Los niños tienen una forma especial de bajarlo a uno de la nube. Traigo una bandeja de jocotes, con el sabor en la memoria y el recuerdo de mi mamá en los ojos, sólo para que la niña me haga cara de asco ante la ofrenda. Así me ha pasado con los mangos de pashte, vestidos bordados por mí y la herencia de mis My Little Ponies.
Cuando ofrecemos algo, es casi inevitable esperar un tipo de reacción muy específica. Hacemos una comida queriendo que se la acaben con entusiasmo. Contamos una historia para que nos pongan atención. Regalamos algo con la ilusión de causar placer. Y, como la gente no lee nuestra mente, nos decepcionamos cuando no nos dicen lo que esperábamos.
Entiendo que «dar sin esperar recibir» suena utópico. Pero es una buena fórmula para no llevarse sendas decepciones. Dar debería ser el propósito en sí mismo, sobre todo si lo hicimos con todo nuestro esfuerzo. También debemos rodearnos de gente que aprecie lo que hacemos, no se trata de ser mártires. Pero, teniéndole confianza a nuestros seres queridos y sabiendo que no hacen las cosas para lastimarnos, tal vez podemos dejar de hacer drama cuando no nos elevan en hombros cada vez que les damos algo.
Ya voy aprendiendo a no sentirme ofendida cuando a mis hijos no les encanta lo que les hago. Y también ellos van aprendiendo a que, generalmente, les gusta lo que les ofrezco. Como la niña que, después de hacerme caras, se terminó comiendo todos los jocotes.