Hace poco, haciendo como que recuerdo ser abogada, le explicaba a un cliente por qué se pueden hacer contratos de promesas sobre bienes que no son propios. Resulta que, si uno tiene una legítima expectativa de ser dueño de algo, lo puede negociar. Algo así como prometer el novillo que no ha sido parido aún. La vaca ya está preñada, es cuestión de que tenga a la cría. Por supuesto que pueden pasar muchas cosas y no tener nunca al animalito, pero la expectativa razonable existe.
Luego está el cuento de la lechera haciendo cuentas de todo lo que va a conseguir con su jarra de leche. Un tropezón y todo se le vino abajo.
Tal vez por eso hay tantos dichos que van por la misma línea de «más vale pájaro en mano que ciento volando». Nos gusta la certeza, lo que podemos ver y tocar hoy y ahora. Pero vivimos haciendo castillos en el aire de las cosas que no tenemos ni un poco de seguridad que vamos a obtener. Cuestión de balance. Nos comemos la comida que tenemos en el plato, pero no tiramos las posibilidades de tener algo mejor mañana.
Hasta la lección de Esaú, que dejó su herencia por un plato de lentejas, sirve para demostrar la necesidad de vivir en ese precario punto medio entre dos cosas buenas.