La niña tose cerca de la media noche. Por mucho que yo quiera hacerme la bestia, me tengo que levantar a ver qué le pasa. Abro la puerta con el cuidado de no hacer ruido, como si al par de enanos los fuera a despertar un tren pasándoles encima. Obvio, la niña está sin calzetas, sin sábana y con la cabeza casi colgando fuera de la cama. «Fátima, ven, súbete bien sobre la almohada, no puedes dormir así», le digo a su subconsciente. Salgo con menos sigilo. Y escucho un «ujú-ujú».
Darse un recorrido mediático por el mundo es ver que, como humanidad, somos perversos. Las pasiones que nos mueven, más parece que nos arrastran. Por todas partes apesta nuestra naturaleza. Y es que yo estoy del lado de la gente que cree que, en el fondo, tendemos al mal y que es la meta de nuestra vida el trascenderlo.
Claro que la cosa es mucho más compleja, pero yo le atribuyo esa inclinación a la necesidad de fijarnos en todo lo malo que nos mantenía vivos en la prehistoria. Es probable que la evolución favorecía al peludo que no se confiaba y que siempre creía que esa sombra era un depredador. Al optimista seguro se lo mangiaban.
Pero vivir así, fijándonos en todo lo malo, nos mina. Resultamos deprimidos, irritables e insatisfechos. Así como me he sentido tantas veces, aún en medio de la abundancia de cariño en la que estoy. Y eso no se vale.
Por eso, esa noche, en vez de lamentar el tener que levantarme de la cama, me permití sentir un verdadero placer al escuchar al búho.