio de por vida, ni somos genios florentinos. Estamos en un lugar en medio.
Lo mejor que tenemos a nuestra disposición es la posibilidad de probar varias cosas para ver en dónde se unen nuestros talentos con nuestro corazón. Porque no es lo mismo poder hacer algo que querer hacerlo. Una vez que encontramos ese lugar mágico, dedicarnos a las cosas que nos llenan y en las que podemos demostrar alguna proficiencia, debería de proporcionarnos suficiente felicidad para bastante rato.
Y no quiere decir que allí nos quedemos para siempre. Simplemente que es bueno afinar los talentos natos hasta que brillen y deslumbre y corten. A mí, me cuesta mucho hacer las cosas que más frecuentemente hago y las que mejor quiero hacer. Tal vez por eso es que no dejo de escribir todos los días.
Las katas en el karate son movimientos precisos y coordinados que simulan un combate. Bien hecha, se puede apreciar exactamente cómo se le puede romper hasta la memoria al tipo que se imagina uno enfrente. Para los exámenes de cambios de cinta, se hacen explicaciones, que no son más que agarrar a un cuate que lo quiere a uno mucho y que se deja cachimbear para demostrar cómo se usa cada cosa. Cuando uno va aprendiendo en dónde se agarra la muñeca y para dónde se tuerce, en dónde se meten los dedos en la garganta, por dónde las costillas ya no protegen, en cuál lugar de la pierna se dobla la rodilla, se da cuenta de la cantidad de puntos débiles que tenemos en el cuerpo.
Algo igual pasa con nuestros sentimientos. Nos guardamos de acercarnos demasiado a muchas personas. Y mientras más crecemos, más capas protectoras ponemos entre nuestra sensibilidad y el mundo, porque apreciamos el efecto que tiene una palabra punzante. De verdad no es nada chistoso enseñar la parte tibia y suave que no tiene escamas y recibir una patada.
El problema es que, si no aceptamos ese tipo de peligro emocional, nunca forjamos relaciones verdaderamente cercanas y nos quedamos insatisfechos. Yo soy la primera que prefiere ser un dragón duro, envuelto en una coraza impenetrable a que me descubran la menor debilidad emocional. Pero no se es feliz. Así que he aprendido que la mejor forma de proteger la fragilidad es entregarla sin expectativas. Uno tiene la satisfacción de saberse abierto a recibir, pero no espera nada. Cuando al fin aprenda a hacer eso, estoy segura que cualquier muestra de cariño va a ser importante, por inesperada.
Tener capacidad de enfoque es una gran cosa en estos tiempos modernos de atención dispersa. Nunca he sido muy buena para eso. Desde pequeña dibujaba al margen de cualquier cuaderno, pasaba notitas de conversaciones sin importancia en las clases de la universidad, desesperaba a quien tuviera al lado en cualquier conferencia… Me he topado con pocas cosas que me atrapan y no me dejan ir. Algunos libros, pocas películas, menos series de tele. Cuento con los dedos de las manos las personas que verdaderamente llaman mi atención y me hacen no quererme levantar de donde esté a hacer algo más.
Pero cuando al fin logro enfocarme, lo hago con la fuerza de un rayo láser. Lo cuál no siempre es bueno. Tanta intensidad quema y deshace muy fácilmente cualquier relación incipiente que pueda surgir entre mi, al fin, atención interesada y el objeto de ella. Me pasa lo mismo con ciertas ideas que me rondan en la cabeza y que no puedo sacar. Como si fueran carros Indy de esos que sólo dan vueltas en círculos, cada vez más rápido y sin ningún lugar a dónde ir.
El cerebro nos debería servir para navegar mejor en la vida, fijarnos en lo que nos interesa y dejar ir lo que no. No debería ser como un arma qué apuntar hacia afuera y menos hacia adentro. Aprender a distinguir entre las cosas que valen la pena una atención fija y profunda y aquéllas que sólo merecen un vistazo de reojo, debería de ser curso obligatorio en cualquier colegio.
Porque sino, usamos el martillo que tenemos sobre los hombros para matar mosquitos. El mosquito se muere, es cierto, pero deshacemos todo lo que hay a su alrededor dándole golpes. O, muchas veces, nos damos nosotros mismos en el dedo. Y eso es más doloroso que lo molesto que pueda ser el animalito.